La mujer de las botellas

domingo 11 de abril de 2021 | 6:00hs.
La mujer de las botellas
La mujer de las botellas

Cuando mira para atrás, muy atrás ¡ja! de su vida, se ríe con ganas. ¡Y es que le tocó vivir cada una!

Primero se ve niña mimada y cuidada, toda ella dentro de vestidos de organdí y moño en la enrulada cabellera. Rubia, preciosa, qué destino de princesa la esperaba.

La muerte de sus padres las tomó de sorpresa. Y las cinco hermanas se repartieron como pudieron entre parientes.

La casa se vendió o malvendió y dejando la ciudad, se fueron a vivir a la chacra donde aprendieron a carpir y a plantar; a cosechar y a madrugar. Ella no. Le asignaron tareas de la casa, adentro, por ser muy chica. Pero lo mismo fue feliz, comprando a todos con sus gracias, su ingenio y buen humor.

A los quince, ¡pufff! Pretendientes a montones, muchachos colorados, granujientos y con olor a establo. Que eso no era lo que ella pretendía.

Y volvió a la ciudad un poco porque quería y otro poco porque no le quedaba otra, que no viene al caso, celos de su tía, dijeron.

Allí fue niñera de otra parienta, es decir, de sus hijos llorones y maleducados.

Frunce el ceño mientras evoca esa etapa. Una botella se tambalea y derrama el preciado líquido. Se enoja. Se enoja con ella misma que a veces no puede dominar el temblor de sus manos. Pero continúa ordenando la fila de transparentes botellas de plástico.

Sí, esa estancia en casa de su prima no le agradó, a pesar de que la llevaban a fiestas, se vestía bien y desdeñaba candidatos más atraídos por las buenas referencias de su eficiente trabajo y habilidades para la cocina que por ella misma.

Hasta que lo conoció al que sería padre de sus hijos, un paraguayo taxista.

Si una pudiera prever. Si una tuviera la facultad de borrar los pasos dados. Pero qué iba a imaginar. De princesa a cenicienta. Añicos sus sueños cada vez que recibía un golpe, que no era por malo sino por el alcohol. Y ganaba buena plata, sí, pero ella nunca la vio. Por eso sus manos quedaron estragadas, de lavar ropa ajena en casas vecinas, sin que él se enterara, pobre de ella.

Dios fue compasivo, sin embargo. Tan sólo le mandó dos hijos.

Suspira pensando en las vueltas de la vida, se repitió la historia: vejada, golpeada, pobre su niña, madre de siete hijos y ahora felizmente viuda.

Las botellas ya están todas en su lugar, no las contó, pero debe de alcanzar, hasta la próxima lluvia.

Que al varón por lo menos estudios alcanzó a darle el padre, justo terminó la secundaria cuando quiso su suerte que un infarto la liberara del asedio, de los castigos, de la mísera vida, aunque ya sus fuerzas habían comenzado a decaer.

Pero siguió lavando, ahora a ojos vista, no tenía por qué ocultarlo; pensión no recibió sino mucho más tarde, gracias a que alguien la puso en una lista de amas de casa. Poco, pero peor es nada.

Ahora un rayo de sol que se filtra por el cerco de ligustro atraviesa el agua contenida en la hilera de botellas y hay como un efecto mágico de luz multiplicada que la alegra. Detiene su mirada complacida en los reflejos, ignorante del dengue y las recomendaciones diarias sobre no tener aguas limpias estancadas. ¡Qué se va a enterar si ni radio escucha!

Ah, su vida de ambulante! Cuando la hermana la llamó a su lado - las otras se fueron muriendo de viejas o de enfermas- no dudó; el pueblo era pintoresco y hasta le prometieron una casita en los fondos del terreno, total ella sola, que ambos hijos para bien o para mal ya estaban casados.

Y al principio, como suele suceder, todos son flores que al fin y al cabo con ésta siempre se llevaron bien y se pasaban el día charlando.

Pero los hombres, ¡ah, los hombres! Es decir, el marido de su hermana que viene a ser su cuñado, no tardó mucho en buscar su compañía, tocarle la mano cuando le pasaba el mate y una noche…

Siempre sacó fuerzas de no sabía dónde. Jamás se dejó abatir. Y si un día lloraba, al otro ya la risa afloraba espontáneamente, uno no puede tenerlo todo.

Claro que le dolió la injusticia, una más, de tantas que tuvo que soportar.

Menos mal que la casita, de madera, sin pintar y ya en los límites del pueblo, donde el pobrerío se va arrinconando entre el cerro y el río, era suya. La pudo pagar con la ayuda de su hija ahora con un puesto administrativo y obra social tan mal no quedó y hasta pudo cobrar un seguro después que falleció el marido. Por la intoxicación de los agroquímicos del tabaco, dicen.

Toma una botella, llena la pava y calienta el agua para el desayuno.

Por eso ni se hablan, con la hermana. Que parece está cada vez más desmemoriada, bueno, será para no recordar lo que duele. El marido la cuida, sí, cargo de conciencia ha de tener, si tiene. Pero ella se entera por los vecinos y cuando lo internaron a él, por la diabetes, casi llegó a hacerle compañía. Pero después lo pensó y.

Ahora hay que barrer las tablas del piso, los gatos siempre haciendo desastre. Y el patio, sin remojar a pesar de la tierra suelta, hay que ahorrar agua. Antes no, que para eso pagaba la red.

Y sigue pensando que a los pobres ni les queda la posibilidad de reclamo. ¿Cómo, con qué va a comprar ella un tanque de reserva, como le exigieron? Entonces le cortaremos el agua, dijo el empleado, hasta que haga colocar el tanque, pero yo no puedo, cobro muy poco y tampoco tengo quien me haga el trabajo. Las ordenanzas son las ordenanzas y hay que cumplirlas, señora. Y le cortaron nomás el agua. La luz también, pero esa es otra historia aunque no muy diferente.

Por eso mira sus amadas botellas con agua de lluvia, para no molestar a los vecinos ni andar acarreando tantas cuadras con bidones que le hacen doler la cintura y la espalda.

Las noventa y nueve botellas que en tres hileras sobre una repisa de la oscura galería, habrán de proveerle el vital elemento hasta la próxima lluvia.

Escalada Salvo ha publicado más de 30 libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

Rosita Escalada Salvo

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