2023-02-26

Que el buen Tupang les perdone

Mejor si nos sentamos aquí, en este banco de la plaza, a la sombra de este ybyrapytá. Así hablaré mejor y usté me entenderá también mejor. Por mi parte, andar tanto de pie me hace sentir como si rodara con mis güesos barranca abajo. Sí, usté se ríe porque no tiene mis años y no sabe ni un alguito así de los maltratos que sufrí cuando tenía sus años y nada me parecía demasiado duro en la vida.

Aquí estaremos mejor. Qué alivio se siente a la sombra de un buen árbol. Hasta el aire que se viene del río parece más fresco. Me hace recordar cuando tenía su edad, cuando por mis venas corrían todas las fuerzas de la vida y llevaba en el espíritu un mundo de ansias de andar de obraje en obraje, de recorrer los caminos, de tragar las nubes de polvo que entonces cubrían las rutas de esta tierra. Eso mismo, señor, el ansia de beber la vida no da al joven el tiempo de sentir el frío del invierno ni el fuego del verano. Sólo le da tiempo para sentir las ganas que le arañan las entrañas, como ahora, que ya soy demasiado viejo, mi tiempo se ocupa de los dolores que nacen en el fondo do los güesos.

¿Estar jubilado yo? Me dan ganas de reír. No, no, mi hijo, ya no hay en mí un rincón donde guardar es esperanza. No sabe los meses y meses que anduve dando vueltas y más vueltas en busca de papeles y certificados. Pero mis viejos patrones dicen que ya no se acuerdan de mí. Eso dicen, ahora que se han vuelto ricos y tienen empleados que le ponen mala cara a los viejos inútiles como yo que molestan pidiendo certificados de trabajo de otros tiempos.

No, mi hijo, no es tan fácil como usté dice. Los viejos estorbamos en este mundo de hoy donde ya no se ven las viejas familias de antes. Los viejos de ahora estamos huérfanos de nietos que en otras épocas bebían nuestras palabras para llenar las venas de sus pensamientos. El mundo se ha cambiado de cara, señor, y si apenas puedo reconocerlo, menos puedo comprenderlo.

Me dijeron que fuera a los sindicatos madereros, que allí tal vez pudieran ayudarme a encontrar lo que busco. La cosa volvió a repetirse. Me cansé de andar y andar y de darme cuenta de me atendían como oyendo caer la lluvia. Los sindicalistas tienen otros problemas, muchos otros problemas tan grandes y pesados como un mundo. Andan con un temblor sin cesar de azogados, con el alma quebrantada a causa de una sed que no puede apagarse. Y con una sed de esa clase ¿cómo podrán atender los reclamos de un pobre viejo como yo?

Hace muchos años, allá cerca del año sesenta, me atrapó el invierno más crudo que guarda mi memoria. Junto a unas doscientas personas cargadas de chicos nos encontramos abandonados de pronto en medio de las sierras de San Pedro. Usté que es periodista habrá oído mentar el caso. ¿No? Es posible, uste sería apenas un muchacho entonces. A nosotros los viejos se nos hace difícil encajar en el tiempo de los jóvenes.

Como le decía, quedamos atrapados en una villa. Lejos del pueblo de San Pedro, sin provista, sin remedios, sin poder pedir socorro a nadie, y con un frío sin igual que el cielo nos echaba encima sin ninguna compasión. Fue un frío doloroso, un frío distinto, un frío que hincaba los güesos a pesar de que uno no salía de encima del fuego de su rancho, Después se vino la nieve. La selva entera se vistió de blanco y todos creímos que había llegado la hora del fin del mundo. Nos dijimos que aquella masa blanca nos ahogaría del mismo modo que estaba ahogando a las plantas que cubría a la tierra. Algunos suspiraron hondo y se pusieron a esperar el fin como lo manda el buen Tupang Marangatú. El hambre y el frío, al mismo tiempo, era seguramente el precio de nuestras culpas pasadas.

Entonces conocimos la desesperanza. Eso se siente como la falta de ganas que se viene después de padecer los temblores de la malaria. No se desea ya nada si se espera nada. Sólo se siente el amargor de la propia boca.

Nadie se ocupó de nosotros y hubiéramos muerto de hambre si no fuera por las semillas de pino que un buen día comenzamos a comer. Aquello fue como un nuevo despertar a la vida. Recogimos semillas hasta caer sin fuerzas en las faldas de las sierras, aprovechando el sol del mediodía, tiritando debajo de los pinos, soplando nuestras manos agarrotadas a cada momento, andando como muertos que se levantan de sus tumbas.

Salimos de la desesperanza y nos mantuvimos con vida durante unas cuantas semanas, que parecieron eternas con todo aquel frío sin piedad. Pero recobramos el ansia de seguir viviendo, de resistirnos a morir helados en aquel hueco de la selva.

Recuerdo que llegó la Noche de San Juan y las fogatas que prendimos en medio de los ranchos de la villa. La luz de las llamas encendieron la escuridad de la noche y los reflejos saltaron de árbol en árbol, igual que los chicos que se animaron a brincar alrededor de las brasas.
Es el único recuerdo alegre que guardo de aquellos días 1lenos de tristeza. Nunca me quejé de los momentos ingratos de la vida. Conozco la cara del hambre y de la sed; pero peor que el hambre y la sed es contemplar el hambre y el frío de los seres queridos. Ojalá usté no llegue a conocer nunca ese sentimiento que escapa del pecho y se agarrota en la garganta, quitando el aliento hasta encogernos y aplastarnos contra el suelo. Ojalá no pase por eso, mi hijo, porque me parece buena gente, así de sólo mirarle,

Usté me sigue preguntando que hicieron los sindicatos de entonces para librarnos de aquel atolladero, y qué pienso de ellos. Sólo le diré que soy un pobre viejo que en sus años mozos no se ocupó de pensar en las cosas del mundo, porque entonces solamente procuraba ganar el dinero suficiente para darse sus gustos, de salir de tanto en tanto del monte para calmar los deseos metidos en su cuerpo. De todos modos le cuento que los sindicalista no dieron señal de vida cuando más hacían falta que aparecieran.

Así fue, porque los sindicalistas de entonces no tenían tiempo para compadecerse de los trabajadores de monte. Ellos andaban detrás de su propio sustento, visitando todos los meses las administraciones de las empresas obrajeras para retirar un sobre lleno de plata, el sueldo que le daban para que no se metieran a trabajar contra la empresa. Le llamábamos Visitadores de Empresas. Venían de a tres y de a cuatro, entrando y saliendo de las administraciones; pero nunca se ocuparon de visitarnos en las villas para preguntarnos sobre nuestros problemas o recibir nuestras quejas.

Recién ahora conozco una sarta de cosas que antes no me importaba conocer. Los contratistas y patrones obrajeros nunca depositaban lo que nos descontaban con el cuento de la jubilación. Yo no soy ducho en cuentas, pero lo que se descontaba a mil hombres en dos quincenas en una reforestación pienso que era más que suficiente para volver rico a cualquiera. Después de tantos años, ahora comprendo de dónde salió toda la plata que hoy tienen mis viejos patrones.
También recién ahora comprendo por qué mi nombre no figura en ninguna parte, como si yo no hubiera nacido, como si jamás haya sudado con el hacha y el machete, abriendo rumbos en el monte, volteando lapachos y pinos, o abriendo caminos sobre las cuchillas del desierto.

Y resulta que después de todas las idas y venidas de mi vida, vengo a encontrarme con que no puedo comprobar que me pasé la vida trabajando de sol a sol, que no viví del aire como algunas plantas del monte. Le juro, mi hijo, a veces pienso que es posible que todos esos hombres y mujeres que me atendieron en las oficinas tengan algo de razón al no querer dar crédito a mis reclamos, porque es posible que todo ese mundo que se revuelve aquí, en mi cabeza, no sea más que el sueño de un pobre viejo caduco y sin fuerzas. Tal vez ni siquiera sea un simple sueño. Hasta es posible que usté, mi hijo, también sea un sueño más, o que yo en realidad no exista ni haya existido nunca.

No, mi hijo, no estoy desesperanzado como cuando pasé aquellos tiempos de frío y llené mi estómago con semillas de pino para quitarme el hambre, y llegué a apenarme por las criaturas que clamaban por un plato de comida. El ser un viejo decidido a esperar pacientemente a la muerte me da un tanto de alivio, como si estuviera preso y oyera al guardia que se viene a abrir la celda para sacarme a tomar un poco de sol. Mi estado es como el momento del suspiro de alivio que se da después de un largo y duro día de trabajo, porque mi tarde se acaba, porque mi sombra apenas se ve, y se aproxima la noche del reposo final.

Pero le confieso que me llevo un alguito de luz en el corazón. No pude evitar sentirme contagiado por la alegría general, por ese algo que hace temblar el espíritu do las gentes repitiendo a cada rato eso de que la democracia ha llegado de nuevo a nuestro mundo. Lo siento en la piel, como el viento que hace estremecer la superficie del río. Es una lástima que a mí me haya sorprendido demasiado tarde, cuando ya no me quedan fuerzas para gozarlo.

Vez pasada escuché el discurso del Gobernador. Dijo muchas cosas como sacadas de la boca de Tupang Marangatú para derramarlas sobre la desesperanza de los hombres con hambre en el alma, con la misma hambre que padecí cuando recorría las oficinas de mis viejos patrones que ya no se acordaban de mí.

Pero también mis ojos y mis oídos me trajeron un poco de pena para que pesara en el hueco de mi alma. Con la democracia que ha venido a alumbrar al mundo, volvieron de nuevo los sindicalistas de siempre, como resultados después de una larga noche. Los he oído vociferar protestas en defensa de los que nunca defendieron, lo mismo que en otros tiempos, aquellos viejos tiempos de bonanza cuando ellos visitaban a las empresas obrajeras en busca de su sueldo, el único lazo que ataba a los trabajadores de monte. Que Tupang Marangatú les perdone la parte de mis sudores que ellos chuparon y no me retornaron en la hora de la vejez, y ruego que los hombres bienintencionados que gobiernan a los pueblos encuentren la manera de que nunca jamás se vuelva repetir en otros las horas amargas que yo padecí.

¿Quiere ayudarme a levantarme, mi hijo? ¿Si quiero otra cosa? ¿Si usté puede hacer algo por mí? Es posible, es posible. Diga a los que algún día lleguen a cargar mis años que yo, este pobre viejo que ni siquiera existe, ahora sólo tiene el deseo de volver al Alto Paraná, su única patria, para buscar un lugar en medio del monte donde echarse a dormir en la paz del buen Tupang. Sí, hijo...

Víctor Verón

era oriundo de Encarnación, Paraguay.

Falleció en agosto de 2001 en Posadas.

Fue finalista del premio Plaza y Yanes de España.

Publicó las novelas Los pájaros sagrados (1989) y

La llama y el viento (1997)
Ilustración: En el umbral de la eternidad,

pintura de Vincent van Gogh

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