La camisa de poliamida

domingo 16 de mayo de 2021 | 6:00hs.
La camisa de poliamida
La camisa de poliamida

Nací en junio, bajo el signo de géminis en Quitilipi, pueblo de nombre aborigen perdido entre los resisteros del viento norte, el oro blanco y los duros quebrachales.

El parto fue en la casa de mis abuelos paternos, a las seis de la mañana. Cuando mi madre creía morirse, se encomendó a San Ramón y de ahí mi primer nombre, en agradecimiento al santo.

Crecimos en calores tan largos y en inviernos tan cortos que ni nos dábamos cuenta del frío. Sólo te quedaba el sabor de la pulpa de las naranjas calentadas en el brasero.

Lejos de mi casa, en una siesta, a los 20 años, descubrí el calor del verano en Buenos Aires. Aturdido todavía por la penumbra del cine Lorraine y el brillo del pavimento, podía ver desde la vereda los reflejos del sol sobre la punta del Obelisco y más abajo el Trust Joyero Relojero que marcaba la hora.

En esa siesta dominguera, la calle y yo nos derretíamos solitariamente. La camisa de poliamida no dejaba pasar el aire que venía desde la 9 de julio.

Los pocos viandantes caminaban por la sombras, las disquerías y librerías de la calle Corrientes contagiaban su modorra y el calor no daba tregua. Hasta el ritmo latino de los Wawancó y la voz de Tito Rodríguez que salían de algunos parlantes sonaban con cierta somnolencia.

Chorreando sudor por todo el cuerpo empecé a caminar por la sombra. El nylon se me pegaba al cuerpo, tenía ganas de arrancarme la camisa. La había comprado cerca de Constitución recién llegado a la capital en otoño. Me embroncaba el la¬vado y planchado de las pocas camisas que tenía y que se cargaban de hollín.

Tenía poco dinero y las que me gustaban mirando las vidrieras me parecían imposibles.  Para mí que el tipo del local me vio la cara y me engatusó con su tono de provincia:

- Dos por… - no recuerdo el precio-; se lavan y no se planchan. Solo las colgás y se secan, una blanca y otra azul para vestir.

Las compré. Tenía razón, las camisas de poliamida no se planchaban, el secado era rápido y su lavado con jabón común sacaba el hollín.

En invierno eran fantásticas, pero ese domingo de verano la camisa de poliamida me sofocaba.

Me quedé sombreando debajo de la marquesina de Modart. Antes de cruzar la 9 de julio, a la mano derecha, delante de la puerta del restaurante “Arturito”. Allí, mujeres vestidas de fiesta y hombres con traje, a las 4 de la tarde, cantaban y brindaban alegremente.

En otro verano fui a “Arturito”, más canchero y con pilchas veraniegas y como invitado a un almuerzo. Cuando entré, el clima agradable del salón me hizo recordar el ambiente de la iglesia de mi pueblo. En el fondo, mis acompañantes ya estaban sentados. Los dos conversaban sobre un betseller “Los buscadores de prestigio”.

La conversación pasó a otros ítems, desde la Revolución Cubana a la Alianza para el Progreso, y de las encíclicas en general, y en especial de la Rerun Novarum y del Papa Juan XXIII.

Luego, la charla se fue derivando a recuerdos personales y al gobierno de Onganía. De repente sin darme cuenta es¬taba contando algo de lo mío:

“Los primeros años de mi vida los pasé en esa casa de la calle 25 de mayo, en Quitilipi, y cuyo frente daba a las vías del ferrocarril Belgrano. Al atardecer pasaba el camión regador y aún flotaba el vaho de la tierra mojada. Mi abuela, la empleada con el mate y yo nos sentábamos, al igual que otros vecinos, en la vereda esperando que pasara el tren Belgrano hacia la Capital Federal o hacia Resistencia.

De esa época la imagen más nítida que me queda es la de los trenes y la figura del indio Juan, un viejo indio toba que, rumbo a su toldería, se detenía a recoger la bolsa de pan y sobras de comida  que la caritativa abuela le reservaba”.

Uno de mis acompañantes preguntó si ese toba era descendiente de los masacrados en Napalpi.

“Lo que yo sé, es lo que mi Tío Alberto solía contarnos  que el indio Juan era una leyenda viviente. Cuando nos contaba y relataba la famosa masacre de Napalpi, decía: “El indio Juan cuando era un niño, escapó al monte, fue en julio, los indios bailaban contra las balas y el frio, un supuesto malón. El comandante Centeno dio la orden “Proceder con rigor para con los sublevados...”.

Animado por la atención que me brindaban seguí contando otras anécdotas del tío Alberto.

“Antes de ser comisario “peronista”, como le decía la abuela, yo sabía que era carpintero lustrador de muebles. Lo que me acuerdo son aquellas historias tenebrosas que nos contaba del accionar de la policía, con nombres y apellidos de vecinos y vecinas del pueblo. O aquella versión de ese viernes en que se enfrentó al mismo lobizón, con balas de plata. En otros relatos aparecía la figura del abuelo como actor principal”.

A los postres pedí una copa de sambayón. El mozo miró a la calle como insinuándome que hacía mucho calor para un postre así, pero ceremonioso me preguntó:

-Señor, ¿la quiere con Oporto o Marsala? La pregunta me caló hondo, me sentí como desnudo, como si algo me faltara.

 Sentí un gusto que me recorrió el cuerpo y que me alentó a responder convincentemente:“Oporto”.

Lo que el mozo ni ellos sabían es que estaba recreando en mi lengua el sabor intenso del sambayón de mi infancia. Aquel que mi abuelo, todas las mañanas en pleno verano chaqueño, desayunaba. Huevos, azúcar y mucho Oporto.

En un tazón de aluminio batía a baño María dos o tres yemas de huevo, les agregaba un poco de agua, el vino y el azúcar. Si no tenía vino lo sustituía con ginebra o grapa. Seguía batiendo sobre la hornalla de la cocina hasta que se volvía una crema espumosa. Cuando se templaba me hacía probar la espuma y él se encerraba en su escritorio, con su “sambayón” y los libros contables. Tiempo después descubrí que  para él comenzaba la temporada de alcohol.

En mis caminatas domingueras, al entonces vendedor de camisas de poliamida, lo encontré en la esquina de Pueyrredón y Rivadavia, en plena tarde del mes de diciembre. Me pareció más viejo, ahora vendía muñequitos de plástico tipo velador.

- “Una ganga, recién llegado de Estados Unido,  consume muy poca luz, puede quedar prendido toda la noche y cuesta unas monedas”.

Voceaba con el mismo tono cadencioso de provincia, pero esta vez seguí de largo. Crucé la calle, la traspiración apenas mojaba la camisa ombú de algodón igual a los de obreros de las fábricas.

 Caminé por uno de los senderos de la plaza Miserere y me senté en las escalinatas del monumento a Rivadavia. Encendí un cigarrillo 43.En silencio, mirando más allá de los muros, el prócer y yo nos hacíamos compañía.

El autor vivió varios años en Posadas. Ha publicado  Relatos de la terra bermella y Quién mató al dentista posadeño. Actualmente reside en Buenos Aires

Hugo Schamber

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