Carta

domingo 24 de enero de 2021 | 6:00hs.
Carta
Carta

Bukowsky dijo: “Morimos solos en un lugar barato y desaparecemos para siempre de la vida de los otros”.

Cuando Arturo Bazán fue encontrado frío y duro en la pieza del conventillo y el olor del cuerpo ya ofendía a la vecindad, llamaron a la municipalidad para que se llevara el cadáver. Nadie se había atrevido a entrar en el cuarto. Quizá porque estaba con los ojos muy abiertos.

La encargada mandó a la sirvienta a limpiar la pieza y a sacar las cosas del finado al patio para poder alquilarla enseguida.

La muchacha entró casi temblando, un poco por miedo y otro poco porque aquel hombre había sido siempre muy bueno con ella.

La ventana estaba abierta y el colchón doblado sobre la cama. En el piso de madera desgastada se veían unos puchos y unas chancletas de paño desteñidas. En la mesa de luz había un diario de varios días atrás doblado en la página de las carreras, una vela, un boleto de tranvía, y un calzador. En el ropero colgaban de una percha dos pantalones grises y en otra un traje azul y una camisa blanca. Debajo de las perchas unos zapatos con las suelas a punto de perforarse. Al tratar de sacar el colchón al patio algo cayó ruidosamente. Era un revólver treinta y ocho con las cachas de nácar y una inscripción grabada en la culata: “En ti confío”. En un bolsillo externo del saco había una carta doblada en cuatro. El papel estaba arrugado como si se hubiera abierto y cerrado muchas veces. La muchacha no sabía leer. Guardó el papel en su delantal y siguió con la limpieza. Le entregó el arma a su patrona quien, sobresaltada e histérica, salió corriendo para la comisaría.

Esa noche desplegó la carta sobre su pequeña mesita de luz y vio unas líneas de letras muy irregulares escritas con un lápiz de punta gruesa. Contó los renglones. Eran ocho. Sentía una enorme curiosidad pero no quería compartir con nadie su secreto (no sabía que eran unas apuestas de quiniela).

Así fue como se imaginó el contenido de la carta. Sería escrita a un amigo y le diría: “Estoy viviendo en una pieza en la calle Defensa. No estoy nada mal. Acá me siento bien. De salud no me quejo. Y hay una sirvienta muy hermosa que me gusta mirar cuando va por el patio o sube las escaleras. Riega las plantas y a veces mira hacia mi ventana. Creo que pronto le voy a hablar y la voy a invitar a bailar. Es muy lindona. Ando con ganas de instalarme y dejar de hacer fullerías. Espero que la conozcas pronto”.

La muchacha recordó los ojos abiertos de Bazán, el olor a putrefacción, las chancletas de paño, y vomitó. Estaba aterrada. Y de pronto recordó el hueco de la pared donde hacía un tiempo ella le había dejado una pequeña esquela. En ese lugar el hombre escondía su dinero y ella lo descubrió por casualidad. Entonces le pidió a su prima Hortensia que le escribiera una carta de amor que sería -por supuesto-anónima. La ocultó en el agujero y esperó en vano una respuesta. Pocos días después el hombre era finado.

Tenía que recuperar el papel. Esperó la madrugada, subió las escaleras y una vez en el cuarto recuperó su carta. Bajó a toda prisa y se encerró. Pero aquella era otra carta. Estaba escrita con un trazo tembloroso. Amaneció mirando esos signos incomprensibles. Al día siguiente su prima leyó en voz alta:

“Moza, no mire a tipos como yo. Usted es más linda que los malvones del patio y yo ya estoy frío como un bufoso. Le dejo en lo del turco un vestido pagado. Vaya a bailar a lugares decentes. Alguna vez piense en mí”.

Igual

Hay un día en que uno se pregunta: ¿qué estoy haciendo acá? Y ese día todo lo que hace y todo lo que lo rodea queda en suspenso. A veces, es sólo un segundo: la respiración de un buceador que vuelve a sumergirse, un fogonazo, y resumergirse en la rutina y disolverse en ella.

Bueno, ese día la sensación duró más de lo acostumbrado. Tuve miedo.

Miré a mi mujer y vi todo lo que odiaba de ella de un solo golpe.

Estaba frente a mí con su batón descolorido limándose las uñas.

-No soporto que te limes las uñas delante mío -dije.

Ella miró de reojo y puso la radio más fuerte, música bolichera, asquerosa.

-Sacá esa bazofia -dije.

Ella tosió, se cambió la lima de mano y siguió con lo suyo.

Salí al patio, hacía frío, busqué un saco y me fui al bar de la esquina. Tomé una ginebra que me dio valor. Esperé que pasara algo y caí en la cuenta que esta vez dependía de mí. Busqué una moneda y llamé a Florian.

- ¿Otra vez lo mismo? -preguntó.

-Esta vez es diferente -susurré.

-Siempre es diferente.

-No.

Colgué y salí. Caminé hasta el parque. Los domingos es un lugar agradable. Está lleno de gente que parece feliz. Envidié a todos. Pensé que en algún lejano lugar estaba también mi felicidad, pero no podía pensar más allá de los límites del parque.

Cuando regresé ella había salido. Dejó un cartel con su letra infantil: “Voy a lo de Julia, vuelvo a cenar”.

- Mierda! -pensé.

Abrí el ropero. Saqué una valija. La llené con todo lo que pude. Estaba apurado y quería salir sin cruzarme con ella.

Cuando estaba por abandonar la casa me quedé parado frente al espejo. Ahí estaban mis arrugas, las huellas de la monotonía. Intenté una mueca secreta para reconocerme, un santo y seña, pero no funcionó.

En la calle hacía cada vez más frío. Deambulé arrastrando la valija, cuadras y cuadras, sin saber adónde ir, ni por dónde empezar. Un bar, un café, caminar, una plaza, un banco, mis amigos estaban todos en otras cosas.

Se fue haciendo de noche. Al otro día tenía que trabajar temprano. Todo estaba desierto. Casi no tenía plata.

Algo me llevó a una cabina telefónica. Alguien marcó por mí. Ella atendió.

-Vení que está la cena -dijo, y colgó.

Esa noche hicimos el amor mejor que otras veces.

Los relatos pertenecen al libro Esquirlas y Perdigones, Editorial Universitaria. Abinzano es docente emérito de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Unam

Roberto Abinzano

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