Del éxodo a la Batalla de Mbororé
Filosóficamente anamnesis es la información proporcionada con antelación para confeccionar un historial. Sirve de ejemplo la conformación del hombre guaraní en la antigua Misiones.
La historia relata que sus antepasados llegaron del norte de las grandes selvas amazónicas desalojando a los primitivos habitantes locales y se asentaron entre las orillas de los ríos Paraná y Uruguay. En las sabanas comenzaron a realizar labores agrícolas, condición que los volvió sedentarios y los indujo a tener un sentido profundo de pertenencia. Se deduce que los primitivos, en su condición salvaje e ignorantes de labores agrícolas, fueron absorbidos por la pujanza de un género humano más poderoso que les impuso sus costumbres y creencias.
Ya asentados y fortalecidos en el nuevo hábitat, se multiplicaron y fueron felices hasta que la marea bandeirante, el mal de los males proveniente de San Pablo, arreaban a quienes consideraban sub-humanos con destino de esclavos a las fazendas de ricos terratenientes.
Forzados por las circunstancias debieron huir; y como acto seguido aconteció el más despiadado éxodo de la región cuando al grito de “zarpemos”, en la voz del Padre Antonio Ruiz de Montoya en el año del Señor de 1631, soltaron las amarras del cardumen de balsas convertidas en jangadas humanas. Dejaban atrás las llamas y la humareda del incendio inducido debido a la consigna de tierra arrasada para no dejar nada al invasor bandeirante en su búsqueda de presas humanas. Pronto el gran pueblo construido muy al norte del Iguazú quedaría reducido a humeantes cenizas. La larga caravana acuática de 12 mil seres humanos continuaba la lenta marcha cuando el mal tiempo tan temido hizo acto de presencia con vientos y lluvias impiadosas. Después, llegó la calma que aplacó el calor y opacó el murmullo del agua cayendo libremente de los grandes saltos. El sonido de las cataratas estalló atronador y ya era tarde para evitar el destino de las primeras embarcaciones. Alertados del peligro la mitad posterior del convoy a fuerza de palazos de los potentes remeros ganó la costa oriental de la orilla, salvando a la mitad de los trashumantes, pues el resto fueron devorados por las cataratas. Como las hormigas que después del desastre se reagrupan en ordenar lo destruido, construyeron nuevas jangadas para continuar con la infeliz huida. Un grupo por el agua, otro por la selva; selva que jamás se separó milagrosamente como el mar Rojo facilitando el paso de los hebreos. Al contrario, siguió enmarañado dificultando el camino del hombre convertido en invasor involuntario al destruir la vegetación a su paso. Y en la tragedia del infeliz éxodo debían contabilizarse los muertos en el río y los muertos en la selva.
No obstante, en la dura prueba de la fuga más terrible que ocurriera en esta parte del continente, de aquellos doce mil salientes lograron sobrevivir cuatro mil hermanos guaraníes que, reagrupados, levantaron la Reducción de San Ignacio para continuar erigiendo otros pueblos bajo un sistema socialista y humanista como no hubo otro en la historia de la humanidad.
Hoy, San Ignacio como ruina es admirado por los turistas que la visitan ignorando su gesta histórica, incluido misioneros.
Esta vez, el asedio bandeirante a la caza de humanos venía por el río Uruguay. El río de los pájaros se encontraba en creciente. Las lluvias caídas en la víspera acrecentaron el caudal y la rapidez de la corriente de agua se mostraba más rojizo que de costumbre debido al arrastre en pendiente de la tierra colorada. Innavegable para los barcos de gran porte, permitía la náutica de embarcaciones livianas. Nada más que la crecida y el fuerte oleaje lo volvió sumamente peligroso exigiendo potentes remeros para dominarlo. Estas fortuitas circunstancias favorecían a los defensores dado que aumentaría la dificultad de maniobra en el estrecho recodo elegido para el combate.
Aquel día del 11 de marzo de 1641, los vigías desde los atalayas divisaron las primeras embarcaciones bandeirantes y dieron la voz de alerta. La paz dominaba el ambiente no tan caluroso a esa hora. Las lluvias suavizaron la temperatura y los vientos del sur empujaron las nubes que se desplazaban lentamente. Bandadas de pájaros cruzaban de una a otra orilla en maratón de acrobacias, y uno que otro mbiguá se precipitaba al río en larga zambullida tratando de pescar alguna presa. Se destacaban en la calma mañana loros y cacatúas de coloridos plumajes, compitiendo quien emitía los chillidos y gorjeos más sonoros. Por lo demás, la quietud del paisaje se presentaba en la más equilibrada expresión y nada hacía presagiar el desenlace fatal en lugar tan bello, que aportaba el escenario indiferente a la actividad del hombre.
Pasado el mediodía las embarcaciones bandeirantes se deslizaba río abajo como lo había planificado el Estado Mayor. La flotilla de balsas y canoas atestadas de guerreros iniciaba el ataque con todo el vigor que podían exhibir. Nunca antes tan poderosa fuerza militar de 8 mil combatientes con jefes llenos de ira y rencor surcó el río Uruguay en busca de presas humanas, seguros del temor que la brutal presencia produciría amilanando al contrario.
En tanto, uno de los curas guerreros que enviara el rey de España lanzó exaltada arenga a los 4 mil hijos del guarán, poco antes del combate infundiendo coraje y valentía al ejército defensor:
“Hermanos, debemos tener bien en claro que en este momento aciago solamente debemos temer a Dios y a nadie más. El temor de Dios implica entender que tenemos la capacidad racional de diferenciar anticipadamente cuando una cosa está bien o mal; recuerden que es un don otorgado por el Espíritu Santo que nos dota de la sabiduría necesaria para obrar y actuar en la vida frente a los mandatos de Dios. Por ello, este temor es espiritual y moral, diferenciado del temor físico del hombre. Este último es el miedo que sentimos frente al peligro de ser agredidos. En tales circunstancias se huye o se pelea; se huye por cobardía o cuando se está en inferioridad, sabiendo que habrá otra oportunidad para reivindicarse. Pasó con nuestros hermanos hace diez años en el éxodo del Guairá: debieron huir por necesidad de salvar a la nación guaraní, conservando la intención de fortalecerse y después dar pelea. Ese es el combate que hoy estamos dispuestos a dar. Ya ven, teníamos la alternativa de fugarnos y sin embargo nos aprestamos a batallar porque ahora estamos fuertes sabiendo que aquí está el bien y allá el mal. Ellos pelean por esclavizar al hombre; nosotros lo hacemos para defender el terruño, la nación, la libertad y el futuro de nuestro pueblo”. ¡Hermanos, luchemos, que Dios está con nosotros y sólo a Él debemos temerle!
Pronto asomó el espectro atacante y el horizonte se cubrió de balsas y canoas que revestían la totalidad del ancho del cauce. Verdaderamente daba miedo la poderosa armada bandeirante que arrogante y segura de sí misma avanzaba confiada.
La defensa permanecía nerviosa cuando la primera balsa cruzó la línea de la desembocadura del arroyo Mbororé, y la bala de cañón disparada desde lo alto del cerro dio en el centro de la embarcación haciéndola añicos. Inmediatamente al estruendo, silbidos de miles de flechas surcaron el cielo desde ambas orillas, y los disparos de los arcabuces y mosquetes llenaron de ruido a pura espoleta. Mortíferas bolas de fuego escupían las catapultas reafirmando el poder de ataque.
Por fin, la cuadrilla emboscada en el arroyo salió de su encierro de días abriéndose en abanico y arremetiendo por el centro con inusual potencia a la desprevenida armada atacante, que encajonada y sin posibilidad de maniobra quedó rodeada con fatales consecuencias.
En menos tiempo de lo que se esperaba los bandeirantes quedaron destrozados debido al doble ataque fluvial y terrestre. Cientos de cadáveres flotando y solitarias embarcaciones vacías se deslizaban blandamente río abajo.
De pronto la gritería de los bravos defensores estalló ensordecedora al darse cuenta de que la batalla en el río estaba ganada, confirmando anticipadamente el triunfo total que se vendría. Ya la escena bélica que diera comienzo en el río a las dos de la tarde, finalizaba tres horas después con el desbande bandeirante y el forzado retroceso de las embarcaciones tratando de ganar la orilla. Los mamelucos y tupíes que huyeron selva adentro fueron perseguidos implacablemente, hallando horrible muerte a manos de los guaraníes o entre las garras de las fieras.
Después de la batalla ganada todo el pueblo misionero y el ejército vencedor concurrieron a la Santa Misa y escucharon la homilía del cura guerrero: —Hermanos de la Nación Misionera y Guaraní, eternamente los territorios de la Mesopotamia, de la Banda Oriental, del Paraguay y del Alto Perú le deberán agradecimiento por evitar que cayeran en manos del Imperio Lusitano. Ruego a Dios que los futuros habitantes de la raza blanca, o de la nueva raza morena, os protejan y os traten como a héroes.
El general San Martín nació en el pueblo misionero Yapeyú el 17 de febrero de 1778 como él afirmaba. Murió en Francia el 17 de agosto de 1850.