Te doy animalito

domingo 05 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Te doy animalito
Te doy animalito

Vino por primera vez hace un año. Vino con su bebé en brazos. Enjuta, reducida en origen, redondeada, figura chata en la calle pedregosa. Un punto minúsculo que se fue agrandando a medida que avanzaba en dirección a mi puerta. Sí, la vi desde lejos. Creo que la presentía. Por eso me asomé a la ventana, descorrí apenas la cortina y recorté su figura en mis ojos y en la memoria. Y ya no pude olvidarla.

Supe luego que se llamaba María Virginia. Llevaba plantas de orquídeas en una mano, mientras que, con la otra, sostenía al bebé que le colgaba del pecho. Tenía una sonrisa indefinida, desparramada en pómulos bronceados y abultados. Era su mirada una plácida playa, habitaban en su parpadeo no dos, mil ojos.

Más tarde pude comprobar que sería una verdadera aventura lingüística comunicarse con ella. En alguna ocasión, imaginé estar intentando una charla con uno de los personajes de Jean Auel, esos de El clan del oso cavernario. No sé bien quién hubiese sido el Neanderthal y quién el Cro-Magnon.

Lo nuestro, al principio, fue telepático. Un balbuceo por parte de ella, un susurro. Una mano en el aire, una sonrisa indecisa de sus labios carnosos, que al abrirse mostraban la falta casi total de dientes. Escondía vergüenza, miedo y un poco de rebeldía, tal vez muestra tangible de su cultura y de su gente. Yo, en cambio, casi le grité mis preguntas, pensando que no escuchaba o no me entendía. Estoy arrepentida de haberla sometido a mis palabras elegidas y articuladas. Sólo esperaba que la comunicación fluyera, como el agua. Con el tiempo me di cuenta que comprendía más de lo que escuchaba y que por lo tanto cargaba su sabiduría sin saberlo.

Un día le pregunté por su otro nombre, el nombre con que sus padres la habían bautizado dentro de la cultura guaraní. Me dijo que se llamaba “Kerechú”, que su nombre venía de Dios. Recuerdo que se hizo un silencio y elevó reverente su mirada al cielo. Su cara cambió. Noté que su espíritu se hundía en una veneración y en una aceptación íntima y religiosa con la tierra y quizá con Tupá, dios de los guaraníes. Repetí más de una vez las tres sílabas: Ke – re – chú, para recordarlas, para fijarlas en la memoria. Allí, donde aún permanecen.

Poseo hoy una buena colección de orquídeas, todas provistas por María Virginia–“Kerechu”. Son pequeñas, las fue trayendo en envases de telgopor, de gaseosas de plástico. Son plantas de selva en extinción, de contextos cercanos. Tienen ramas cilíndricas con botones verdes que amenazan ser capullos, vainas largas de hojas puntiagudas y espinosas. Nada exuberantes, como cualquier neófito pudiera decir. Nada parecidas a algunas de plástico que vi en Buenos Aires. Tienen, las mías, la belleza y el misterio encerrados en flores pequeñitas, amarillas, lilas y naranjas. Dice mi mamá que tardarán diez años en ponerse bonitas y en florecer completamente como deben florecer. A cada una de estas orquídeas las vi en su esplendor un solo día, el día que María Virginia “Kerechú” me las dio a cambio de un billete. Luego sucumbieron sus corolas en mi galería de helechos colgantes. Están allí verdes, igual que ellos, solo verdes. Algunas amenazan con una vara que nunca termina en definirse. ¿Esperando tal vez que pasen diez años? Yo, en cambio, las espero la próxima primavera. Espero el milagro.

Hace un par de meses, María Virginia “Kerechú” volvió con otro bebé colgando del pecho; mirándome ambos con sus ojos negros. La media mañana era tranquila, aunque al sol quemante de este verano misionero poco le importaba, ya que picaba en los hombros descubiertos transmitiendo voracidad y molestia.

En la plaza, las mujeres de la Municipalidad estaban terminando de limpiar las veredas interiores. Algunas torcazas observaban desde el lapacho joven, que hacía muy poco había dejado caer sus primeras flores. Tornábase la mañana difícil, los apurones del tiempo que no alcanzaba, la hora del almuerzo y alguna compra que debía hacer… influyeron para que mi humor no fuera de los mejores.

Desde la calle de la iglesia aparecieron corriendo de pronto un par de chiquillos descalzos y sucios. Tendrían entre cinco y nueve años. Uno de ellos cargaba con una bolsa blanca de supermercado. Detrás, apareció María Virginia. Salí a su encuentro rápidamente.

-¡Hola María Virginia! Hoy no te compro orquídeas. – le dije entre culpable y terminante.

Me miró sin decir nada. Los chicos que se habían puesto a su lado comenzaron a mirarme directo a los ojos. Sentí mi propia frialdad y mi triste exposición frente a un tribunal de inocentes. Me molestaba esta situación y decidí que debía terminarla pronto, pero no lo conseguí.

-¿No tenés agua?–dijo entonces uno de ellos.

-Agua sí, les doy–respondí pensando egoístamente en mi tereré recién preparado.

-¿No tenés pan? – escuché decir a la más chiquita.

-Creo que sí. – agregué, ya casi doblegada.

Les traje el agua que guardaba en la heladera y algo de pan. Los despedí. Cuando ya me volvía, María Virginia apenas balbuceando dijo:

-Te doy animalito.

Y me entregó la diminuta escultura de madera de un tucán. Al principio no quise tomarlo, pensando que no lo merecía. Me quedé muda. Cuando quise reaccionar para decir algo ya todos habían doblado la esquina.

Puse el tucán de madera sobre la mesa de la galería. El corazón latía a mil y la cabeza me zumbaba. Mi conciencia no estaba tranquila. Y transcurrió el día.

A las cinco de la mañana del jueves, un alboroto salpicado de ruidos indefinibles me despertó. Como pude, entre somnolienta y despierta, logré llegar hasta el culpable de mi sueño interrumpido. Allí estaba el animalito de madera, el ahora robusto tucán, vivito y coleando, parado en medio de la mesa; con su gran pico curvo, amarillo-anaranjado; su barba blanca y sus ojos azules eléctricos apuntando a la enredadera. Al verme voló desesperado. Pugnaba por salir a través del enrejado de mi galería. Sus uñas se incrustaban y lo sostenían con firmeza. Desperdigados por toda la estancia se veían los jarrones, una maceta de mimosas, el tendedero de emergencia, las zapatillas de Miguel y mi gato negro, que subido a una silla lo observaba más asustado que él.

Logré abrir la puerta. Gato y tucán se deslizaron, volando uno, a los saltos el otro, hacia el parque.

El tucán quedó finalmente posado en las ramas del limonero.

Desde ese día los limones comenzaron a crecer desmesuradamente. Las orquídeas ayer amarillentas y sin vida desplegaron sus varas verdes, más allá de las hojas del helecho. Florecieron impertinentes otorgándole colores nuevos a la galería. Hubo días en que creí no volver a ver a mi fornido tucán, pero por las tardes retornaba. Aún lo sigue haciendo. ¡Vaya a saber por dónde anda en las horas intermedias! Al final del día suelo acercarle un huevo para que cene tranquilo.

María Virginia “Kerechu”, regresó el día de la Nochebuena, con su niño y sus chiquillos. La estaba esperando. Esta vez le entregué unos peluchitos, que eran de mis chicos y que todavía guardaba en el depósito. Pan del día, algo de ropa y algunos cartones de leche completaron mi sencilla ofrenda. No le dije nada. No pude. Tampoco creí necesario mencionar con detalles el incidente del animalito- tucán. Creo que en el fondo ella ya sabía.

Al dar la vuelta para entrar a casa, me volvió a sorprender la frase:

-Te doy animalito. ¡Aguyjevéte!

Y allí me encontré yo recibiendo nuevos bichos tallados en madera. Esta vez un coatí y un puma.

Le respondí, sonriendo apenas, ¡Aguyjevéte!, pero con alguna inquietud. Dejé a mis animalitos, aún temblorosa y emocionada, en la mesa donde antes había reposado mi tucán.

La tarde caía pesarosa y celeste–rojiza detrás de la iglesia. Se escuchaba el canto de la gente en misa. Me sentía intranquila. Aún así tomé una decisión.

Opté por dejar al coatí en una caja de cartón. Al puma, en cambio, le busqué un mejor lugar dentro del depósito. Cerré bien con el candado la puerta corrediza. Ahora estaba segura. Cada uno en su sitio. No fuera a ser que… Alguna mañana…

Mientras, desde la palmera del vecino, mi tucán alborotaba la tarde con otros congéneres que también, misteriosamente, se habían mudado al barrio.

  El cuento es parte de la Antología 12do. Encuentro de Escritores 2.014. La autora ha publicado, en coautoría con el grupo literario Buscapalabras,

“Yo estuve allá, con esperanza miramos a las Malvinas” y Carboncito, el gato

Carmen Vera

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