O oscurecimiento

domingo 29 de mayo de 2022 | 6:00hs.
O oscurecimiento
O oscurecimiento

Alberto escuchó que esa mañana los grillos chirriaban más fuerte que de costumbre mientras desde el horizonte del alto de los cerros se asomaba casi con lentitud el sol. La chacra se iba iluminando con este amanecer bien misionero, en el bajo del arroyo flameaba un amplio espíritu de neblina anunciando los primeros días de otoño.

Le llamó la atención de que efectivamente los grillos “chirriaban”, no cantaban ni modulaban, como lo hacían todas las mañana, esta vez el ruido era estridente, altisonante y casi vociferante, sentía que los chillidos le entraban por los oídos sin censura ni sordinas.

Con parsimonia, como de costumbre, se preparó el mate, no sin antes exprimirse una naranja para tomarla en ayunas. Sintió el aroma de la yerba cuando cebaba los primeros chorros de agua calentada sobre la cocina a leña. El aroma a humo de la infusión se le mezclaba con el aroma de la leña recién encendida. Mientras disfrutaba de estas mezclas de aromas, percibió que los pájaros también cantaban inquietos, sus cantos se parecían gritos de auxilio o de querer llamar la atención. El hornero que siempre repicaba su canto, allá en el bajo del arroyo, esta vez insistía una y otra vez cerca de la casa, con un martilleo estridente. Percibió que los benteveos también dialogaban efusivamente, sabía que cuando estaba por llover ellos cantaban más de la cuenta, pero hoy era algo diferente, dialogaban a los gritos, como que estuvieran alertando de algo.

Al saborear los primeros mates miraba hacia el bajo del potrero y vio como pasaba una pareja de zorros desde el yerbal hacia el monte que estaba después del potrero. Sabía que había zorros y, a veces, en las noches, los escuchaba aullar, pero nunca había visto que se atrevieran a cruzar a plena luz del día el potrero, era evidente que estaban corriendo un riesgo grande.

Desayunó con la paciencia y la parsimonia de siempre cebándose el mate directamente de la pava, que se recalentaba sobre la cocina económica. Al terminar se calzó las botas, se puso la ajada campera y salió. Las vacas estaban todas delante del portón de entrada a su precario corral devenido en tambo. Al abrirles la entrada, el primero en entrar fue Ramón, el viejo toro que había comprado hace unos años en un remate, lo notó sumamente nervioso e inquieto. Por lo general este viejo macho quedaba afuera y no intentaba invadir la zona exclusiva de sus compañeras hembras. A Alberto le costó ordenarlas ya que entraron en estampida, cuando por lo general, salvo raras excepciones, cada una entra en orden casi asignado y se sitúan delante del pesebre donde ya está dispuesto el pasto y la mandioca picada, para que comieran mientras se dedicaba a ordeñarlas. Esta vez se movían de un lado a otro, no querían comer y menos quedarse quietas para sacarles la leche. Cuando al fin logró acomodar a cuatro de las siete se dio cuenta que no querían bajar la leche, es decir directamente no lograba sacarles un poquito de la magra leche a las que lo tenían acostumbrado. De los veinte litros que obtenía todas las mañanas hoy tan solo pudo sacar unos ocho o nueve litros, es decir que un poquito más de un litro por cada una de sus amigas lecheras. No sabía que explicaciones les iba a dar a sus clientes cuando por la mañana iba a pasar a comunicarles su poca y nula cosecha. Largó los terneros que estaban impacientes balando en un tumultuoso desorden en el pequeño corral de cañas. Las vacas, con sus crías y adelantadas por Ramón partieron urgidas hacia el potrero refugiándose rápidamente en el monte que bordeaba el arroyo allá en el bajo.

Con sutil limpieza y cabal atención embotelló los litros de leche que había ordeñado y se disponía a llevarlas al pueblo, torturándose la mente en el dilema de a quien dejaría leche y a quién saltearía esta vez. Claro, prioridad tendrán las familias donde hay niños, esos eran los Rodríguez, los Giménez, los Krupp y también los Velensky. Después estarían los abuelos Rojas y los Miño, el resto sabrá comprender la falta del precioso líquido blanco. Cargó las botellas a la maleta, cuidadosamente ubicada sobre la vieja mula negra, a la que precisamente su abuela ha decidido bautizar de “Negra”. Esta vieja compañera de todas las tareas en la chacra, comenzó a caminar con mucha lentitud hacia las primeras calles con asfalto. En el camino percibió que el humo de la vieja fábrica de té se arrastraba como una serpiente cerro abajo para depositarse a lo largo del arroyo, que era el último reducto donde quedaba algo del ancestral monte. La ancestral y virgen selva fue rozada para dar lugar a los yerbales, a los teales, a las frustradas plantaciones de tung y de naranja, y también a los potreros donde pastan vacas de las más variadas razas. Desde lo alto del cerro el gavilán gritaba más fuerte que de costumbre y la bandada de grandes loros, que generalmente volvían a esa hora de la mañana desde el bajo del río, donde habían pernoctado, hacia los cerros en busca de plantaciones de maíz o de algún árbol del monte que tenga frutas, pitangas, algún naranjo o los duros y secos araticúes, esta vez giraban en círculo como buscando algo. Después de observarlos atentamente, siguiendo con su cuello el ritmo de los pasos de la negra, percibió que estas aves estaban desorientadas.

Al llegar al alto de la primer ribada se dio cuenta que el sol ya no brillaba con su cándida blancura, como solía hacerlo en estos días de otoño, si no que se había enrojecido levemente. Todo el paisaje, incluso las primeras casas del pueblo había adquirido un leve tinte rojizo. Alberto tuvo una leve sensación de temor, que no llegaba a ser miedo, pero este ligero cambio de color en todo el aire lo inquietaba. Al llegar a la casa de los Rodríguez no salió nadie, volvió a golpear las manos como lo hacía todas las mañanas y al grito de “¡Lecheroooo!” desensilló. Los perros ladraron nerviosamente, pero como los conocía hizo caso omiso de ellos. Dejó la botella de leche en lo alto del muro donde estaba la botella vacía, que había sido dejada allí por los dueños de casa. Montó nuevamente, al tomar rumbo a la próxima casa percibió que en el pueblo, al contrario que en su chacra a las primeras horas de la mañana, reinaba un silencio sepulcral. Le llamó la atención que no escuchaba el chirrido de las sierras del aserradero de los Hermann y tampoco los ruidos a metal, que siempre provenían del taller de los Haspe, allá en la calle que bordea al viejo pinar. No había ruido de autos ni de los camiones que pasaban por la amplia ruta doce. Es como que si todo hubiera enmudecido o él hubiera ensordecido.

Ya inquieto siguió hasta la casa de los abuelos Miño, donde dejaría solo medio litro de leche y les daría las explicaciones del caso. Llegó, golpeó las manos, se apeó de la Negra y abrió con ruido el portón, temiendo ser atacado por el viejo gallo que siempre estaba en la parte delantera del jardín, pero ni rastros del gallo ni de los abuelos. Mutis, silencio total, sobre el cerco de madera con sus amplias macetas apoyó la botella y volvió a golpear las manos. Pero tampoco se asomó nadie. Ya con una preocupación de muerte decidió pasar por el bar de los Abdalatif, que también hacía las veces de almacén de ramos generales y donde siempre en la mañana había alguien. El viejo turco siempre lo recibía efusivamente y le hacía el mismo chiste.

—Venís a cambiar leche por vino… —y se largaba a reír a carcajadas.

Pero esta vez no lo recibió nadie, el silencio, al igual que en el resto del poblado era absoluto. Ya se asustó pensando en alguna invasión extraterrestre que hubiera abducido a todos los habitantes. Al entrar lo saludo Venancio desde la última mesa, esa que estaba justo al lado del mostrador, cerca del pasillo que llevaba a la vivienda de los Abdalatif.

—Buenas, ¿No hay nadie por acá? —Preguntó nervioso.

—Eu, Chamigo… —Contestó Venancio con un seco portuñol típico de los devenidos en la última ola migratoria a la provincia misionera, después del auge de la soja.

— ¿Qué pasa que no hay nadie, ni se escucha nada?

Alberto se percató en este momento que apenas distinguía a Venancio en la oscuridad del salón. Era evidente que el cielo se había encapotado de nubes o algo raro estaba sucediendo. Volvió hacia la puerta y comprobó que el cielo estaba totalmente despejado y que era el sol que se había vuelto rojo sangre, tiñendo todo del color del esencial liquido de los seres vivos, a todo lo que le rodeaba. El salón de cine, que estaba frente al bar de los turcos, los árboles y la misma calle parecía un río de roja sangre. La Negra rebuznó nerviosa, como queriendo avisar a Alberto de lo que estaba sucediendo.

—Ehh, amigo, es o oscurecimento, ¿Vocé escutó de ello?

Alberto volvió a entrar al negocio y se sentó a la mesa de Venancio.

— ¡Bebe irmao! —Dijo éste mientras le servía un trago de caña en un vaso grasiento que había bajado del mostrador.

—Venancio ¿Qué es esto del oscurecimiento?

—Fica tranqüilo… todo vai a pasar…

Efectivamente lentamente todo comenzó a aclararse. Los ruidos comenzaron a ser normales y la luz se volvió clara y diáfana en todo el paisaje misionero. Alberto apuró su trajo, le dejo un billete a Venancio y partió a paso lento en la vieja mula, que insistía en caminar y no en trotar. Repartió sus restantes botellas de leche y volvió a su chacra, donde todo había vuelto a una aletargada y otoñal rutina.


Von Hof, nacido en Montecarlo, Misiones, tiene publicados “Letras y Tierra Roja”, Las Celebraciones litúrgicas Sanan”, “letras Chicas & anotaciones al margen” y recientemente “Campos Floridos” la retrospectiva de una Congregación de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata en Entre Ríos, donde reside actualmente. 

Waldemar Oscar von Hof

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