La venganza

domingo 03 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La venganza
La venganza

Empezaba a amanecer. Las velas, las lámparas y los mecheros a kerosene se prendieron en las puertas de los ranchos costeros. El río se volvió plata en su fuga enloquecida hacia las lejanías. Los árboles de la selva se confundieron en una sola sombra irregular. Todo el paisaje se contagió de un inmenso silencio.

Hilario Gómez, más conocido por el apodo de “Lampalagua”, salió del rancho con paso vacilante, bajó la pronunciada barranca. Se dirigió a la costa. Y se embarcó en una canoa. La mujer, inmóvil, asombrada, siguió su trayectoria hasta que el ruido de los remos le indicó que el compañero ya estaba muy lejos en el rumoroso laberinto del río.

Después, como para sí mismo, murmuró “Lo va a matar como a un perro”

Hilario Gómez bogaba lento aguas abajo, como si el deseo de venganza y la ansiedad de muerte lo hubieran invadido. Su canoa bajaba por el curso del río llenándose de balanceos insospechados bajo la luna de octubre. La noche había llegado con sus sombras. Todo era confuso en ambas márgenes. Una brisa fresca comenzó a soplar clavando su frío agudo en la piel. Luego, como rompiendo la monotonía del inmenso bogar, un pájaro graznó. Fue como un mal augurio en la gran soledad.

De pronto Hilario Gómez tuvo la sensación de que apenas se encontrase con el hombre en cuya búsqueda ahora iba, le daría muerte. No veía nada. No escuchaba nada. Todos sus sentidos se habían detenido súbitamente en el odio. En su cerebro primitivo la muerte cobraba formas extrañas, absurdas. Veía de a ratos consumada su venganza, y al hombre que buscaba: rígido, muerto, en medio de un charco rojo de sangre caliente.

¡El muy cobarde!

Un calor extraño le corría como un cosquilleo sobre la piel picada de jejenes y mbarigüises. El caño frío del revólver treinta y ocho largo que llevaba en la cintura, de a ratos, con el vaivén de la remada, le hincaba el bajo vientre. Le pareció sentir que alguien desde el follaje de la costa le gritaba: “Tenés que matarlo, Hilario”, “Te vendió la vida, Hilario” y luego un poco más lejos “Parecés un pendejo, Hilario”. La noche del subtrópico, con sus estrellas fugaces, pasaba en una procesión interminable. Un pez saltó y cuando volvió a caer se multiplico en el aire el golpe; luego todo volvió a ser soledad, pensamientos y bogar aguas abajo, con la muerte prendida en los ojos.

Cuando ya no creía, llegó. En dos saltos trepó la barranca. Ya arriba, su mirada, hecha de mil ansiedades, enceguecida por odios más que del hombre de la raza, buscó. Sus puños cerrados golpearon la puerta. Sintió ganas de gritar que llegaba la muerte. La muerte tejida en la soledad de las noches. Hilvanada en el tiempo, cimentada en la sangre.

Una pausa dolorosa quebró el canto de un grillo. Cuando la puerta se abrió, un rostro de mujer, alumbrado por la luz vacilante de un candil, inquirió sin palabras.

-Busco al Goyo González, sabe? – preguntó de improviso Hilario.

-Goyo González- dijo la mujer con un gesto de asombro, para luego agregar:- Goyo González murió ahogado esta tarde. Se fue en las correderas, todavía lo están buscando. Y no dijo nada más porque todo se volvió silencio de pensamientos oscuros. El “gracias” musitado apenas por Hilario quedó flotando entre las sombras de la noche. Después todo fue una inmensa decepción del hombre en el regreso.

Hilario Gómez volvía a las islas, al vericueto del monte. En el interior de su cabeza ceñuda y hosca iba pensando que la muerte le había robado una vida. Cosa entraña, ¿verdad?

Pedro Abdón Fernández

Cuento publicado en “Tiempo”, cuadernos de cultura 1959. Abdón Fernández fue columnista de El Territorio. Poeta, cuentista y periodista.

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