Aporofobia o la fobia a los pobres
Por Gisela Colombo Escritora y docente
En los últimos años, algunos académicos han rescatado una palabra que es mucho más que eso. “Aporofobia”. Acuñada por una filósofa española llamada Adela Cortina, el término fue buscando su lugar entre las voces de la lengua española durante veintidós años. Su autora desarrolló profundamente la naturaleza del concepto que designa ese neologismo. Pero también se ocupó de justificar la imperiosa necesidad de tener una voz como “aporofobia” en el vademecum de los hispanoparlantes, cualquiera sea su procedencia. Es que, para esta docente y escritora, nada es más inconveniente que la ausencia de una palabra para designar algo verdaderamente grande.
En una charla Ted que está disponible en las redes sociales, la autora explica con un pasaje de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, la relevancia que tiene, en ocasiones, la actualización pronta de un lenguaje que debe estar a la altura de la aceleración de los tiempos. Un lenguaje que pueda reaccionar a los nuevos fenómenos que irrumpen no sólo en nuestra ciencia sino, especialmente, en los procesos sociales.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Señalar “con el dedo” este tipo de fenómeno es un imposible, por su intangibilidad. Este hecho tiende a invisibilizar un elemento esencial en los vínculos sociales.
Afortunadamente, la labor de Cortina redundó, entre libros y conferencias, en la aprobación del término “aporofobia” por la Real Academia Española que, dos décadas después de la propuesta original, la añadió a su Diccionario, para luego declararla “Palabra del año” en 2017.
“Aporofobia” significa, etimológicamente, “fobia a los pobres”.
La filósofa se aplicó a estudiar contenidos psico y sociológicos que hicieron necesaria la palabra y qué respuesta deben dar la cultura oficial y la educación al fenómeno que describe.
El rechazo hacia los más pobres, que alguna prensa juzgó como un simple temor a una clase social en particular, supone, en rigor, más factores por considerar.
La fobia a las clases más pobres no sólo está hecha de un temor que llega junto con la atribución del delito y de la violencia a esa condición social, lo cual sería una generalización peligrosa. Para la autora implica elementos mucho más profundos en su génesis.
Homo reciprocans
Sostiene que las relaciones de las sociedades contemporáneas están signadas por el intercambio. Sin ese propósito, no nacen ni se reproducen. Existe un contrato tácito entre dos personas que se vinculan. Para ambos se supone que esa concordia y la corriente de interés mutuo con que se inicia el conocimiento responde a una especie de conexión detrás de la cual subyace la intención de lograr auxilio o beneficios. Este encuentro funciona siempre que ambos tengan algo que ofrecer.
Los marginales, los desposeídos, los excluidos del universo laboral no sólo no tienen nada que ofrecer, son compañías que despiertan prejuicios indeseados en quienes sí lo tienen. Cuando esa sensación se perpetúa, la evolución cultural va extremando las diferencias. La Lingüística, la vestimenta, los accesorios, los hábitos, la alimentación van alzando muros que impiden el relacionarse y montan el rechazo que llamaremos, desde el trabajo de Cortina “aporofobia”.
El ser humano tiene un cerebro aporofóbico porque este órgano persigue la supervivencia y está condicionado por ese propósito en todos los aspectos. El hombre que describe la filósofa es el Homo reciprocans, eso implica que los seres humanos estamos dispuestos a dar. Pero no con simple altruismo. Lo neguemos o lo reconozcamos, en el intercambio social la disposición de dar está orientada a, en algún momento, recibir. Lo curioso, lo que muestra una sofisticación mediante la abstracción es que no siempre aguardamos que nos devuelva el mismo sujeto. Una anécdota sobre un docente de alguna universidad inglesa sirve para ejemplificar esta impersonalidad. Tenía la afición de ir a todos los funerales de sus colegas. Cuando se le preguntó por qué lo hacía, contestó que él quería que fueran al suyo, cuando sucediera. En ese caso, ninguno de los que motivaron su visita a las pompas fúnebres habría podido asistir al momento en que le tocara a él. Eso sería un ejemplo de la abstracción que convierte la reciprocidad personal en reciprocidad indirecta.
¿Xenofobia o aporofobia?
Cuando se pone la lupa sobre asuntos como la xenofobia o el racismo de un pueblo, resalta un fenómeno que no puede explicarse desde el mismo concepto de estas discriminaciones. ¿Por qué somos “sudacas” los que arribamos a España y no lo son ni Messi, ni el Papa Francisco, ni Paloma Herrera, ni Ricardo Darín? La respuesta que da la autora de “aporofobia” es que aquello que se esconde tras esa xenofobia y racismo es una simple percepción aporofóbica. Lo que se rechaza de los inmigrantes comunes es la pobreza, la falta de relaciones y oportunidades, no las características étnicas, las variantes dialectales que utilizan, ni las particularidades tradicionales que cultivan.
En fin, un tratamiento serio que abre una polémica importante en un país en que gran parte de la población podría estar sufriéndolo, como una condena más de la condición de pobre.