Picada maestra

domingo 24 de enero de 2021 | 6:00hs.
Picada maestra
Picada maestra

Todos los caminos del monte se volcaban en la Picada Maestra; por ahí veníamos los mensúes, vencidos bajo el raído. Los gringos, en cambio, llegaban con los últimos toques de la sirena galopando el Paraná y entraban en el pueblo, buscaban el hotel. El monte se los tragaba y desaparecían en el tiempo del tabaco y del tung, con sus esperanzas, los ojos puestos en el Oeste, de donde llegaba el barco, confundiendo al final los brazos del monte, la línea de la costa, las lomas del horizonte, con las riberas de sus pagos. La fiebre del oro verde los había agotado; cavaron inútilmente la tierra donde se pudría el tung y se disolvían los pétalos blancos, las apretadas trenzas del tabaco. Yo los miraba deambulando en el puerto, alejarse del brillo del río, meterse en la boca de las picadas y perderse en el monte. Los miraba en el boliche del hotel, con su aire pesado de grasa de reviro, de bailantas cambiadas por caña, por mujeres.

Solamente nosotros cambiábamos por trabajo; moneda sudada la nuestra. Por eso la Tranquilina no quería; el olor del sudor no es lo mismo que el olor del oro y la plata. Ella venía al boliche con su pelo largo casi como sus polleras. Nadie se daba cuenta cuando se iba. Un momento estaba en el mostrador, se apoyaba con un hombre mientras tomaban; otro rato la veíamos en la bailanta, bajo la luz amarilla del farol, la pollera revoleando, el pelo largo que se hamacaba. Se reía la Tranquilina, se reía mucho; y cuando la buscábamos, no estaba más.

Yo me la imaginaba en las picadas angostas con algún gringo borracho, dueño de su pelo negro, de su pelo largo, por un trago y unas monedas. Todos nos aguantábamos su desprecio; era guayna de lujo, para gringos. Y además voluntariosa; una hembra que se mandaba sola. Ella elegía. No era bocado para mensúes sucios y pobres; unos indios miserables como nosotros, podridos de hacha y monte; vencidos de látigos y capangas.

Cuando la caña me ganaba me parecía que el pelo de la Tranquilina, en los revoleos del chamamé, se estiraba como una manta. Añá, lo que hubiera dado yo para pasarle por mi espalda... El capitán Neufel la llevó una noche: de puro macho que era el gringo, no solamente porque para él, el tung había florecido y chorreado aceite y porque el tabaco sobrante se desparramaba por el rozado; de puro macho, nomás. No sé quién se le iba a animar al capanga cuando se plantó, con sus botas húmedas de rocío y el cinturón brilloso de caño y machete. La mujerada se amontonó en el rincón al lado de los que tocaban las cordeonas. Los demás nos hicimos los pavos; el patrón mandaba adentro y afuera de la vida, en el rozado y en el boliche; en las hileras y en la bailanta. Al amanecer lo hallaron; lo había embromado el apuro al gringo no quiso esperar hasta llegar a las casas; la Tranquilina no estaba, por ningún lado la pudieron hallar. De balde lo milicos nos molieron a patadas, nos tiraron entre la niebla de las picadas aturdidos a puñetazos. Las mujeres empezaron a decir que era milagro, que las poras la habían salvado. Al pie de guatambú donde le habían cosido las tripas al gringo, empezaron a tirar flores. Todas las mañanas cuando pasaban con sus atados de ropa. Un día alguien dejó un ladrillo: otra vez alguno puso otro.

Y flores, siempre flores, con ramas del monte, ramos apresurados de las picadas profundas, de los huecos escondidos, helechos de las oscuras hondonadas. Yo no quise ser menos, cuando no quedaba nadie en el boliche y el hotel había apagado sus luces, una noche cualquiera de Picada Maestra, hecha de sudor y caña, me fui a mi rincón del obraje y desenterré la trenza; no me quise guardar ni un pelo; la puse sobre la pila de ladrillos, encima de las flores. Todavía hoy enfermo y viejo, cruzando Eldorado, suelo llegarme hasta la tumba de Santa Tranquilina.

Relato publicado en la revista Mojón A de la Sade Misiones en junio de 2000

Glaucia Sileoni de Biazzi

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