2022-11-06

El misterio de la camioneta celeste

Suena a cuento policial, o de suspenso. Pero no, no. Lamento decepcionarlos. Sin embargo, hasta el final, fue todo un misterio, una de hacer conjeturas, de suponer, de desconfiar, hasta de tener el ojo y los oídos alertas.

La primera vez, vaya y pase. Es decir, pasó desapercibida, no era una cuatro x cuatro que se descompone en una calle cualquiera de la ciudad.

Estacionada como corresponde, con el capó levantado y el hombre allí, esperando, seguramente un auxilio.

La segunda vez, qué casualidad, en el mismo lugar y otra vez con el motor que no arrancaba. Bueno, eso es lo que la vecina imaginó.

Pero cuando por tercera vez la camioneta - celeste, chota, - se paró y el hombre abrió el capó y estuvo detenido más de un cuarto de hora, se dijo no, aquí hay gato encerrado.

Después se fijó, se trataba de un vehículo que repartía gas en garrafas de 10 ks. viejo, de esos que escapan a cualquier control de tránsito y si los detienen coimean, pero en general no los detienen porque a esos pobres infelices qué peso les pueden sacar, mejor con los autos de más pinta.

Esa siesta la vecina, que estaba por agarrar el sueño, se sobresaltó con el ruido de la camioneta. ¡Otra vez! Y ahora sí, oculta tras las cortinas vio como el hombre -joven, bien parecido, pero con el abundante cabello algo entrecano- abría el capó, echaba agua (seguro que era agua, qué otra cosa podría ser) y miraba hacia la casa de enfrente. Hasta le pareció que hizo una seña aunque no pudo ver quién estaba detrás de los cristales de la ventana.

Esto se pone interesante - pensó. Y a renglón seguido se instaló en un sofá, cómodamente, protegida en su anonimato por la cortina y la falta de luz en la habitación y todavía en camisolín transparente total quién la veía sino sus cuatro o cinco gatos. Porque el marido, ¡bah!

El hombre hizo como que observaba el motor, pero miraba la casa de enfrente.

¿En qué momento se cerró la ventana? Porque estaba abierta, sí. Y ahora no.

El hombre, no muy alto, de físico tipo tano dio vueltas, se acercó a la parte trasera, medio que acomodó unas garrafas y miró hacia la casa de enfrente.

Después caminó unos pasos, se alisó el pelo, se llevó la mano a la nariz y miró hacia la casa.

La vecina, gran lectora y por ende, de imaginación desbordada, comenzó a sacar deducciones.

En la casa de enfrente vivía un matrimonio que no se daba con nadie, apenas el saludo. Tenían tres hijos, dos muchachos y una mujer, todos mayores de edad. Bastante mayorcitos. La chica unos meses atrás se había recibido con algún título universitario.

Morena y graciosa, muy delgada, entraba y salía continuamente y solía tener novios -o acompañantes- algo raros. No, hippies no; drogadictos parece que tampoco. Solo que... eran tipos que no estaban a su altura, con fachas de vulgares, como de, como de mano de obra barata.

Pero hay que reconocer que, meses antes de recibirse, de pronto, cambió de loock. Se cortó el pelo que siempre lo tenía largo, bien melenita tipo garzón que le quedó precioso y hasta sus ojos resaltaron; y dejó de usar faldas hasta el tobillo, reemplazándolas por unas minis que le quedaron estupendas, con saquitos ajustados, una modelo parecía. Hasta maquillaje comenzó a usar.

Y a fin de año ¡záquete ! se casó. Con bombos y platillos. Y más de 300 invitados que no es mucho pero de dónde los habrán sacado seguro amigos y familiares del novio, un santafecino que aterrizó por estos lares así, del tipo ajero pero elegantón. Con plata, parece. Por el auto 0 kilómetro, flamante.

Y sí, quizás el repartidor de gas era uno de sus candidatos anteriores y no sabría nada del casamiento. Porque, quién iba a comprar tanto gas en ese barrio de gente caté que seguro todos tenían los cilindros de 40 kilos.

Aunque también podría ser que el tipo fuera un chorro o un informante, a lo mejor tomaba fotos de las casas, quién iba a desconfiar de una camioneta descompuesta.

Porque no era casual que el motor se averiara, o el radiador perdiera agua justo, justito en esa calle y no importara la hora.

La vecina volvió a mirar, qué estaba haciendo el tarado. Olía un pañuelo rojo, ahora acostado sobre el asiento. Y no quiso espiar más, le dio asco, degenerado, haciéndose la paja.

Llamar a la policía para qué, para decirle qué. Y meterse gratuitamente en un lío. Mejor mantenerse alerta.

Pero no hubo más que otra oportunidad.

Otra vez el capó abierto, el agua chorreando, el tipo mirando hacia la casa de enfrente y ¿qué hizo, eh? ¿qué hizo? Abrió la válvula de una garrafa y aspiró.

Ella se sintió en la obligación, ahora sí, de llamar a la cana. Un hombre en la calle, desmayado - aunque tal vez estuviera muerto - para peor frente a su casa.

Y qué extraño, en medio de los vecinos consternados, el hijo mayor, el solterón, que se arrojaba sobre el cuerpo del repartidor de gas y hasta le dio la impresión de que sollozaba.

Ella tuvo que declarar, como testigo ocular del suicidio. Y sin querer se enteró de que la policía encontró en la cabina de la camioneta chota documentos personales y de propiedad del vehículo, un facturero, una maquinita de sumar, una foto de una mujer joven con una niñita en brazos y un slip ¡no era un pañuelo! - rojo, de algodón, bastante manoseado.

El cuento es parte del libro Pombero en el maizal y otros cuentos. Escalada Salvo ha publicado más de treinta libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

Rosita Escalada Salvo

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