Destiempo

domingo 05 de abril de 2020 | 1:00hs.
Destiempo
Destiempo

Por Rodolfo Capaccio Escritor

En el nordeste correntino alarga sus días el pequeño pueblo de San Carlos. Allí hay un museo que atesora algunos objetos del pasado jesuítico y una curiosa piedra oscura que, si bien no tiene que ver con el pueblo, pudo alguna vez, cambiar su historia.
En las tardes luminosas de otoño, cuando el espartillo de los campos circundantes brilla hasta el horizonte, el pueblo da un último suspiro antes de sumergirse en el silencio del ocaso. La empleada del museo acaba de repasar con un plumero los polvorientos estantes bajo la mirada inerte de algunos santos tallados, sobrevivientes de los saqueos e incendios que asolaron la población en otros tiempos, y después, segura de que el día siguiente será igual a éste, sin nada que altere la eterna rutina, entorna los postigos y cierra la puerta con llave antes de irse a su casa.
La piedra, en realidad un meteorito, con un peso descomunal para su pequeño tamaño, apenas recoge en su negrura el último destello que entra por alguna rendija, y todo queda sumergido en el silencio y la oscuridad.
La explosión cósmica tuvo lugar hace miles de años, y algunos fragmentos expandidos por el universo enfilaron el rumbo de nuestro sistema solar. En un viaje de siglos, inmensos trozos pudieron tomar la delantera y dejaron tras de sí pedazos de todos los tamaños vagando en el más completo silencio.
De este modo la granizada espacial que llegó a la tierra fue discontinua. A comienzos del siglo XVII dos meteoritos gigantescos, que rayaron la noche en paralelas luminosas, fueron avistados en la latitud de San Pablo por un grupo de bandeirantes que les dispararon, entre risotadas, un tiro de arcabuz antes de verlos desaparecer camino del Atlántico.
Otro fragmento sobrevoló las Misiones el 10 de agosto de 1651, y del fenómeno dejó testimonio el Padre Diego Francisco Altamirano, que en el pueblo de San Ignacio de Ypané lo describió en su trayectoria como “un globo luminoso de extraña grandeza”.
En las Cartas Anuas de aquel año relata “la suspensión y asombro que causara aquella luz como de luna llena, presentada en las primeras horas de la noche, que antes de ocultarse en el horizonte se abrió en mayor luz y centellas, por espacio de un credo, antes de dar un tremendo estallido como trueno, o como respuesta de bombarda o cañón de batir”. Cuenta que no pudo entenderse de qué se trató, pero que en su opinión, “para ser cometa la duración resultó muy breve, el vuelo muy ratero, y extraño el estallido”.
El 2 de abril de 1818 debió caer otro fragmento en la misma zona. En la noche de ese día, el Comandante Andrés Guacurarí, conocido como Andresito, se batió contra las tropas portuguesas de Chagas atrincherándose en la iglesia y el colegio de San Carlos.
Trancada la puerta principal con cueros y vigas, resistió el sitio de fuerzas superiores hasta que el fuerte viento arrastró unas brasas que tomaron contacto con la pólvora.
La noche era ventosa pero límpida, y fuera del humo que se elevaba del pequeño infierno desatado en ese minúsculo pueblo, fuera de los gritos, los disparos y voces de los moribundos, era absoluta la calma de los campos, y arriba brillaban las estrellas sin que se interpusiera siquiera una nube.
En esas circunstancias el meteoro, ahora en el museo, debió precipitarse sobre el sitio. Chagas habría pensado que fuerzas desconocidas venían en apoyo de los guaraníes acorralados y en el desconcierto provocado por el fragor de la caída, Andresito y su gente habrían podido traspasar las líneas, salvándose en su mayoría.
Pero eso no ocurrió. Si en cambio se produjo una gran explosión de pólvora y metralla que voló el edificio, matando a hombres, mujeres y niños.
Recién al otro día, con unos pocos sobrevivientes, el Comandante indio logró burlar el cerco y escapar. Pero todo estaba perdido para el pueblo de San Carlos. Chagas mandó arrasar los pocos escombros humeantes que quedaban.
En los ciento cincuenta años sucesivos las piedras ennegrecidas del incendio se quebraron y la maleza brotó en cada grieta. La madera semicarbonizada acabó por pudrirse y sobre la antigua reducción se aposentó el silencio y el más tenaz olvido.
Recién una tarde de 1968, un colono que vacunaba un lote de cebúes, sintió el desgajarse de un trueno en el cielo transparente y unos instantes después, una explosión cercana espantó al resto del rebaño que pacía allí cerca.
La última piedra meteórica, partida en la atmósfera, llegó hasta San Carlos en la forma de esa pequeña escoria calcinada que se exhibe en el museo.
Ya por entonces la noche de la batalla en que debió caer era un eco remoto del que la gente no guardó memoria y en el pueblo, reconstruido sobre los restos de los antiguos muros, el pasado es apenas el leve roce de una lagartija que se oculta en las piedras.
El espartillo brilla bajo el sol otoñal y la empleada, día a día, desempolva viejos libros que encierran entre sus hojas apelmazadas el relato de los sucesos acaecidos.
Al llegar el crepúsculo cierra la puerta, y el meteorito que llegara a destiempo se queda solo, como acusado por su tardanza, frente a los ojos abiertos y fijos de los santos tallados por los indios.

El cuento corresponde al libro “Pobres Ausentes y Recienvenidos”. Capaccio es Licenciado en Comunicación Social. En 1997 recibió el Premio Arandú por su novela Sumido en Verde Temblor