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La República Socialista de las Misiones Jesuitas

miércoles 20 de septiembre de 2023 | 6:00hs.

Conformaban 30 pueblos dispersos desde el este del río Paraná, al oeste del Río Uruguay. Y fue única. No hubo otra igual sobre la faz de la tierra. (Primera parte)

−Qué hermosa lluvia− dijo el Padre Juan frente a la ventana de su cuarto. El agua caía a baldazos inundando las partes ahuecadas de la plaza principal, velando con su densidad la forma de las casas del frente. El temporal arreciaba cada vez más fuerte lanzando rimbombantes descargas eléctricas que iluminaban de a momentos la madrugada, como si los elementos de la naturaleza se hubieran conjurado para ofrecer un espectáculo entremezclando el agua, la oscuridad, los rayos y las centellas.

−Esta tormenta no durará más de dos horas −pontificó el sacerdote tratando, con el ceño fruncido, de escudriñar más allá de la distancia que sus ojos podían observar. El joven indio sonrió sabiendo que el vaticinio se cumpliría como todos los augurios y presagios que el anciano anunciaba desde que sufriera el accidente.

−Usted, Padre es Marangatú −No digas tonterías. No hay santos caminantes. Sólo hay hombres de buena voluntad− contestó

El muchacho sin dejar de sonreír le acercó sus lentes quevedianas que se las colocó sobre la nariz con la mano izquierda, todavía con pulso firme. La otra mano reposaba inerte sobre la falda, mientras permanecía sentado en la silla de ruedas que le permitía ser conducido por un asistente a cualquier lugar de la misión. Había sido elaborada con especial esmero por los artesanos de la carpintería, puesto que la silla era el asiento obligado que el sacerdote utilizaba desde que se había recuperado de aquella rara enfermedad que lo tuvo sin conocimiento más de cinco meses.

El padre Juan, reconocido como santo caminante, se encontraba arrodillado desbrozando los almácigos de la huerta del abambaé, cuando de golpe se desvaneció y quedó tirado entre las verduras. Lo llevaron prestamente a la enfermería donde permaneció inconsciente y sin alimentase durante una semana. Al cabo abrió los ojos por unas horas sin reconocer a nadie y se volvió a dormir. Desde ese momento se despertaba dos o tres veces por día y las matronas aprovechaban para darle con suma paciencia alimentos en forma líquida que, el sacerdote, tragaba con cierta dificultad. −No dejen de alimentarlo y asearlo −decía la más vieja a las más jóvenes. Afuera, la romería de gente se hacía incesante en forma continua. Largas colas de hermanos desfilaban por la ancha galería deteniéndose brevemente a observar a través de la ventana al sacerdote en reposo y, después de persignarse con expresión lastimera, reiniciaban la marcha. Peregrinos de los treinta pueblos de la gran nación venían con sus hijos a cuestas a rendir homenaje al santo varón que yacía inerme en la cama. El buen sanador de cuerpos y almas.

La marcha, tanto de ida como de vuelta se hacía lenta, pues nadie osaba pasar sin rezar en las capillas y ermitas erguidas a la vera de los caminos que unían los pueblos, construidas para pedir protección en la partida o dando las gracias a Dios por permitir el regreso a salvo. También había que alimentar a la muchedumbre y tal propósito se desvanecía porque las reservas de la producción local no alcanzaban para nutrirlos a todos. Inmediatamente se dispuso el envío de carretas a la gran reducción de Nuestra Señora de la Candelaria, la Capital de las Misiones, erigida en gran economato por tener el puerto comercial más importante sobre el Paraná. Allí, en enormes depósitos se almacenaban los alimentos de la nación guaraní: granos, tasajos y yerba que, según las necesidades, se distribuían a cada reducción cuando las bonanzas alimenticias no eran propicias. Por otra parte, la yerba, el tabaco, la madera y los cueros apilados en las barracas constituían los productos para ventas al exterior, cuyas divisas eran necesarias para adquirir artículos sustanciales: papel, útiles de labranza y metales. Por lo demás, la nación se autoabastecía y las divisas se acumulaban merced al favorable intercambio comercial, de manera que los pueblos guaraníes eran ricos sin alardear riquezas ni ostentarlas, dada la ancestral costumbre de vida sencilla y austera de los indios; como supo decirles el Gran Mburuvichá a los supervisores de la Corona cuando arribaron décadas atrás: −Tenemos techo, pan, trabajo, paz y alegría, ¿qué más podemos pedir al buen Dios? Los visitantes reales que vinieron de inspección quedaron desconcertados ante la confesión del indio. Llegaron a la nación guaraní mal predispuestos y convencidos de que encontrarían un panorama distinto al razonamiento reflexivo de Mburuvichá, debido a las denuncias presentadas al Rey por funcionarios corruptos y encomenderos envilecidos, cuyas maledicencias hablaban de malos tratos y explotación por parte de los jesuitas a los aborígenes. Envidiaban la prosperidad y las excepciones impositivas dadas por el Rey en reconocimiento a la defensa de las fronteras, cuya consecuencia derivaba en que los productos autóctonos tuvieran precios ventajosos en los puertos de Santa Fe y Buenos Aires. El odio y la envidia por la prosperidad creciente en las reducciones aumentaban sin disimulo en los comerciantes, y entre los encomenderos con mayor acritud porque la práctica proteccionista restaba indios a las encomiendas. Ese fue el mensaje sin tapujos que los inspectores le transmitieron al Padre Juan apenas llegaron a la misión, quien, asimismo, sin abandonar su particular buen humor, les contestó irónico: −¿Podéis creer por ventura que cien sacerdotes sin armas ni soldadesca pretoriana puedan dominar a una nación de doscientas mil almas? En ésta reducción −aclaró− hay diez mil habitantes originarios y tres curas conviviendo en paz, libertad y sin rencillas. ¿El secreto? Saber vivir en armonía sin pretender los bienes de los demás. Y si preguntáis el por qué, es sencillo de contestar: ancestralmente el guaraní entiende que nada que haya sobre la tierra le pertenece a él directamente; todo es de Dios y el hombre solamente usufructúa los bienes que le ofrece la naturaleza sin tomar posesión del suelo. Han formado una sociedad de bien común donde nadie es propietario de una sola parcela de tierra. Sobre esa concepción, los sacerdotes organizamos un modelo según el cual cada familia posee una pequeña huerta proveedora del sustento diario, el abambaé, la quinta de los naturales, distinto a la forma de mayor producción colectiva que los nativos denominan tupambaé, el huerto de Tupá, que comprende a la ganadería extensiva, a los grandes plantíos de cereales y a la yerba mate. Una vez hecha la zafra −prosiguió la explicación−, se deja una parte en los depósitos y el excedente se envía a Candelaria, el gran almacén y puerto comercial de la nación. Podéis evaluar que todo esto que os digo es el resultado del duro trabajo diario emprendido por los hermanos en las distintas áreas; pero también podrán apreciar jornadas de descanso en domingos y fechas festivas, celebradas con música, cantos, danzas, torneos deportivos y banquetes.

¿Habéis escuchado la banda de música y los coros? Este fin de semana lo disfrutaréis.

Año 1989 se derrumba la URSS, el sumun del socialismo en la tierra practicados por hombres enquistados en el poder, dominante de una clase obrera sin derechos ni garantías. Sistema que subsiste en gobiernos de países menores, sostenidos por fuerzas armadas adictas.

¿China? Ostenta un sistema híbrido. Capitalismo como en los Estados Unidos para unos pocos, y socialismo como en la desaparecida URSS para la mayoría.

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