Asiento de fogones

domingo 20 de noviembre de 2022 | 6:00hs.
Asiento de fogones
Asiento de fogones

H
ace frío. El fuego que ardiera toda la noche se ha diluido en la luz del día, y las llamas, que se vieran juguetear en la oscuridad, apenas se vislumbran ahora debajo de los leños consumidos.

El paí Benito, sentado entre el humo, estira sus viejísimas manos para que el calor se las reanime luego de haberlas sentido adormecidas por la helada nocturna.

Hasta que el sol se levante por sobre el monte y caliente un poco, todo lo que hará será pegarse más y más a ese fuego junto al que ha dormido, si es que lo suyo puede llamarse sueño.

Tiene demasiado que recordar como para andar ahora perdiendo el tiempo entre descansos y vigilias. Él es ya un solo pensamiento, una idea filtradiza como el humo que se eleva en la mañana límpida de invierno mezclándose con las hojas, y hace mucho que no sabe dónde termina el sueño y comienza el estar despierto. A veces lo está y habla, pero como nadie le responde, cree que sueña, y cuando sueña se queja dormido de que no lo escuchan.

Un indiecito desnudo, tal vez su nieto, se acerca tiritando al fuego. Benito no lo reconoce, entre tantos como pueblan la aldea, pero se mueve un poco para darle lugar y acerca al resplandor sus manos junto con las del niño, para calentarse.

El frío es tan intenso, sin embargo, que pese a rozar las llamas su piel encallecida no las siente. Considera en consecuencia que hace falta atizar los leños para avivar ese fuego mustio y ordena a su nieto que lo haga. Pero el indiecito no le obedece, ni tampoco ninguno de los otros que se han acercado, demasiado atentos a su propio temblor.

Benito les recrimina duramente la desobediencia y al exaltarse tose, porque su tos de tuberculosis es ya un aparte inseparable de su ser, y encuentra la oportunidad de monologar, quejoso, acerca de los nuevos tiempos, tan distintos, en que los jóvenes no respetan a los viejos inválidos.

Discurre largamente y saca en conclusión que son épocas en extremo malas, en las que todo parece haberse vuelto en contra. Musita reproches y detalla faltas de comportamiento. Después, con maña de viejo, se queda largo tiempo callado para recoger, pese a que todos creen que él no oye, los comentarios que puedan hacerse sobre lo que dijo.

Sabe que es un estorbo, pero también está seguro de que en sus tiempos se tenía con los viejos más consideración. Ahora, en cambio -y el hecho no termina de sorprenderlo- todos se refieren a él como si fuera algo inexistente.

Aguza el oído y a su propio hijo, el mayor, le oye decir que él es ya un pájaro que no puede volar, y que está más cerca, a cada momento, del Padre Verdadero, el Primero.

Y dice también su hijo, mientras el tuerce la cabeza para que el viento le traiga las palabras, que sus viejos huesos habrán de convertirse poco a poco en tierra.

Todo eso es cierto, asiente el paí Benito. Ni siquiera son cosas que a su edad puedan sorprenderlo. Es cierto que siente su espíritu más cerca del Paraíso del Verdadero Padre, de su Palabra Alma. Esto es tan real como que yace ahora con sus huesos apolillados sobre la ceniza tibia del fogón.

Nada puede sorprenderlo ya, porque así fue siempre en este mundo verde donde todo crece y se extingue para permanecer igual. Nunca fue de otro modo desde que alguna vez se encadenaran las lluvias con el brotar del árbol. Sólo que el blanco transformó las cosas que y no volvieron a ser como eran.

A él no le molesta ahora su cuerpo envejecido, porque siempre supo que iba a envejecer. En su desgaste tiene menos reclamos, y le basta mirar en derredor para ver cuántas cosas ya no necesita. Sólo precisa estar junto a la hoguera en compañía de estos niños de su sangre que se disputan, en la miseria extrema, hasta el poco calor que irradia la leña encendida.

Él se ha reducido hasta ser solamente un poco de humo, un poco de tos. Una ramita quebradiza.

Siente en cambio congoja por los jóvenes, por los que deben todavía padecer todos los males de esta tierra. Le dan pena sus estómagos hambrientos, sus cuerpos que necesitan ropas, y le aflige que necesiten, como él precisó, más alcohol y tabaco. Que tengan que parecerse al blanco para sobrevivir.

Ahora siente el alivio de no estar urgido por esos reclamos. Le basta el fuego y la cercanía de estos niños calentando su carne que precisa vivir.

El sol entibia un poco la mañana. El paí se arrima al fogón todo lo que puede, pero, por más que protesta, nadie viene a arrimar nuevos leños.

El fuego se apaga tapado por el frío, y sin embargo su hijo sigue allí, mascullando extrañas palabras en vez de procurar por ellos. Sigue y sigue arrimando a sus orejas esa letanía que lo vuelve distante, como un recuerdo de la infancia.

Más le valdría a ese mal enseñado, murmura el paí Benito, traer leña del monte y hacer un fuego grande, que caliente a todos estos pobrecitos desnudos y hambrientos que se apiñan sobre el braserío moribundo.

Benito no entiende por qué su hijo se empecina en nombrarlo en vez de preocuparse por estas criaturas que esperan que vuelvan, si es posible con algo para comer, los adultos que han ido al entierro del abuelo. El que se pega al fuego sin sentirlo, el que está junto a ellos sin que lo puedan ver.

El relato es parte del libro “Pobres, ausentes y recienvenidos” Editorial Universitaria/ 1995. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam.

Rodolfo Nicolás Capaccio

 

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