Aníbal y el reloj

domingo 27 de marzo de 2022 | 6:00hs.
Aníbal y el reloj
Aníbal y el reloj

El sol lamía con su lengua dorada, reseca por mil incendios, el techo cotidiano y aburrido de las casas. El paisaje urbano se iba alterando con nuevas casas, algún que otro retoño y el aumento permanente de las luces nocturnas que traían retazos de días a las noches. En uno de esos barrios, habitaba Aníbal, es más vivía allí desde los 22 años y ahora contaba ya con 92. Jubilado, vivía caminando lento, dividiendo su tiempo entre las pequeñas actividades que realizaba en la huerta, el jardín, viendo pasar la gente, tomando mate, hablando con los vecinos, mirando películas en la TV o leyendo el diario. “Tengo tanto para hacer cada día que no me sobra tiempo para nada”, siendo que casi en nada agotaba las 24 horas del viejo reloj de pared que poseía, como un tesoro muy preciado. Al que cada día a las 10.00 de la mañana, ni un segundo antes, ni un segundo después, le daba cuerda cotidiana y de cuando en cuando una pequeña corregida, con el dedo índice. De tanto hacerlo el mismo era parte de aquella máquina que medía la intangible marcha del tiempo.

Los vecinos más lejanos sabían que eran las 08.00 porque Aníbal, salía a tomar mate en la galería de su casa, que eran las 07, porque estaba en la huerta. Que a la tarde eran las 16.00 porque nuevamente tomaba mate en la galería y las 18.00 hs. porque regaba las plantas. Tanto amaba él su reloj de pared, que había adquirido con un aguinaldo de su empleo como mensajero del correo Argentino, donde trabajó durante cincuenta años, en realidad el reloj se lo había regalado a su esposa, de la que enviudó hace como 10 años; que el mismo se había convertido en un reloj.

Los vecinos que compartían los lindes de su terreno, sabían la hora por las nítidas y acompasadas campanadas del viejo, pero preciso reloj de pared.

Julio también era jubilado pero no tuvo que trabajar cincuenta años, 25 en la Policía le bastaron para tener asegurada la vejez, aunque no era tan viejo, contaba unos 50 años, eso si era afable, buen amigo y confidente “del viejo”, al que consideraba un gran amigo. Julio vivía al lado, de Aníbal y desde la ventana de su casa veía el viejo reloj, marcando las horas con precisión, aunque le daba la sensación que aquella antigua máquina artesanal, lo hacía más lento. Desde ahí sentado al lado de la mesa de la cocina con el mate, veía diariamente aquel rito, de Aníbal que cuan fraile reza sus oraciones, le daba la cuerda al reloj y de tanto en tanto alguna corrección. “Es que anda lento como yo”, bromeaba con Julio, “un poco lento pero aún funciona”, luego se citaban a una charla en la galería, o en la Sala de la casa de Aníbal y otra vez servían de referencia a los que pasaban por su casa “son las diez y media, Julio y Aníbal conversan”.

Aníbal consiguió trabajo en el Correo Argentino a los 19 años. Se casó a los 22 cuando volvió del servicio militar, compró el terreno, construyó primero una humilde casita de madera, luego otra más grande y finalmente la cómoda casa de mampostería en la que vive. Y la que a veces se llena del jolgorio de los nietos y bisnietos, de ahijados y cuando no del chillido de los gorriones que le alegran la estancia. Aníbal se ha vuelto comprensivo y tolerante con los nietos, que lo acosan con preguntas “¿sos casado abuelo?”; “Que pasó con tu señora”, preguntas que el responde mil veces con la misma tranquilidad que le dan los años. “¿Abuelito, puedo darle cuerda al reloj?”, Pregunta inquieto su nieto Carlitos de 10 años; “sí Carlitos, subite a una silla y hacelo, pero con cuidado y con respeto”. Es que había entre el anciano y el reloj una simbiosis extraña de compartir medio siglo, que asombraba a propios y extraños.

“Cuando cumpla cien años, Julio, voy a hacer una fiesta extraordinaria”, decía pleno de esperanzas Aníbal, a pesar que su edad ya acariciaba el siglo. Todo era un tiempo en su propio tiempo medido, a veces a destiempo. Pero tan puro y agradable que era un verdadero canto a la vida. De tanto en tanto, Aníbal se volvía melancólico y acariciaba la bolsa de cuero de cartero, que colgaba en un rincón de la sala, o miraba aquellas fotos, que le devolvían otros tiempos, a su tiempo presente.

Julio se sentó frente a su ventana, para saludar a Aníbal y ver cuando el viejo le daba cuerdas al reloj. Esperó, constató la hora con su propio reloj, eran ya las 10 y cuarto, confirmó la hora en la TV, miró el reloj de pared y seguía tieso y caprichoso marcando las diez en punto. “Murió el viejo”, le comentó a su esposa, el reloj está parado.

Realmente había ocurrido así, Aníbal se había dormido en la eternidad, donde ya no se mide el tiempo, de puro viejo nomás y con él se apagó su reloj. Lo velaron en su casa, a la usanza antigua, no quería saber nada de salas velatorias. Cuando acompañado del afecto de sus hijos, nietos, parientes, vecinos y amigos, prepararon el féretro para llevarlo al campo santo, hubo en el patio un coro de chillidos y los gorriones le formaron un cortejo y cuando ya lo sacaban de la casa, el viejo reloj de pared, hizo sonar su campana 92 veces, que eran los años de Aníbal y se calló para siempre, con su amo, se fue al silencio de la eternidad.

Sartori es abogado, docente, tiene publicado 14 libros, entre testimoniales, de poemas y cuentos. Ha participado en más de 20 Antologías. Prepara su nuevo libro: Semblanzas

Diego Sartori

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