Los pecados del Monaguillo

domingo 02 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Los pecados del Monaguillo
Los pecados del Monaguillo

Ese 21 de septiembre la primavera vestía atuendos florecidos. Desperezando sueños, tomaba con sopor el timón de la estación. Golondrinas a raudales maniobraban sus giros en el alba. Con chirridos elegantes, desplegaban su arte milenaria de anunciación. El astro rey, con un despertar cada vez más tempranero, iluminaba paulatinamente cada recodo de la creación, descubriendo a su paso, una majestuosa acuarela de vida.

Por las calles empedradas, Juancito caminaba presuroso hacia la parroquia Cristo Rey. Pasando la plaza husmeó la hora. Su función de monaguillo requería virtudes asociadas a la responsabilidad. Era su cumpleaños, un día muy especial. Pensaba animoso en el festejo que sus padres le habían organizado para la tarde-noche en el salón de eventos “La Parranda”. Por ser un niño introvertido, la ansiedad y los nervios lo abrazaban con más fuerza. Sería una fiesta maravillosa junto a sus amigos.

Haciendo la señal de la cruz, ingresó a iglesia. La misa matutina la celebraría en esta oportunidad el padre Jorge en ausencia del padre Francisco quien, la noche anterior, había partido rumbo a las serranías con la misión de bautizar a los hijos de los agricultores en una capilla emplazada en la cumbre del Cerro Cascabel.

El niño tenía la costumbre de llegar media hora entes a la Sacristía para preparar los diversos elementos del culto que servirían en la ceremonia: la campanilla, el cáliz, el purificador, la palia, las hostias a consagrar, el incensario y el incienso. Procuró la damajuana de vino mistela para cargarlo en la alcuza, pero no lo halló en la alacena. Preocupado, removió cada centímetro del lugar sin éxito.

Minutos antes de las 8 horas, el padre Jorge ingresó a la Sacristía para vestir la casulla y la estola. Ya transitaba los 45 años al servicio de Dios. Su descendencia italiana le imprimía un carácter adusto y sus 72 años un sesgo huraño. Lo conocía poco a Juancito y el vínculo todavía carecía de confianza. El monaguillo saludó nervioso al sacerdote informándole raudamente las novedades:

—¡Buen día padre Jorge!

—¡Buen día hijo! ¿Todo en orden?

—Casi todo Padre. No estoy encontrando la damajuana de vino. Siempre se la guarda en la alacena, pero no está ahí. Busqué en toda la Sacristía e inclusive en el Altar pero no la hallé.

El Padre frunció las cejas y con una mirada intratable pidió explicaciones:

—¿Cómo que no está el vino? ¿Acaso descendió un ángel y se embriagó a la madrugada? Es tu responsabilidad cuidar el patrimonio del culto. ¿No te lo habrás tomado vos con otros jóvenes en los desfiles de la estudiantina? ¿Sabés lo que significa la ausencia de vino en el Altar? Si no hay vino no hay misa. Se debe consagrar indefectiblemente el pan y el vino, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Sin vino no hay Misa!

Por respeto, el joven permanecía callado y cabizbajo. No sabía qué responderle. Retraído como era, se sintió culpable de la situación

Una catequista había escuchado desde la puerta las últimas palabras pronunciadas por el religioso. Rápidamente entró a la parroquia a chismorrear su versión a las mujeres del coro que ensayaban los cánticos:

—No se gasten más ensayando.

—Hola Manuela. ¿Por qué decís eso? ¿Qué pasó?

—Acabo de escucharlo al padre Jorge. Estaba reprendiendo a Juancito el monaguillo. Parece que el chico se llevó la damajuana de vino mistela a la estudiantina y se la bebieron entre amigos. Si no hay vino para consagrar, el padre no puede celebrar la Misa.

—¡No te puedo creer! ¡Qué barbaridad! —dijo la guitarrista mientras mecía su cabeza— ¡Tan chico y ya ladrón y borracho!

—Hay que ir a contarle a sus padres porque él no lo hará —sugirió la hermana María—. Y también al director de su escuela. Por ahí le están robando cosas y pudo haber sido ese niño.

La misa no se celebró por faltante de vino y la versión de las mujeres circuló rápidamente como el virus del COVID-19. Los padres del monaguillo se irritaron profundamente. Decidieron suspenderle la fiesta de cumpleaños a modo de castigo. Juancito negó la acusación pero ellos no lo escucharon.

En la escuela, semanas atrás, habían sustraído dos micrófonos inalámbricos. El director no dudó en resolver al hurto culpando al niño con la siguiente teoría:

—Si se animó a robarle el vino al cura ¡Qué no se va a animar a robarle los micrófonos a la escuela!

Esa misma tarde cuando Juancito fue a clases, los directivos lo separaron a de su grado y lo llevaron a la Dirección. Convocaron de urgencia a sus padres y les notificaron la “suspensión del alumno” hasta tanto no se reintegre patrimonialmente los elementos hurtados. En el banquillo de los acusados, frente a sus progenitores y a los directivos, el estudiante entre llantos negó la responsabilidad que se le imputaba. Sin embargo, sus lágrimas no conmocionaron a los adultos y una vez más hicieron oídos sordos a los alegatos. Cargando impotencia y humillación en su mochila, regresó a su hogar inmerso en la burbuja de ira que bullían sus padres.

Con su fiesta de cumpleaños cancelada, la suspensión escolar y su reputación quebrada en cada esquina, el día especial se transformó en una cruel pesadilla.

Encerrado en su cuarto, buscaba explicación a las sorpresivas desgracias. Carente de respuestas y sumamente angustiado, decidió escaparse de su hogar. Se refugiaría en algún que izara la bandera de la comprensión. Como un yaguareté trepó por la ventana, caminó por los muros lindantes y bajó por los árboles de la vereda del vecino. Se dirigió a la Parroquia. Por momentos pensó que su párroco amigo, Francisco, ya estaría de regreso. Hablar con él sería un bálsamo al alma. Pero al divisar el garaje vacío, una colosal frustración lo golpeó severamente. En silencio y con profunda tristeza, caminó en la opacidad de la noche con rumbo desconocido.

El padre Francisco arribó a su morada pasadas las 22 horas. El padre Jorge lo estaba esperando para cenar. Trajo una voluminosa canasta de mimbre que los agricultores le habían obsequiado conteniendo verduras frescas, quesos, salamines y picles de elaboración casera, huevos, leche y tortas fritas.

—¿Hola Jorge cómo estás?

—Con hambre y sueño.

—Vos siempre tan simpático. Traje algunos alimentos para compartir. Los agricultores de las serranías son muy generosos.

—¡Qué bueno!

—Me enteré que no pudiste celebrar la Misa. Quiero pedirte disculpas. En el apuro me llevé la damajuana de vino de la Sacristía y me olvidé que las otras dos de reserva la rompimos cuando pintamos el depósito.


Reflexión: La injusticia es pandémica. No nos contagiemos. En el mundo de los adultos escuchemos a nuestros niños y adolescentes.

Marcelo Rodríguez

Inédito. El relato es parte del libro de inminente publicación “El Pin Malvinero”. Rodríguez tiene publicados “Cuentos con Esencia Misionera” y Poemas con Esencia Misionera.

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