¿No tené una gaietita?

domingo 18 de julio de 2021 | 6:00hs.
¿No tené una gaietita?
¿No tené una gaietita?

El ranchito lo hizo él mismo, el “Pirincho”, cuando se juntó con la hija del alemán-brasilero, allí al borde del monte y con permiso de su patrón.

Es que se conchabó para todo tipo de trabajo, carpir el maizal, plantar mandioca, zapallo, sandía, lo que le pidieran. Y el salario era conveniente. Hasta tenía que ir, de tanto en tanto, en un carro tirado por bueyes, hasta al pueblito en busca de provista. Que dos bolsas de harina, que grasa, que azúcar, caña por supuesto y hasta querosene.

El aprovechaba para hacer su propio surtido, con los pesitos ganados.

Que mucho no necesitaban, hasta huertita tenían, pues su mujer era hacendosa, trabajadora.

Después llegó la Lucía, hermosa, rubiecita, de ojos celestes. Felices los dos, con la criatura. Y con la perrita que se aquerenció, vaya uno a saber de dónde vino, preñada.

La apodaron Colita, porque todo el tiempo cuando se acercaba mientras ellos tomaban mate, movía la cola y los miraba, como agradeciendo que la adoptaran.

Al poco tiempo tuvo cría. Dos se murieron y uno sobrevivió.

La Lucía ya tenía cuatro años, caminaba por el patio bien barrido con escobadura y Colita la acompañaba. No la dejaba sola, era su niñera. Y el cachorrito, su juguete.

Mientras, la madre iba a lavar ropa al arroyito cristalino, cerca nomás, unos cien metros. Y el Pirincho meta azada, meta machete.

Hasta que un día…

Con la canasta enancada en la cintura, llena de ropa húmeda para colgar, la madre se extrañó al no escuchar los ladridos ni la risa de su hijita. Silencio en el rancho. ¿Dónde se habrían metido?

Dejó sobre la rústica mesa lo que traía, después iría a poner sobre la cuerda, al sol, el contenido. Y llamó Lucíiia! Colitaaa! Nada…

No había lugar para esconderse, y la plantación estaba alejada. Volvió a llamar, ya con el corazón hecho un nudo.

Y el Pirincho en el pueblo, con el carro.

¿A quién pedir ayuda? Solo esperar.

Al atardecer, de veras se asustaron y él se dirigió al destacamento, que con escaso personal, apenas si pudieron decirle que a la mañana irían.

No durmieron esa noche, atentos a cada ruido, al chasquido de alguna rama. ¿Un animal la habría atacado? ¿A ella y a los perros? No había rastros en la tierra floja. Y ya habían recorrido el monte.

No quiso decirle a su mujer que, a lo mejor, el Yasí Yateré, o el Pombero, se la habrían llevado. El no creía en esas supersticiones, pero que los escuchó silbar, los escuchó.

Muy temprano, un gendarme y el guardaparques de la zona comenzaron la búsqueda, desde el ranchito hacia el monte bastante enmarañado, aunque había un trillo con pasto crecido.

Volvieron al mediodía. Ni señales. Pero que no se preocuparan. Buscarían refuerzos y volverían. Una nenita tan pequeña no podría haber ido lejos.

Por las dudas –después lo dijeron- visitaron las chacras vecinas, preguntaron. O por la ruta, si alguien había visto algo sospechoso. Nadie. Nada.

La madre, llorosa, sin decir a dónde iba, se acercó a la casa de una mujer que era curandera y adivina, que tiraba las cartas.

El rancho olía a marcela, a yuyos. En un rincón, la imagen amarillenta de la Virgen y una serie de frasquitos con vaya uno a saber qué.

La hizo sentar, que cerrara los ojos, la asperjó con agua bendita y le pidió que cortara el mazo pegajoso y mugriento.

Pasaron los minutos. Un gallo cantó fuerte en el patio.

-Buena señal, dijo la payesera.

Y agregó:- volvé a tu casa. Tu hija está viva. Pronto la van a encontrar. Las cartas no mienten. Y le entregó uno de los frascos para que con el agua se hiciera la señal de la cruz, al acostarse y al levantarse.

-La Virgen los va a guiar- agregó.

Pero pasó un día más, sin noticias.

Dionisio, el guardaparques, está tomando el mate tempranero que es su desayuno. En una mano, la pavita de aluminio, negra de hollín, en la otra la calabacita. Su mirada se pierde mientras se dice, no puede ser! Dónde, cómo…Una nena tan chica no puede ir lejos. Y no quiere pensar que, a lo mejor, un yaguareté…Pero en esa zona nunca apareció ninguno.

La patrulla, mientras, recorrería el cauce del arroyo, playo en casi toda su extensión, pero que a dos kilómetros caía abruptamente en cascada.

La casilla del perro que lo acompañó durante catorce años, ahora vacía, atrae su atención. Y una idea, un presentimiento aflora sin que sepa qué o por qué.

Se frota la cabeza, como para aclarar el pensamiento. Algo le está diciendo la casita de madera.

De pronto, se pone de pie, entra corriendo a su casa, se pone la mochila en la espalda y machete en mano, entra al monte, ¡cómo no se le ocurrió antes!

Las ramas plenas de rocío le refrescan el rostro, le arañan la tela de la camisa, las botas se hunden en el pastizal.

Hace meses que no ocupa la guarida donde pasaba las noches esperando a cazadores furtivos. Ya no vienen, habrán ido al Brasil. O quién sabe.

Dos horas tardó en llegar, por lo escarpado del terreno. Es que la construcción, en la ladera del cerro, era totalmente desapercibida en medio de árboles gigantes ya no de monte, sino de selva.

Agitado, a machetazos, se abrió camino.

Y entonces escuchó un ladrido sordo, como de alerta. Se detuvo. Silbó. Otra vez un guau guau…

La puerta estaba abierta. No dudó. En la pequeña habitación donde había una silla, una estantería con enseres doméstico y una colchoneta sobre el piso de cemento, estaba sentada, con el cachorrito en el regazo y Colita al lado, la niñita.

No se asustó. Con lágrimas en los ojos tan celestes, solo dijo:

-¿No tené una gaietita?

Dionisio saca la botella de agua que siempre porta; en una lata pone algo del líquido para los perros. Colita se atraganta de tanta sed.

Llena un vaso previo lavado y le da a la nena que se toma todo casi sin respirar y pide más.

Luego mete al cachorrito en su mochila entreabierta y alza a la criatura que se acomoda sobre su hombro. Al poco de andar ella se duerme.

El guardaparques contiene un sollozo mientras sus ojos se empañan.

Colita va abriendo camino a los saltos, contenta, feliz.

 

Rosita Escalada Salvo

Del libro “Se me ha perdido una niña” Ediciones Misioneras 2021. Escalada Salvo ha publicado más de treinta libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

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