El yasí yateré entre los bananos

domingo 07 de febrero de 2021 | 6:00hs.
El yasí yateré entre los bananos
El yasí yateré entre los bananos

Todos sabían que el Yasí yateré andaba por la zona. Algunos  habían sentido sus pasos  entre los bananos después del mediodía. Y muchos percibieron aquel feo y penetrante  olor  que  los perros enseguida olfateaban. Pero la única persona que detalló su andar sigiloso, su cara de criatura y la melena rubiona fue la hija de don Otto que, un anochecer, regresó del monte con  aquella historia. Dijo que el mismísimo Yasí se la había llevado y que tenía miedo de que volviera otra vez. Y, como era de esperarse, al otro día  el Yasí se le apareció de nuevo.

      Los perros lo olfatearon, supieron de su llegada antes que nadie y la hija de Otto, que acababa de cumplir quince años, abrió grandísimos sus ojos cuando lo reconoció.

       A partir de aquel momento la hija de Otto pasó las tardes siempre acompañada por algún pariente o alguna amiga. Al no encontrarla sola, fastidiado por no poder llevársela como antes,  el Yasí se iba por donde había venido. La gente que acompañaba a la muchacha no podía hablar de otra cosa más que del Yasí. Las historias se contaban una y otra vez alrededor del fuego cerca del monte, en esas trasnochadas con música de guitarra o en las mañanas de cebada de mate en grupo. La del camión atascado sin que ninguno de los hombres de Otto pudiera quitarlo del medio del camino de tierra, era la  historia que  repetían con mayor frecuencia. Sin duda aquel relato daba escalofríos: Los hombres habían venido del monte  trayendo madera y el camión estaba pesadísimo, lo habían cargado a más no poder. En un punto del camino el camión se atascó. Los hombres bajaron a empujar; eran cuatro. El conductor, don Hilario, sentado frente al volante, hizo cuanto pudo mientras los hombres empujaban con enorme esfuerzo. Y nada, resultaba imposible moverlo. Cuatro hombres fuertes y jóvenes forcejearon y forcejearon inútilmente. El camión  se había hundido en la tierra. Cuando los hombres se retiraron en busca de ayuda, don Hilario escuchó una voz  extraña:

    - Haga funcionar el motor, yo voy a ayudarlo.

    Por el espejo retrovisor don Hilario alcanzó a distinguir  a un hombre de muy baja estatura, el pelo rubio y un sombrero aludo. Vaya a saber si por curiosidad o costumbre, don Hilario hizo lo que el hombrecito le pedía y, con mucha suavidad, el camino se desatascó de inmediato. Cuando los cuatro hombres vieron al camión avanzando  suavemente por el camino no lo pudieron creer. Así que, asustados y con ganas de salir corriendo, se dieron cuenta de que había sido el Yasí. Del hombrecito no quedaron rastros.  Don Hilario temblaba cada vez que repetía la historia. Claro que solo  en aquel caso el Yasí se había portado tan caballerosamente, ahora con la hija de Otto se parecía al Yasí que todos conocían, el del olor nauseabundo que los perros olfateaban desde lejos.

De las historias que muchos preferían recordar quizá la más impresionante era la de los perros. Porque entre los perros y el Yasí siempre hubo una discordia  sin resolver. Y hasta daba la impresión de que el Yasí se divertía molestando a los pobres animales. En aquellas siestas, en las que la hija de Otto necesitaba compañía, se repitieron hasta el cansancio las tropelías que el Yasí les infligía a los  perros, que no hacían más que ladrar y aullar no bien lo olfateaban. Dicen que al final de tanto aparecerse, el Yasí terminaba matando a los perros y que después que los enterraban, él iba a reírse y saltar sobre sus tumbas.

    La hija de Otto no quería que siguieran contando esas historias justo a la hora en que el Yasí volvía a buscarla. Apenas lo veía entre los bananos, la muchacha pegaba un grito. Nadie más que ella lo veía: el mismo sombrero aludo, el pelo hirsuto y rubio, las patas grandes hacia atrás.

     El tiempo fue pasando y con el tiempo la gente  terminó visitando cada vez menos a la hija de Otto, consideraron que el peligro de la asechanza del Yasí había pasado. Una tarde, cuando Otto salió rumbo a un pueblo cercano para hacer unas ventas de miel y mandioca, el Yasí volvió a llevarse a la muchacha. Esta vez tardó dos días en regresar. Entonces, nuevamente, las visitas protectoras  de las personas del lugar se reanudaron.  Unos cuantos muchachos de los campos vecinos fueron a estar con ella. Y eso puso furioso de celos al Yasí. No había nadie que desconociera que cuando el Yasí elegía una muchacha, los hombres que se le acercaran iban a ser detestados por él. Fuertes silbidos se hicieron oír a la hora de la siesta. De pronto, en algún momento, de un modo inevitable, la muchacha estiraba el cuello y gritaba: “¡Allí! ¡Allí!”. Sin embargo nadie veía nada, aunque los perros olfateaban y la muchacha no dejaba de gritar: “¡Allí! ¡Allí!”.

     La hija de Otto comenzó a ponerse cada  día  más nerviosa y de los perros, ni hablar. Fue entonces cuando Otto decidió llamar al cura. El cura vino  desde un pueblo que quedaba a cientos de kilómetros, llegó sin sotana, moderno el cura, y con un sombrero clarito casi igual al que usaban los campesinos. Se paró frente a la muchacha y le dijo:

- Mire hija, no me cuente nada. Dejemos el asunto así. Yo sólo quiero saber una cosa. Dígame, ¿Está usted, ch’amiga,  bautizada?

     Todos se miraron consternados y descubrieron dos cosas: que  al cura le encantaba mezclar el español con alguna que otra palabra en guaraní y que la muchacha ni idea tenía de la santa comunión.

      El cura se puso a bautizar ahí mismo. Primero a la muchacha, después a los perros. Y, con el permiso de Otto,   se la llevó sin más trámite  para la capital. En la comisaría, la muchacha dio las señas precisas para que hicieran el identikit del Yasí Yateré, que salió al día siguiente en el diario. Del Yasí  no volvieron a tener noticias  por aquella zona, no se sabe muy bien si  se debió a que el  bautizo nunca fue de su agrado o, como  la gente aseguraba, porque se había  fastidiado al ver que divulgaron su imagen por el diario y la televisión.

La autora vivió en San Pedro, Misiones. Ha publicado “El puño del tiempo”, “La mujer invisible”  “El camino de los viajeros” entre otros títulos. Actualmente reside en Buenos Aires.

 

Irma Verolín

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