El triunfo de la peor máquina del tiempo

domingo 07 de junio de 2020 | 4:30hs.
El triunfo de la peor máquina del tiempo
El triunfo de la peor máquina del tiempo

Por Carlos Piegari Escritor

Bajaron desde el cielo y atravesaron la fronda del monte, surgieron desde adentro de una nube de vapor, cuando despejó la humareda se abrió una escotilla en el centro de una bola de hierro y asomaron. Con los ojos cerrados, apartando la neblina con las manos, tanteando el suelo con sus botas, hasta que tomaron confianza y dieron los primeros pasos torpes como los astronautas cuando pisaron la Luna.
Los cuatro viajeros eran Heinrich Himmler, Hans Kammler, Emmerich von Moers y Walter Darré. Las causas que los motivaron a cruzar desde el siglo XX al XVII fueron varias. Detrás de todo estaba la Ahnenerbe, la “Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana”. Uno de los programas secretos de esta organización que mezclaba antropología, arqueología, estudios anatomopatológicos con personas vivas y ocultismo, era la esterilización masiva de prisioneros de guerra y toda mujer u hombre indeseable por su condición racial y religiosa.
De la savia de un vegetal llamado Dieffenbachia se destilaba el Caladium Seguinum, un potente generador de la infecundidad. Algunas pocas muestras crecían en La Plantación, el herbolario privado de Himmler en el campo de concentración de Dachau, La mayoría sin embargo no prendió en las frías tierras nórdicas, tan alejadas de su hábitat natural en Sudamérica. Y aquí entra en escena Emmerich von Moers, un viejo militar, fitogeógrafo que realizó exploraciones en Brasil, diseñó cartografías, registró testimonios de conquistadores y chamanes, logrando entusiasmar a Himmler, jefe máximo de la Ahnenerbe, con la famosa planta que garantizaba la esterilización masiva.
Kammler se encargó de trasladar la producción de las súper armas, investigar proyectiles nucleares, desarrollar las V-2 y monitorear el proyecto ultra encubierto de la máquina del tiempo nazi, La Campana, el artefacto de acero que hacia fines de la guerra transportó a Himmler, Kammler, Von Moers y Darré hasta el Amazonas. No disfrutaba de un buen momento cuando decidió asumir los riesgos del viaje hacia el pasado, una inesperada visita en 1943 de Albert Speer, el ministro de armamento, puso en jaque al ingeniero de las soluciones mágicas de Hitler. Himmler le reprochó a Kammler su incapacidad para gestionar los contingentes de prisioneros que recibía a diario, no era capaz de que sobrevivieran trabajando más de un mes. Sería uno de los pasajeros de La Campana y juntos visitarían la minas de Potosí para estudiar cómo lograron los españoles tal éxito de producción con menos trabajadores esclavos que los nazis.
A Darré se le asignó otra tarea, perfeccionar sus teoría sobre la cría sustentable de ganado pero aplicada a los seres humanos autóctonos. Ideólogo nacionalsocialista del Blut und Boden (Sangre y Suelo) había nacido en Buenos Aires y cursado estudios primarios en el Instituto Goethe del barrio de Belgrano. De pequeño mamó la épica rioplatense del gaucho solitario arreando miles de vacas, terneros y toros, un sistema de producción pecuario a cielo abierto con muy bajo costo. Además dispondría de los depósitos de oxígeno y agua más vastos del planeta: el Amazonas y el Acuífero Guaraní.
Los cuatro siniestros intrépidos entraron en La campana, Die Glocke, asumiendo un acto de servicio que podría devenir en un sacrificio inútil. Este aparato estaba en el listado de las Wunderwaffen, las armas maravillosas que la propaganda nazi promocionaba porque cambiarían el curso de la guerra y Alemania vencería. El armatoste no poseía ningún control de calidad y menos de fiabilidad, de todas las máquinas del tiempo era quizás la más chapucera que fuera creada alguna vez. Aunque según Goebbels era capaz de anular la gravedad terrestre y desplazarse a través de la curvatura del espacio - tiempo. No se basaba en tecnología sofisticada, sino en la cinemática de los rotores, un eje que atraviesa bobinas enrolladas alrededor de un núcleo magnético, un imán. Die Glocke no era nada del otro mundo, un bodoque metálico forrado de cerámica, con cilindros que generaban movimiento hacia atrás, un reloj que atrasa.
Las escenas en que heroicos astronautas van ascendiendo rampas hacia cosmobólidos interestelares, portales siderales, umbrales entre dimensiones o túneles del tiempo siempre se nutren de una gran parafernalia de apoyo logístico. Pero nada de esto sucedió cuando los cuatro tripulantes accedieron a la gran sala oculta que albergaba a Die Glocke. Los científicos asignados al proyecto fueron, en los primeros tiempos, siete. Cinco murieron durante las pruebas iniciales, aplastados por desprendimientos de planchas metálicas, mutilados por los rotores sin control o por quemaduras al exponerse a combustibles abrasivos. Los últimos dos sobrevivientes tampoco pudieron asistir al despegue de la nave del tiempo nazi, porque los asesinaron, junto con los expertos que trabajaban en otros proyectos, con un tiro en la nuca antes de que fueran capturados por los aliados. Por lo tanto cuando Himmler, Kammler, Von Moers y Darré llegaron al silo subterráneo ningún equipo de investigadores los esperaba, sólo un par de prisioneros que trabajaban en tareas auxiliares que al ver entrar a semejantes personajes se cuadraron firmes con sus gorras en la mano. Kammler, cubriéndose la nariz con un pañuelo, les preguntó a los esqueletos cuál era su trabajo allí. Uno, el que más fuerzas aún aparentaba conservar, respondió que él era ingeniero civil y el otro, un químico italiano, y que habían colaborado en aquel laboratorio varias semanas asistiendo en el mantenimiento de los tableros de control de despegue. Mentiras piadosas, los dos Häftlinge… nada de ingenieros ni químicos, sólo hombres apresados en una redada para capturar trabajadores esclavos. El que dijo ser ingeniero era electricista y el otro un buen maestro pizzero. Himmler interrogó: ¿Cuáles son los mandos de ascenso? Los prisioneros señalaron una clavija enorme, el maestro pizzero con el puño cerrado hizo un gesto que sugirió moverla de abajo hacia arriba y dijo: ¡E la nave va in paradiso! Fliegt tradujo el electricista, vuela.
Kammler ordenó a los dos infortunados hombres que se hicieran cargo de empujar la gran palanca, responderían con sus vidas si los rotores de Die Glocke no comenzaban a girar en reversa. Los expedicionarios del tiempo entraron a la cabina de la gran bola de hierro. El interior de la nave tenía todo lo necesario para afrontar una travesía astral, colchonetas para dormir, baño químico, alimentos deshidratados, bidones de agua, botellas de coñac francés, la enciclopedia Brockhaus y muñecas de goma inflables. A pedido del jerarca de las SS, el doctor danés Olen Hannussen fabricó el primer juguete erótico del mundo: la Borghild, palabra que podría ser traducida como muñeca del pueblo. La empresa se frustró porque las replicantes de caucho galvanizado se comenzaron a producir en una fábrica de Dresde que fue bombardeada. Sin embargo los primeros prototipos llegaron a manos de Himmler quien las incluyó en el proyecto Die Glocke. Apenas cerraron la escotilla de acero, todo trepidó, se abrió el techo del hangar y La Campana comenzó su ascenso. El electricista y el maestro pizzero reían y se felicitaban, lo habían logrado, cuatro peces gordos del nazismo volaban no hacia el paradiso sino directo al inferno. Pero treinta horas después Himmler, Kammler, Von Moers y Darré habían, efectivamente, aterrizado en algún punto cercano entre Bolivia y el Amazonas, aproximadamente, en el año 1680. ¿Cómo? Si en 1945 todo había concluido con la rendición de Alemania, y setenta años después las ucronías donde los nazis ganaban la guerra ya no interesarían ni para un libro, película o cómic más, un género saturado hasta el hartazgo.
Los cuatro viajeros se deshicieron de sus envoltorios corporales después de la Segunda Guerra Mundial y asumieron el rol de crononautas eternos, custodios de un legado que se perpetuaría hasta hoy. Aún añoramos un pasado consagrado por mitos, adoramos una nanomodernización continua y, de buen talante, entramos a nuestras propias cámaras de gas urbanas, ignoramos cuarentenas y llamamos gripecitas a las pandemias. Carlos Piegari, adoptado por Misiones en 1994. Estudió Filosofía y Comunicación Social. En Posadas se desempeñó como periodista y gestor cultural. En 2019 se edita en España su novela Kitschfilm