El cobarde (el payé San Son)

domingo 20 de noviembre de 2022 | 6:00hs.
El cobarde (el payé San Son)
El cobarde (el payé San Son)

En este capítulo aparece un payé de gran predicamento entre la gente correntina y misionera. San Son, a quien la superstición ha santificado, dividiendo la palabra en dos partículas.

Proviene del personaje bíblico Sansón, de extraordinaria fuerza. Tal es la propiedad de este amuleto, dar fuerza y coraje al que lo posee. Las condiciones de su construcción las conocí por derivaciones de un hecho verídico y en la voz de la curandera Doña Clemencia.

Baile de la campaña correntina o misionera, pintoresco y alegre, donde las mujeres se sientan en una larga fila a lo ancho del salón en el que se realiza y en frente, los hombres, por lo general de pie, los que desde la distancia eligen a su compañera cuando no han traído la propia y que a los primeros acordes de la orquesta Ocara, compuesta de arpa y dos guitarras, completadas a veces con un acordeón, salen de escape en dirección a la elegida a quien, con el brazo estirado y la palma de la mano hacia arriba, “marcan” sin una palabra, volviéndose al medio de la pista, seguro que la dama elegida lo seguirá, pues la negativa es insulto que se paga aun con la vida.

Baile de polcas, chamamés y valseados, donde los hombres se prenden como garrapatas de sus compañeras y en un revoleo de polleras y del compadre poncho colgado del hombro, recorren la pista entre el sonar de las espuelas y el balanceo de los cuerpos espigados de las moras.

Baile de jóvenes y viejos, que se espera con ansias durante meses y donde hombres y mujeres exhiben las mejores pilchas y en el que el perfume barato y el del jabón de olor penetrante, se hacen aire espeso con el correr de las horas al mezclarse al sudor del ajetreo y al humear de cigarros y cigarrillos negros.

Baile en donde la pelea se incuba en el correr de copas rebosantes de caña, cachaza o vino barato; en el tropezón intencionado del hombre que disputa una moza o en la insolencia de un zapateo o sapucai de desafío que violenta al dueño de casa o a sus familiares.

Baile de parejas escapadas al monte, donde el idilio se inicia con el sexo, cuando los vapores del alcohol nublan la vista de los padres y las mozas olvidan las recomendaciones de las madres, cuyos antecedentes maritales se enredan en otro baile campesino.

Bailes de hermoso comienzo y de terminar incierto, donde a veces la muerte acecha enredada en la sonrisa de una mujer que pertenece a otro hombre y que en audaz coquetería enfrenta a un nuevo pretendiente para saber hasta dónde llegan las agallas del mozo que ha escogido para compañero.

A uno de estos bailes llegué invitado por los dueños de casa, acompañado de varios amigos.

Ésta estaba llena de vecinos y la pista se hacía en un amplio patio alumbrado por soles de noche y de una enorme luna colgada de un cielo cuajado de estrellas. En una de las esquinas del patio, sentada frente a una mesa y a un vaso que adiviné era de cachaza, estaba Doña Clemencia, con otras vecinas, conversando animadamente.

Creo que el único que no hablaba el brasileño era yo.

Todos lo hacían, aun los muchachos argentinos, por costumbre.

Lo extraordinario es que en el Brasil no se hable castellano. En cambio, en Misiones, en la frontera con esta república hermana, todo el mundo conversa y habla en brasileño.

Me senté con mis compañeros junto a una mesa que solícito desocupó el dueño de casa como una atención hacia mí, el director del “colegio”, como decían.

Bien servido y atendido por éste, a poco hincábamos los dientes a un pollo y trozos de lechón que nos trajeron en una fuente, regándolo con el vino de varias botellas, que a medida que se vaciaban iban siendo sustituidas por otras por nuestro anfitrión.

Ya satisfechos, mis amigos salieron a bailar, mientras yo me entretenía con el zarandear de las parejas, que contemplaba desde mi cómoda ubicación.

Me llamó la atención un grupo de jóvenes no mayores de veinte años que, en un extremo de la pista, conversaban y de vez en cuando dirigían pullas a un rubio grandote como una torre que bailaba, mal por cierto, con una morocha espigada y donosa, con unos ojos como soles, y una nariz respingada y con sonrisa endiablada que escapaba de su boca deliciosa, roja como una herida.

El grandote, que después supe que se llamaba Pablo, no contestaba y seguía, al parecer, ignorando a los que le martirizaban con sus dichos, principalmente un moreno “subido”, más bien bajo, que era el más empeñado en molestarlo.

“Aquí se va a armar pelea”, pensé, y seguí observando atentamente, pero la pieza terminó sin consecuencias.

Cuando se inició nuevamente el baile, vi al morocho que se dirigió como una bala en dirección a la muchacha que describiera y “marcándola” como describo al principio de esta narración, se volvió al medio de la pista en la seguridad que ésta lo seguiría. No ocurrió así, sin embargo: se prendió nuevamente del rubio saliendo a bailar con este. El morocho se acercó a la pareja y separando de un tirón a la muchacha se enfrentó con Pablo, el que quedo sin saber qué hacer. Hubo un remolino de gente y un disparar de mujeres, el morocho atacó al rubio y con él toda la barra de sus compañeros. El pobre Pablo acorralado no atinó a defenderse o no sabía hacerlo, cubriéndose la cara con los dos brazos que de poco le sirvieron pues le pegaban de todos lados.

Varios corrimos a separarlo de aquellos energúmenos y entre todos, Doña Clemencia a gritos comenzó a repartir cachetazos, siendo el primero en recibirlos el morocho; y en pocos momentos hubo un desbande de muchachones corridos por la curandera. Fue tal mi sorpresa y la de muchos, que no atiné a nada. La curandera había vencido en toda la línea.

El pobre Pablo, con el rostro tumefacto de los golpes recibidos, se aproximó a su dama. Esta lo miró con rabia y su mano derecha se elevó como una flecha sonando la cachetada como un estampido.

-¡Cobarde! -gritó con desprecio y salió corriendo, llorando, rumbo a una de las habitaciones de la casa.

Doña Clemencia se aproximó al apesadumbrado y avergonzado Pablo. Algo le dijo, al parecer afectuosamente. El respondió afirmativamente con la cabeza. Miró a su alrededor y sólo vio caras de lástima o de burla. Unos lagrimones se hicieron surco en su cara y con la cabeza gacha, abandonó la fiesta.

El galope de un caballo señaló el alejamiento del que fuera marcado como con letras de fuego con el terrible estigma de cobarde, el peor insulto que se puede inferir a un hombre en la frontera.

Cinco meses después fui invitado a otra fiesta en casa de otro vecino.

Salvo el lugar donde se desarrollaba el baile, éste era un galpón destinado al tabaco, el que habían adornado con guirnaldas de papel con profusión de colores, estaban presentes todo el vecindario que había asistido al anterior. En un rincón, como siempre, Doña Clemencia, presente en bailes, fiestas, defunciones, misas y velorios. A unos pocos pasos, Pablo. Un Pablo distinto. Ya no tenía la cara de muchacho bueno que había observado la primera vez que lo conocí; una mirada fiera, aguda, punzante, no sé cómo definirla, brillaba en sus ojos verdosos como los del tigre. Alto su pecho amplio, daba una sensación de fuerza y pujanza.

Apretados los dientes que hacían más prominente su firme barbilla, con sus manos en jarras en la cintura, todo él era una figura desafiante.

En una esquina del galpón y próxima a mi mesa, el morocho y su camarilla reían y el término “cobarde” aparecía y se escuchaba claramente desde donde me encontraba.

La bella morocha, motivo de la anterior pelea, bailaba con uno y otro coqueteando con todos.

De vez en cuando la veía mirar al rubio Pablo que permanecía impasible en el lugar donde se encontraba sin bailar, y al parecer, sin interesarle el baile. Algo esperaba, yo lo sabía y por ello no perdía detalle de lo que acontecía dentro del galpón.

El morocho y su pandilla reían y tomaban vino en abundancia, tanto que en un momento dado el dueño de casa se aproximó llamándoles la atención sobre el particular.

Eran casi las tres de la mañana cuando vi que el morocho se dirigió a sacar a la muchacha de nuestra narración. Casi simultáneamente, Pablo pareció despertar e hizo lo propio. Ambos se encontraron enfrente de la dama.

Todos los presentes se dieron cuenta de que la pelea era inevitable. Hasta la orquesta paró.

La morocha miró a ambos hombres, hizo un gesto de desprecio al mirar a Pablo y aceptó la invitación del morocho. Sonrió éste y entonces sucedió lo que todo el mundo esperaba. El puño de Pablo salió como una catapulta, hacia el rostro del morocho que prácticamente voló por el aire para ir a estrellarse desmayado contra la pared del galpón. El grupo de pandilleros se arrojó sobre Pablo, pero éste los recibió a pie firme pegando con sus enormes puños a diestra y siniestra. Esta vez nadie intervino.

No era necesario, por lo menos para ayudar a Pablo. En menos que se tarda en decirlo, cuatro muchachones se encontraban tendidos, desmayados en el suelo.

De los otros cuatro, tres optaron por poner los pies en polvorosa y el último sacó un cuchillo y se abalanzó sobre Pablo. Se hizo éste rápidamente a un lado logrando apresar con sus manos el brazo. Se oyó un crujido y el cuchillo cayó, junto con el brazo fracturado del atacante. Una tremenda trompada en la mandíbula y fue a dormir con los otros en un rincón de la pista.

Después se irguió, desafiante, mirando la concurrencia.

-¿Hay alguien más? —preguntó. El silencio le respondió—. Ayúdenme a sacar esta basura del baile —y así diciendo tomó dos de sus desmayados rivales y llevándolos bajo sus brazos como muñecos, se aproximó a la puerta del galpón y los arrojó afuera sin lástima. El mismo dueño de casa con otros vecinos sacaron a los otros tres e hicieron lo mismo. Unos baldes de agua que les arrojaron terminó con sus desmayos y el galope de sus caballos señaló su triste huida, salvo el del brazo fracturado, a quien atendí posteriormente, entablillándolo.

-Era hora de que a esos compadritos se les diera una lección. ¡Muy bien, Pablo, y muchas gracias! -gritó el dueño de casa-. Estos camorreros siempre terminaban con el baile. ¡Un aplauso para Pablo!

El galpón se llenó con el estruendo de los aplausos bravos que le tributaron al héroe de la jornada, a quien todo el mundo palmeaba.

Pablo se dirigió al fondo del galpón. Desde la distancia le vi extraer algo del bolsillo, que beso y guardó nuevamente. Observé cuando la morocha se acercaba a él humildemente y le hablaba. No sé lo que le decía, pero a poco les vi apretaditos bailando un valseado.

Miré hacia donde estaba Doña Clemencia. Ella parecía que había estado esperando esa mirada pues desde la distancia me hizo seña que me acercara mostrándome una silla vacía. Algo me quiere decir “la comadre”, pensé y respondiendo al llamado acudí a su mesa sentándome a su lado.

-¿Qué le pareció “el cobarde”, compadre? –me dijo sonriente.

-Extraordinario. Nunca vi pegar trompadas tan formidables como ese muchacho. Podría llegar a ser un buen boxeador, si se lo preparara. Estoy seguro que usted tiene algo que ver en este asunto. A que es otro de sus “milagritos” -le dije.

-¡Después le voy a contar, compadre!

—¡Cómo después! ¿Para eso me hizo venir a sentar me con usted? ¿O me invitó para bailar conmigo? –le dije en broma.

- ¡Graciosa quedaría yo bailando a mi edad! –me contestó sonriendo.

-Bueno, comadre. Entonces largue el rollo, que la escucho.

- ¡Está bien! ¡Está bien! -me contestó y después de toser para aclararse la voz, así comenzó a hablar.

¿Recuerda la otra fiesta, compadre, cuando a Pablo le dieron una paliza?

-¡Vaya si la recuerdo! Fue cuando usted los corrió a todos a cachetazos y les dijo tantas palabritas lindas.....

-Es que me indigné y perdí los estribos. Pablo es mi ahijado y me dio rabia que lo castigaran y que esa mocosa de la cual está enamorado, le dijera cobarde. Esa noche lo invité a que fuese a casa, que yo le daría un payé poderoso para que jamás lo pudieran castigar.

—¿No me diga que eso que besó Pablo cuando terminó el lío, es un payé?

-Sí, compadre. Usted lo vio. ¡Es un San Son! Es un payé.

-¿Y qué diablos es un San Son?

-Escuche y lo va a saber. Como le dije, hice que Pablito fuera a mi casa y le pregunté si se animaba a conseguir un payé que él mismo tenía que construir y dar poder. Me dijo que sí, por lo que lo invité a quedarse un par de meses en casa, si quería conseguirlo.

Lo primero que tuvo que hacer era traer la punta de un cuerno de un toro joven y bravo, el que debía enlazar de noche un día viernes. No sé de dónde lo sacó, pero un día viernes a la noche lo sentí salir de casa y volver a la madrugada.

El sábado a la mañana me entregó la punta todavía con sangre de lo que él me dijo era de un toro bravo. Estaba medio lastimado, pero contento. La gendarmería anduvo después averiguando quién había degollado un toro a un vecino y le había cortado un cuerno. Parece que nadie supo- me dijo riéndose como era su costumbre.

-Después, compadre, durante siete viernes seguidos, lo mandé al cementerio a las doce de la noche llevando la punta del cuerno. Allí tenía que rezar un rosario y por supuesto, aguantarse el miedo.

La primera noche, volvió del cementerio, asustado y me contó que le costó rezar el rosario, porque le parecía que de todos lados le hablaban y veía sombras blancas que se deslizaban entre tumba y tumba.

-Si querés tener el San Son, vas a tener que guapear, Pablo. Debés dejar el miedo a un lado y cumplir con el San Son, que no es difícil que veas cosas peores en el cementerio. Recuerda a Jacinta cuando te dijo cobarde y te cachetió. Debes probar que no lo eres y vengarte de esos malditos que te castigaron. Piénsalo bien, antes de declararte vencido -le dije-. Tienes toda la semana para pensarlo, pero al mismo tiempo que piensas vas a trabajar en mi chacra por lo menos doce horas por día. Hoy vas a comenzar talando todo el bosque que rodea mi casa hasta abrir un espacio de veinte metros alrededor. Aquí tenés el hacha y a trabajar como nunca, si querés tener el San Son, que te dará fuerza y coraje para vencer siempre a tus enemigos.

-¡Para qué le voy a contar, compadre! La cuestión es que el muchacho me ha dejado la chacra que es una hermosura. Taló monte, aró la tierra, la rastrilló y la plantó. Cortó la leña y la apiló. Tengo leña como para dos años -me dijo riendo.

Desde las cinco de la mañana hasta las doce y desde las dos de la tarde, hasta las siete, no paró durante estos meses, ¡Nunca he tenido la chacra más linda!

-Los viernes a la noche lo mandaba al cementerio a rezar el rosario, llevando siempre la punta del cuerno del toro, hasta que perdió el miedo. La séptima noche, me contó, que encontró víboras, sapos y culebras que se le venían encima y los mató a todos con su machete. También dice que vio sombras blancas que parecían que querían agarrarlo y que como él les desafiaba cuando llegaban donde se encontraba se transformaban en neblina. Por último, cuando terminó el rosario, sintió que el cuerno se le calentaba como fuego en la mano, cosa que yo había advertido.

Ese día le dije que tenía que seguir trabajando dos meses más hasta que yo le diera la orden, de ir a la Iglesia a hacer la promesa de respeto a San Son y de no pelear sino cuando fuera provocado.

Así lo hizo en todas las tareas más pesadas que le pude conseguir y le obligué a colgar una bolsa de esas de azúcar llena de arena y ordenándole que todos los días durante media hora, antes de almorzar, le diera una buena paliza a trompadas, teniendo en el bolsillo su San Son. Por gusto le hice levantar troncos enteros y apilarlos en el patio.

A los cuatro meses, mi casa y mi chacra brillaban por los cuatro costados y él estaba hecho el toro que hoy usted vio.

-Lo mandé entonces a la Iglesia de Concepción de la Sierra a pie y al trote a hacer su promesa diciendo la oración que corresponde al San Son.

—¿Y cuál es esa oración, comadre?

 -Es ésta: Santo Dios, Santa Virgen, Santo Pedro, Santo Juan. San Son juro a ustedes no pelear, sino por necesidad. Santo Dios, Santa Virgen, Santo Pedro, Santo Juan, San Son.

-Debe decirla tres veces y rezar tres padrenuestros, tres avemarías y tres credos, cada vez que diga su promesa.

-Volvió cansado y con los ojos relucientes, contento de tener su San Son.

-Digame, comadre. ¿Cuánto le pagó al muchacho por el trabajo que le hizo en su chacra?

-Pero, compadre. ¡Si todavía mi ahijado me debe dos vacas que me pagará cuando pueda! ¿Usted cree que un payé tan poderoso como el que tiene, no vale todo el trabajo que hizo?

-¿Sabe, comadre, lo que creo? Que no conozco ni conoceré seguramente mujer más viva e inteligente que usted. ¡Qué hermosa forma de hacer trabajar gratis!...

El payé de ese muchacho lo tiene en los puños y en esos brazos como aspas de molinos.

-¡Qué compadre! ¡Usted siempre incrédulo y desconfiado! Es cierto que el muchacho trabajó para mí, pero eso es parte del conjuro para tener un San Son poderoso y lo tiene. Usted ha visto que lo tiene -terminó riéndose con esa risa tan suya que contagiaba al que la escuchaba, a la que uní la mía.

Desde las mesas vecinas, coreaban con las suyas, al escuchar nuestras carcajadas.

—¡Qué grandes amigos son el director y Doña Clemencia! —le escuché decir a alguien. ¡Y en realidad lo éramos!

El relato es parte del libro La curandera y el maestro. Ramallo era oriundo de Buenos Aires y trabajó como docente en la zona sur de Misiones

José Antonio Ramallo

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