2022-08-07

La opción

-Ahí está el hombre- dijo el agente.

-Que espere. Entre dos y tres horas. Lo mínimo. El comisario Rocasagasta frunció el ceño al tiempo que golpeaba con el lápiz sobre el vidrio del escritorio.

-Hay dos infractores. Están en la celda general. Uno por ebriedad voluntaria crónica, el otro por desacato.

-El curda, a la pelada. Tres baldes de agua y que no se orine. El desacatado, a picar leña, A la noche los veré.

-Señor, el hombre está muy nervioso. Parece que tiene un problema cardíaco. Pide que llamemos al médico de San Javier.

-Bueno, que pase don Juan Méndez. Hablaremos. Cualquier novedad, si no es urgente, esperen que salga el hombre.

El citado penetró en el despacho de madera y luego de quitarse el sombrero se sentó donde le indicaba el otro. No sabía cómo saludar y emitió apenas un buenas tardes. Todo había cambiado en aquellas relaciones. Ya no podía hablar de cómo iban la carpida o la cosecha. De todos modos, había comparecido con su habitual ropa de salida: amplias bombachaş, botas lustradas, camisa blanca, pañuelo al cuello y sombrero. Cabía abrigar la esperanza de que todo sería como otras veces. Pero no ignoraba que ésta era una citación formal, por motivos concretos, por motivos que por lo menos alguien conocía, tal vez varias personas, entre ellas el comisario, “mi amigo el comisario”, como solía decir. Además, ¿cuántas personas de sus dos casas conocían ahora este problema, pero de otra manera? Una cosa era conocerlo y otra muy distinta compartir ese conocimiento con la autoridad. Y lo peor, con el director de la escuela y los demás miembros de la cooperadora escolar, esos vecinos que tanto lo respetaban y tenían la debilidad de elegirlo siempre presidente de La cooperadora. Sabía o suponía que comentaban: “Habla perfectamente el portugués y el castellano, es un hombre rígido con sus hijos, excelentes hijos los de un matrimonio, y los del otro, bueno, nadie es culpable, tal vez el bocio o algún problema de la madre; resumiendo: un excelente padre de familia, en la medida en que un hombre puede ser un buen padre de familia”. Cuántos años amasando ese prestigio, mirando a todos de frente, a los ojos, exigiendo en todas partes lo que correspondía, porque ser pobre no es deshonra cuando se es derecho, e incluso no tan pobre, y tener dos hogares tampoco es deshonra cuando se los tiene el uno frente al otro, en la misma chacra, separados por un arroyito, cada familia responsable de cierta clase de cultivos y animales, pero todo como una cooperativa, bajo la sabia dirección del hombre inflexible e incluso piadoso, que no abandona a la primera mujer porque la segunda le salió mejor y asimismo los hijos muchos mejores.

-Tengo aquí un expediente - dijo Rocasagasta, esta vez sin preámbulos-. Usted sabe, don Yango, lo que son los papeles en una comisaría: lo que se escribe ya no se puede romper. Se recibe una denuncia, la firma el denunciante, declaran los testigos, firman, eso es un expediente, cuanto más crece más se escapa de las manos del que lo instruye. Si el instructor lo quiere romper, el secretario lo puede denunciar, y si los dos se ponen de acuerdo, el denunciante los puede denunciar, o los testigos, o cualquiera que se entere que ese expediente existió. Usted, don Yango, era un hombre de prestigio, de pronto comete un error de cálculo y todo ese prestigio se desmorona, Y lo malo es que aquí los testigos también fueron víctimas. Y no hay nada peor que la víctima que encuentra la oportunidad de vengarse. ¿Quiere contarme usted la historia o desea que se la relate yo? Nadie nos oye. Haga de cuenta que soy el cura.

-Comisario, yo no quiero perder mi posición. Me costó alcanzarla. Ser alguien en una colonia como ésta es duro.

-Don Yango, se suponía que usted era un cojudo. Dos mujeres, cada una con un montón de hijos, no es poca hazaña. Pero que la segunda le gustara tanto como para seguir en...

-¿Qué recogió en ese expediente? ¿Qué inmundicia? ¿Quién firmó? Para empezar, niego todo eso, porque si usted me cita hay algo malo que se dijo de mí. Pero ¿cómo lo prueban? Ni siquiera aquí, en el Pozo Feo, pueden acusar a un hombre sin pruebas, ¿Quién me denunció? ¿Qué es lo que denunciaron?.

-Vea, don Yango, yo quería escucharlo de sus labio, pero...

-Señor comisario, usted me cita y quiere que yo le cuente para qué... No soy instruído pero sé razonar. Si usted supiera portugués se lo diría de otro modo.

-Está bien, don Yango. No debería imponerle del contenido de este expediente, pero se trata de su propia familia y usted conoce en verdad el problema mejor que yo. Sólo ignora cómo declararon esas personas, de qué modo lo acusan, pero sabe perfectamente de qué lo acusan. Puedo tomarle declaración ahora, pero entonces ya no volvería a su casa. Mejor conversamos informalmente hoy y mañana resuelvo. Hay un radiograma listo para ser enviado al Juez Penal de turno de Posadas. Si eso ocurre el expediente pasa a pertenecerle y a engordar día a día. Es lo que se llama la investigación. Probablemente los miembros de su familia sean citados en Posadas para volver a declarar, esta vez ante el juez, y usted pasará a la Alcaidía de Prevenidos y después, si lo condenan, a la cárcel. En la alcaidía hay tantos presos que duermen codo con codo, algunos en el piso, mezclados sifilíticos con tuberculosos y cosas peores, entre piojos y chinches. Le pinto el panorama en nombre del respeto que usted me merecía. No quiero asustarlo pero tampoco engañarlo. Usted tiene el derecho de prestar declaración ante un abogado, pero para su suerte aquí no hay ninguno. Digo para su suerte por que en un caso así le sacaría todo el dinero que tiene y le haría firmar documentos que para levantar, a la larga, tendría que vender sus bienes. Hay un abogado en Alem: se llama Mínimo Pérez. Si quiere llamarlo no seré yo quien se lo impida...

-Señor comisario, y si yo consigo que mi familia retire la denuncia...

-No lo va a conseguir, don Yango. Hay que analizar bien las cosas. Usted era una persona de prestigio, su palabra era escuchada por todos, contaba con el aprecio del director de la escuela, del presidente de la Comisión de Fomento y de la policía. Pero el rumor de este supuesto delito lo ha descalificado. Tanto da que lo que se le imputa sea verdad o una infamia. Aquí la simple duda lo condena. En el expediente es al revés, según la ley. En una de esas le conviene que el expediente siga adelante para que quede demostrada su inocencia, aunque la inocencia no exista. Pero para la gente de la colonia usted ya tiene un epitafio. Es probable que no lo molesten, pero nadie lo escuchará. En adelante su vida va a ser la de un fantasma, la gente lo esquivará, su nombre será mala palabra: si lo absuelven dirán que la justicia no sirve, o que tuvo la suerte de dar con un abogado pícaro, de esos que manejan todas las argucias. Pero si el expediente sigue adelante la cosa no va a ser mejor para usted: su vida va a ser la de un fantasma entre las rejas, los presos acusados de ciertos delitos leves hablarán a sus espaldas, le harán burlas, querrán castigarlo.

-Evidentemente, sólo me queda un camino. ¿Cuál es mi situación en este momento? ¿Estoy detenido o...? -Las arrugas de su rostro se habían acentuado, el mentón le temblaba. Encendió otro cigarro.

-Bueno, eso todavía depende de mí. Mientras no le tome formal declaración usted no figura en el expediente como detenido. En este momento yo no soy el comisario, soy simplemente Rocasagasta, un hombre que trata de que el prójimo reciba el menor daño posible...

-Gracias comisario. Le agradezco con toda el alma.

-Si tuviéramos sólo el alma, don Yango, no tendríamos problemas, pero tenemos el cuerpo y allí comienza todo. El cuerpo quiere placer. ¡Si lo sabrá usted, don Yango! Mejor dicho, ésta (levantó un dedo señalándose la sien) le pide placer y lo utiliza. En qué líos se mete uno, don Yango, por ese afán de lograr placer. Quiero que nos entendamos. Yo no le estoy reprochando como hombre. Soy la mano de la ley, esa es la macana. En esta oportunidad y en tanto no sea simplemente Rocasagasta encarno a la ley como el cura es la mano de Dios, o de la religión, qué sé yo, de eso entiendo poco.

-Permiso señor -interrumpió un agente- Una novedad, mi comisario. Fue denunciado un hurto, al parecer hurto simple. Juan de la Burra sustrajo una gallina. Radicada la denuncia el agente Polo se constituyó en el domicilio del sospechoso y secuestró el plumífero. Levantamos un croquis del lugar donde fue hallado el cuerpo del delito: cuatro paredes de tacuara y barro, fogón al centro, al costado colchón de arpillera y chala. El nombre verdadero es Juan Da Silva. Le dicen “de la Burra” porque cohabita con un equino de esa naturaleza. El plumífero hervía en una olla de hierro, las plumas habían sido enterradas en las proximidades de la finca. El agente Polo secuestró también la olla por ser el instrumento de consumación del delito. El prevenido se halla confeso. Fue alojado en la celda general. ¿Qué hacemos con el plumífero, mi comisario?

-Que siga hirviendo, agente. Y ahora retírese. Le ordené que no me moleste. Así es don Yango. Usted se casó en el Brasil con su primera mujer y en San Javier con la segunda. Pero nadie lo acusa de bigamia: no nos consta el primer matrimonio. Lo que se hace en otro país está mirado por otros ojos. Trajo cuatro hijos de la primera y aquí sólo le dio hijos a la segunda: tres mujeres y dos varones. Los hijos de la primera (hay dos mujeres) no están inmiscuídos en este asunto. Nada dijeron de usted. Además, es poco lo que pueden decir. Tampoco sus mujeres dijeron nada. Quedaron sorprendidas de lo que se les preguntó. No pueden creer en nada que lo perjudique. Con ellas podría continuar haciendo una vida normal. Seguirá siendo lo que era, o lo que aparentaba ser. El problema -como usted lo sabe- radica en las tres hijas del segundo matrimonio. Los muchachos por lo menos hacen como que ignoran todo. Tampoco le crearán mayores problemas. El menor sólo aportó algunos datos con relación al problema que se le creó en la escuela a Antonia. Ocurrió hace un mes. Antonia tenía catorce años y su hermano menor recibió instrucciones suyas de vigilarla. Un día advirtió que uno de los maestros la rondaba. Ella, pese a ser muy rebelde, accedió a cebarle mate en los recreos, con la promesa del hermano de que no le contaría nada a usted. Poco después el menor sorprendió al maestro besando a Antonia y por respeto filial ya no pudo cumplir la promesa con ella. Para usted, don Yango, habrá sido un golpe terrible porque inmediatamente se apersonó ante el director de la escuela y le comunicó su decisión de retirarla del establecimiento. El director se mostró apenado porque era buena alumna y correcta muchacha y al fin y al cabo el maestro era muy joven y probablemente no tenía malas intenciones. El chico admitió también que ese día usted perdió los estribos, se la agarró con todos, hasta con los perros, y castigó a Antonia con un cinto, como nunca había hecho con ninguna de las mujeres. Después lloró en el patio, solo. Pero hasta ese momento todo hubiera sido más o menos normal. Junto las diferentes declaraciones. Usted la llevó a Alem, viajó solo con ella y gastó más de lo necesario en ropas. La llevó a un baile y bailó insistentemente con ella. Antonia estaba contenta porque hasta ese momento creía que eran simplemente atenciones de un padre arrepentido,

Y en verdad con ella fui un buen padre -pensó don Yango, o tal vez hablaba, ya que el otro seguía con la vista el movimiento de sus labios-. Cumplió catorce años y seguía con esa rebeldía de las niñas menores. Siempre tenía una respuesta y sus derechos eran sagrados. Tenía miedo de ofenderla con cualquier insinuación. Por eso el castigo fue una reacción fuera de lugar. Cuando me dijo que quería a aquel monigote el mundo se me desparramó en los pies como un montón de escarcha. Tomé el cinto y le di hasta que la muñeca comenzó a temblarme. Después la abracé y la besé porque era mi hija. Ella comenzaba su vida y yo tenía el derecho de prevenirla para que no fuese un instrumento de nadie. Sólo yo podía decirle: “ahora podés aceptar a otro, nadie merece tu virginidad”. Pero la castigué mucho y pasaron los días mientras me miraba con un sordo rencor. Rencor a la mañana, a la tarde y a la noche. Le pedí perdón y ofrecí llevarla al pueblo para comprarle ropas porque tenía que ir a su primer baile. Aceptó y regresamos contentos. Todo estaba olvidado. Yo pensé: debo cambiar, hasta ahora todo salió bien y nunca hay que buscar la excepción. Me contuve unos días...

-La denuncia la hizo la menor, acompañada de su hermana María, la mayor de las hijas de su segundo matrimonio. Vino con el marido, que la esperó en la calle, bajo la sombra de un árbol. Era un hombre calvo y serio que se miraba casi todo el tiempo los zapatos. Ella aseguró haberle contado todo y haber sido perdonada. Dijo: “después que le conté se pasó casi toda la mañana golpeando porotos. El poroto recibió los golpes que me hubiesen correspondido. Tenemos varios hijos, tal vez eso lo contuvo. No es hombre de fijarse en dos mujeres, una colmó su medida. Lo demás lo arregla a golpes, con cualquier cosa, a mí no me dijo nada. Entonces resolví venir, señor comisario, porque ella no tiene que pasar lo que pasamos nosotras”. Le pregunté por qué hablaba de “nosotras” y me respondió: “La segunda también, puede preguntarle, siempre a los trece años y algunos meses. Nos mandaba a atender un animal o a carpir en un lugar determinado, lejos de los demás, y al rato llegaba. Parecía simplemente cariñoso hasta que empezaba a prometer cosas y después lloraba porque lo que iba a hacer no estaba bien. Primero caí yo y después la segunda, Doralina. Conmigo duró dos años y cuando comenzó con Doralina se fue espaciando. Ninguna de las dos sabía nada de la otra, aunque sospechábamos. Después comenzamos a ir a los bailes y el bailaba con nosotras por lo menos la mitad de las piezas. Todos aplaudían y decían qué buen padre. Y así nos casamos, porque nos consideraban una garantía. Con ese padre no era para menos. Tuvimos que inventar historias para explicar la falta de virginidad. Pero cuando intentó con Antonia dijimos: “pase lo que pase tendrá que pagarla, viejo cochino. Decidimos venir a la policía después de confesarnos con nuestros maridos y obtener su perdón. Antonia no había sido tonta como nosotras y merecía salvarse. Desde chiquita fue rebelde. Lo que no correspondía, no correspondía”.

El expediente se había cerrado cuando Rocasagasta trató de matar una mosca que insistía en acariciarlo. El acusado sintió un repentino alivio como si todo acabará allí, esa pesadilla más insistente que la mosca que volvía a las andadas. Pero el expediente volvió a abrirse y el tic tac de un reloj despertador sonó nuevamente sobre el viejo armario del despacho policial. El comisario, dispuesto a leer, marcó con el dedo el sello del folio.

-A fs. 2 - acotó como dirigiéndose a un interlocutor ajeno al asunto- depone la víctima. Dijo llamarse Antonia Méndez, de catorce años de edad. Que la comprenden las generales de la ley con respecto al imputado, ya que es su padre. Que el día 27 de febrero del corriente año, siendo las dieciseis horas, su padre, luego de pedirle perdón por haberla castigado días atrás, comenzó a acariciarla. Que la dicente le dijo que ya lo había perdonado en oportunidad del viaje a Alem. Que su padre se las había arreglado para quedar a solas con ella en la casa. Esto lo comprendió después. Y la volvía a acariciar, ya sin motivo alguno. Que estaban en el dormitorio y la hizo sentarse a su lado en la cama. Que respiraba agitadamente y ella pensó que estaba enfermo y cuando la vio preocupada entonces dijo que tenía que ser suya antes que de cualquier otro, que la quería demasiado y comenzó como enloquecido a acariciarla en los senos y más abajo (textuales) y a besarla. Que la dicente logró desprenderse de los brazos de su progenitor y con un susto tremendo (textuales) salió corriendo al patio. Fue entonces que lo insultó. Preguntada: en qué consistieron esos insultos, respondió que le grito: “degenerado, viejo podrido” y otras cosas que no recuerda. Preguntada: si el imputado la persiguió entonces, respondió negativamente, que más bien le pareció que quedó sentado en la cama y tenía la cabeza entre las manos. Preguntada: ¿Qué actitud adoptó la dicente entonces?, respondió: que el corazón le saltaba en el pecho porque era tremendo lo que había ocurrido (textuales) y que entonces se dirigió a la casa de su hermana mayor, que vive en las proximidades, y le contó lo sucedido. Que ambas lloraban porque era una desgracia tener un padre así y entonces su hermana María le confió algo terrible: que su padre la había poseído a ella desde cerca de los catorce años y hasta un tiempo antes de casarse y lo mismo había ocurrido con la otra hermana, Doralina, tres años menor que María, Le dijo a la dicente que eso no podía continuar, “querer abusarse de vos también ya es demasiado” (textuales). Que ese mismo día (por ayer) iba a hablar con Doralina y con los dos maridos y al día siguiente se haría la denuncia. Que obligó a la dicente a quedarse a dormir en su casa y hoy vinieron a radicar la denuncia. Preguntada: si concretamente el imputado llegó a tener acceso carnal con la dicente, es decir, a penetrarla en esa oportunidad o posteriormente, respondió: que no, que siempre la acariciaba, antes, y la dicente creía que eran mimos. Que después de esa oportunidad no volvió a ver a su padre. Preguntada: si la dicente tuvo relación carnal con alguna otra persona, respondió negativamente. Informada en este acto de la designación de perito médico en la persona del doctor Magno Sapister, se le pregunta si tiene objeción que formular a tal designación, respondiendo que la acepta ya que no conoce a tal doctor”

-Todo esto aparece bajo el rótulo de denuncia- acotó Rocasagasta–, figurando María Méndez como asistiendo a su hermana menor. La misma María declara después como víctima de violación, narrando los pormenores en tres fojas, donde explica cosas similares. Doralina, la otra víctima, lo hace después y más adelante deponen los maridos que se lamentan de aquellas acciones a las cuales fueron ajenos. Siguen los informes de concepto, muy favorables a usted, don Yango, y la planilla de antecedentes, sin anotación alguna. Eso es todo- concluyó el comisario alisándose los bigotes crespos. Era un hombre de unos cuarenta años, corpulento, morocho y algo excedido de peso, con los dientes muy blancos y parejos y una sonrisa estereotipada. El otro, sin quitar la vista del expediente, que ahora descansaba sobre la mesa como un tranquilo signo de horror, se oprimió la frente con las manos.

-Tengo algunos bienes y algo de dinero -atinó a decir-. Estoy dispuesto a renunciar a esas cosas si se pueden dejar sin efecto las acusaciones. Tal vez usted consiga convencer a mis familiares que sería peor para todos llevar adelante esta situación.

-Don Yango, está sumando un delito a otro. Usted está tratando de sobornarme. No lo pongo a la sombra inmediatamente porque comprendo que todo es producto de su desesperación.

-Con su permiso, señor. Se encuentra aquí una de las víctimas, Antonia Méndez, acompañada de una de sus hermanas, María.

-Bien. Dígale a María que puede marcharse. La chica tendrá que ser sometida a examen médico, lo mismo que su padre. Luego será acompañada a su domicilio. Diga al agente Polo que puede tomarse franco y usted vaya al pueblo por las provisiones. Quedaré solo a cargo del destacamento hasta mañana a las ocho. Regrese a esa hora. Encierre al desacatado en la pelada y al beodo en la celda general, lo mismo que a Juan de la Burra. No hay más instrucciones. Pueden marcharse los dos.

-Don Yango, creo que vamos a arreglar su asunto sin que le cueste una chirola. Las cosas van a volver poco a poco a su estado normal. Usted se evitará diez o quince años de cárcel. No se olvide que los hechos probados son serios: violaciones reiteradas Y tentativa de violación, todo calificado por el vínculo de parentesco. Le haré una propuesta amistosa, Si usted la acepta destruiré el radiograma destinado al juez y el expediente morirá en mis manos. Le repito, no quiero una sola chirola. Sólo quiero lo que usted no pudo conseguir. Hablará con Antonia y la convencerá a medias. Yo haré el resto. Esta noche o mañana temprano volverán a la casa y todo en paz. No me mire de ese modo, don Yango. Le estoy ofreciendo la vida a cambio de unos minutos de placer de los que usted disfrutó muchos. Conversará con ella todo el tiempo que sea indispensable. Cuando llegue el momento deberá golpear tres veces en esa puerta y la llevaré a otra habitación. Hará de cuenta que esta es su casa, don Yango, Esperará todo el tiempo necesario. Si debe pasar toda la noche aquí descansará en ese sofá. Creo que no hará falta. Unas horas serán suficientes.

Marcial Toledo

Del libro La tumba provisoria. Toledo fue poeta, periodista, abogado, profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación.
Ilustración. Obra de Florencio Molina Campos

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