El aromo que no volvió a florecer

domingo 12 de julio de 2020 | 6:30hs.
El aromo que no volvió a florecer
El aromo que no volvió a florecer

os veranos, en mi infancia, siempre tenían un remanso vacacional especial, eran esos cinco o seis días en que, con algunas de mis hermanas, podíamos pasar en la casa de nuestra abuela materna. Estas salidas complementaban el tiempo que pasábamos en el arroyo y haciendo algunos trabajos que siempre debíamos cumplir en los estíos. Después de limpiar los chiqueros o participar intensamente en la cosecha de la yerba, donde nos tocaban las tareas livianas, como deshojar las ramas más gruesas que eran desechadas, podíamos partir.

Preparábamos un bolsito con algo de ropa y caminando a través de dos o tres chacras llegábamos al gran caserón que estaba ubicado sobre la ladera izquierda de un pequeño valle formado por el arroyo que fluía hacia el Paraná. Los días pasaban rápidamente, disfrutábamos de las ricas comidas, de la paz que irradiaba la abuela tejiendo o bordando y el alegre quehacer de recolectar los huevos del gallinero, que estaba debajo de la casa o ir a nadar al dique en el arroyo. Claro, podíamos ir a la represa con la condición de apagar el ariete  que bombeaba el agua para la casa, para que no llegara el agua sucia al tanque y siempre después de haber ayudado a la abuela un rato en su huerta.  

Desde la veranda de la gran casa se podía apreciar, más allá del corral de las gallinas, la huerta, ese gran espacio conformado por tres terrazas casa abajo. En la primera terraza estaban las aromáticas y los rosales. En la segunda las verduras acomodadas en ordenadas eras de unos ochenta centímetros de ancho y unos veinticinco centímetros de alto con sus cebollas, coles y lechugas. En la tercer terraza había una mezclas de árboles frutales, un alto parral muy desordenado y el piso cubierto de matas de frambuesas y otras plantas de frutos de bosque. En realidad yo desconocía mucho de  huerta, de hierbas, de árboles frutales y de variedades de uvas. Cada una de las terrazas estaba sostenida por un murallón de piedras amarillas, de grandes dimensiones, acomodadas artesanalmente para contener la tierra fértil que los tíos y abuelos habían acumulado con mucho trabajo. 

Una tarde teníamos que llevar el guano del gallinero a la huerta. La conversación giró en torno a las hierbas aromáticas. Abuela tenía toda una colección de ellas, a la entrada, justo al lado del portón. Eso hacía que cada vez que se ingresaba, todo se perfumaba de menta, cedrón, orégano y salvia. Solo hizo falta una primera pregunta para que la abuela comenzara a narrar, con esa parsimonia de mujer sabia, el origen, la utilidad y las formas de cómo había adquirido cada uno de los yuyos aromáticos. 

- Esta es la Salvia, viene de la zona de Italia, se utiliza como aromática pero también en las comidas. La conseguí de la prima Marta, que me regaló una maceta grandísima con una planta impresionante. 

-Este es el Orégano, crecía antiguamente en Grecia y de allí se extendió a todo el mundo, muy usado en las sopas y seco en los guisos. Esa planta creció de una ramita que se la robé a la Catalina, que no quería dar nada de sus plantas. 

De las especies pasamos a las flores. En realidad había solo dos especies de flores la Caléndula que recubría todo el piso y varias plantas de rosales. 

-Las caléndulas son para atraer a las mariposas y a los pulgones, así no van a la verdura, también utilizo las flores para hacer un ungüento, que preparo con grasa de chancho que es muy bueno para las quemaduras. 

Los rosales estaban desordenadamente ordenados por la ingeniosa mano de la abuela. Las matas irradiaban todos sus colores ya que todas estaban en flor. Abuela enumeró a cada una de las plantas y cuando llegamos a la última nos hizo dos adivinanzas. Primero nos hizo la pregunta de por qué la rosa es simbolizada como la flor de la pasión. Allí nomás largó, a boca de jarro, que es porque cuanto más le pides, más te da.

-Es una planta que quiere que le cortes las flores antes de que se marchiten. Si lo haces así, vuelven a florecer una y otra vez. 

La segunda adivinanza tenía algo más de misterio, dándonos una flor en la mano a cada uno de nosotros, nos hizo el siguiente acertijo. “Son cinco duendecillos, tres son barbados, uno tiene media barba y uno es lampiño, ¿Quiénes son?” y nos dejó pensando.

Mientras buscamos más baldes de guano de las gallinas, la abuela nos contó algunas anécdotas y nos describió cada una de las verduras que estaban en la segunda terraza. Nos impresionaba escucharla, ya que sabía las utilidades, los orígenes y las cualidades medicinales de cada planta que había en aquel vergel. Por un momento la miré y su cara iluminaba de alegría por poder compartir su sabiduría, mi mente fantaseó con la idea de estar ante una chamán. Según ella toda planta en el mundo tiene una utilidad medicinal incluso las verduras reafirmó.

- Por ejemplo las cebollas son buenos antibióticos y la remolacha es buena para situaciones de anemia.

Ya al atardecer de ese día fuimos a recoger unas peras, abuela contó de cómo había conseguido cada una de las plantas, el peral de un vivero, el manzano de un vecino y los naranjos los injertó ella. 

-Ah, ese es un parral, son las uvas, ya no tiene más, porque maduran en diciembre. ¡Esa planta es la responsable de la muerte de tu abuelo! Dijo seriamente, casi mirando de soslayo y esperando nuestra reacción. 

-¿Cómo? ¿El abuelo se subió y cayó? Preguntó mi hermana.

-No, apenas tuvo el primer racimo este parral, el abuelo se puso a hacer vino. Primero fue una botella, después un bidón y al final tres bordelesas de madera que las consiguió vaya a saber de qué barco, que remontaba el Paraná. En todas las comidas un vaso, y todas las noches dos o tres después de la cena, y eso no fue nada, después se puso a destilar caña. 

-Pero si la caña se hace de la Caña de Azúcar, intervine yo. 

-Sí, también, contestó la abuela. -Pero tu abuelo, hacía el vino y después mezclaba el orujo, o sea las cascaras de las uvas, con agua y azúcar, le agregaba naranjas y las peras de ese árbol. Todo esto fermentaba y luego lo destilaba. Fíjense, allá, detrás del galpón, están los restos del alambique, son esos dos tambores quemados y oxidados. Ahí adentro, con unos caños destilaba la bebida blanca. Lo había aprendido de un polaco, que estuvo viviendo un invierno en nuestro galpón. 

-¿Un polaco? interfirió mi hermana.

-Sí, venido de Polonia, el único que lo entendía era el abuelo. Se quedó viviendo en el galpón casi medio año ayudando en la chacra. Cada noche se sentaba junto a un fuego y se ponía a pintar sobre unas maderitas con óleo, pinturas que había traído de Europa. Yo nunca confié en esta persona, tenía una barba y pelos muy largos, su cara parecía un viejo, pero la sonrisa y sus actitudes eran las de un niño, ellos pasaban horas hablando y fumando los cigarros que armaban.

-Y, ¿qué pasó? - Pregunté.

-Cincuenta y siete años tenía, cuando el médico le diagnosticó la cirrosis, pero él no lo podía dejar. Tres años le duro la enfermedad que se lo llevó en agosto, justo cuando cumplía los sesenta y uno. 

La abuela quedó en silencio y con la mirada perdida en la lejanía, apoyada en el azadón, como masticando su rabia y su soledad. Para distraerla y sacarla de esa atroz melancolía, en la que se había sumido, hice la pregunta:

-Abuela ¿Y ese árbol que está al lado de las peras que frutos da?

-Ese árbol no da frutas, solo daba flores.

-¿Daba? preguntó mi hermana.

-Sí, es un Aromo, que tu abuelo trajo de regalo cuando fue a trabajar al puerto de Buenos Aires, se conchabó cavando en el barro del Río de la Plata para hacer los diques, con tal de pagar las últimas cuotas de la chacra. Siete años floreció, era una fiesta para nuestros ojos, para las abejas y las mariposas, que a fines de invierno revoloteaban libando el néctar y robándole el polen a las amarillas flores. Todo se inundaba de perfume y del aroma que emanaban estas doradas florecillas. Pero desde el año en que falleció el abuelo, dejó de florecer. 

-¿En serio? Pregunté.

-Si, en aquel agosto en que murió el papá de tu mamá floreció por última vez, y de eso hace cinco años, todos los años espero sus flores pero su tristeza, su nostalgia y su pesar son más fuertes. 

El sol fue cayendo rojo, entre unas nubes azules, hacia el horizonte allá donde se escurre el Paraná. Entramos a la casa y después de cenar una sopa de verduras la abuela puso un libro muy grande de plantas sobre la mesa. Lo abrió, casi con solemnidad, mostrándonos sus páginas amarillentas. Fue pasando por las hojas ajadas que contenían muchas explicaciones en una letra muy chica y decorada. Nos explicó que eran letras góticas. Luego pasó por páginas con ilustraciones de flores, muchas flores, hasta que llegó a una con coloridas rosas. 

-Son mis preferidas, suspiró, miren: ¡Los cinco duendecillos! En silencio nos mostró un dibujo de los sépalos de una rosa. Cada uno de los sépalos tenía dibujado un duende. Efectivamente cinco duendecillos tres con barba completa, uno con media barba y uno lampiño.

Estas vacaciones me quedaron grabadas a fuego y vuelven a mi memoria cada vez que veo una rosa o cuando llega a mi olfato el perfume de alguna planta aromática.