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Tres hombres de nuestra patria

miércoles 21 de junio de 2023 | 6:00hs.

BELGRANO: Al vocal de la Primera Junta, nombrado General, lo pusieron al mando del ejército libertador del Paraguay, gobernación que rechazara la proclama de la Junta porteña siguiendo fiel al Rey de España. Si bien no logró su objetivo, llevó los sones de la revolución a la región guaraní, territorio que daría su grito de rebelión al año siguiente.

Formaba con su primo Juan José Castelli, brillante orador, y Mariano Moreno, el trío más formidable de los intelectuales de la ilustración liberal de la revolución de mayo. Estos últimos, Mariano y Juan José, deístas por convicción, aspiraban a la independencia inmediata del ex virreinato y organizar una república basada en leyes constitucionales que sostuvieran los principios de la Revolución Francesa en cuanto a los derechos del hombre y en la conformación de la división de los tres poderes del Estado. Belgrano, católico practicante, fue más contemporizador, se inclinaba por una monarquía constitucional y sugirió, incluso, el nombre de Carlota de Borbón esposa de Juan VI de Portugal, proposición que al poco tiempo se diluyó. Los tres fueron los mayores activistas de la Primera Junta. Hombres de leyes brillantes y de trato ameno, se mostraron enérgicos cuando en circunstancias decisivas no titubearon en mandar a fusilar a los traidores, a los desertores, o contra aquellos que se oponían obstinadamente con las armas a los cambios revolucionarios. Definían que el poder con eficacia significa encaminar las cosas del Estado hacia el bien común. Y en ucronía pura, ¿qué hubiera pasado en el devenir revolucionario si Mariano y Juan José no se hubieran ido de esta vida en forma tan prematura? ¿Qué camino habría tomado la vida institucional de la nueva patria que se formaba? Sintió en el alma, Manuel, la pérdida de sus queridos amigos de la vida, compañeros en las lides políticas y camaradas en la Logia. Sin ellos, perdió el apoyo que necesitaba para concretar sus ideales.

ANDRÉS GUACURARÍ: Era una siesta de mucho calor en el destacamento militar de Candelaria y el general Belgrano pasaba revista al grupo de nativos que por propia voluntad se acoplaría al Ejército que rumbeaba hacia la Banda Oriental. El general ya había recibido la orden de que se volviera de la fracasada expedición al Paraguay y asumiera la comandancia para sitiar a Montevideo. La armada realista dominaba los ríos y sus barcos bloqueaban el puerto de Buenos Aires, pero su ejército en tierra firme se mostraba débil y por allí había que atacarlo, de ahí la orden que recibiera.

El general, parado bajo la sombra de un sarandí, dio la orden de formar la tropa de reclutas a pocos metros del noble árbol. A cada uno de los aspirantes en posición de firme le preguntaba su nombre y de qué pago provenía, con la sana intención de conocerlos y entablar un trato amistoso.

Tal vez por ser católico practicante, de entre todos ellos le llamó la atención un mestizo “medio petisón”, por tener colgado del cuello el Santo Rosario como si fuera un amuleto. Era el único, y se trataba de un joven con el rostro picado de viruela, pero exhibía contundente aspecto físico y exuberante musculatura que al momento de responder la pregunta contestó:

-“Me llamo Andrés Guacurarí, mi general, provengo de Santo Tomé de las Misiones y soy de la aguerrida estirpe de los Ñaró”.

La fluidez de sus palabras y la buena pronunciación del castellano, dicción de la que carecían los otros, fue lo que sorprendió al general, y con la finalidad de alargar la conversación, le preguntó:

-¿Sabes leer y escribir?

-¡Sí, señor! -fue la contestación- y además hablo muy bien el portugués y sé algo de latín. Fui educado por los franciscanos, que sustituyeron a los jesuitas después de la expulsión.

-Me parece perfecto -dijo el general, y agregó: -Has dicho con orgullo que desciendes de la estirpe de los Ñaró, supongo que ha de ser una línea de hombres valerosos.

-Así es, mi general. Precisamente, ñaró en avañe-é quiere decir bravo, pues nuestra raza no recula ante ningún peligro jamás de los jamases.

Belgrano lo miró por un instante sopesando la bravura e inteligencia de su interlocutor, y dio por terminado el diálogo con el escueto:

-Subordinación y valor, soldado. Puede retirarse.

-Como usted ordene, mi general-, dando la media vuelta para perderse entre los demás reclutas que ya rompían fila, se retiró Andrés, exponente altivo de la nueva raza americana, con la cabeza bien erguida.

Tiempo después, la tragedia de la historia dará cuenta que solamente pasaron diez años y el sino de estos dos hombres, que lucharon por la libertad e independencia de su patria, concluiría en el mismo año de 1820. Fue cuando Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, muy enfermo a causa del tifus y malaria contraídas en el campo de batalla y sufriendo de una hidropesía que lo tenía a mal traer, moriría en la más absoluta pobreza el 20 de junio a los 50 años de edad. El mismo día que en Buenos Aires, en el más desquiciado desorden, se autoproclamaban tres gobernadores producto de la anarquía tan temida.

En tanto, Andrés Guacurarí, tras su derrota en 1819 a orillas del río Camacuá al norte de Bagé, fue hecho prisionero y lo llevaron de a pie hasta Porto Alegre envuelto en un pellejo de cuero crudo que al secarse le dificultaba la respiración. Luego lo trasladaron a las terroríficas mazmorras de la Ilha das Cobras, en Río de Janeiro, donde su alma se perdería para siempre.

ARTIGAS: Por ese entonces del año de 1820, a orillas del viejo río Paraná hacía un calor de mil demonios pese a que faltaban unas semanas para entrar al día de la primavera. El Protector de los Pueblos Libres se volvió a acomodar bajo el viejo Sarandí que le cubría del sol ardiente en esa siesta de septiembre. El viejo Ansina, el esclavo negro liberado que oficiaba de asistente, le había dicho que los moradores le pasaron el santo que se trataba del mismo árbol que había protegido en diciembre de 1810 al General Belgrano, cuando se aprestaba a cruzar el río para llevar el aura de libertad al Paraguay. Parecía que había pasado una eternidad de aquella jornada libertaria y apenas habían transcurrido diez años. Es que los enfrentamientos internos de la novel nación, que pretendía ser independiente, se multiplicaban como hongos feroces que destruían el terruño donde brotaban.

−Ansina, ya están todos? −preguntó el Protector. −Sí, mi Señor −contestó el negro−; del sur vinieron Estanislao López y Don Pancho Ramírez; de la Banda Oriental, Fructuoso Rivera y Manuel Oribe; Andresito llegó con Javier Sití y Domingo Manduré; y, de Corrientes, Genaro Perugorría.

–Pero ¿cómo? −fue la pregunta de Don Gervasio− ¿acaso no mandé a fusilarlo? ¿Y Andresito no había caído prisionero? Ante la imagen desdibujada de su ahijado pegó un respingo y se despertó medio obnubilado. Miró a su derredor y lo primero que observó fue a su asistente arrumbado bajo unos árboles usando de almohada su vieja guitarra, junto a otros dos soldados arropados con uniformes de línea extremadamente rotosos. El silencio de la siesta subtropical magnificaba el escenario como si fuera una serena y plácida postal, encuadrando a los cuatro hombres indefensos que expectantes esperaban la canoa que les hiciera cruzar el río del exilio.

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