2021-11-28

El besamanos de los caciques (1939 - 2019)

En la antigua reducción de San Ignacio Miní los turistas sacan fotos, escuchan a los guías o, simplemente, se sientan en algún lugar sombreado a descansar un rato cuando hace calor mientras recorren las derruidas instalaciones de aquel antiguo pueblo.

Entre tantos que visitan las ruinas pasean dos señoras, ya grandes, que llevan sombreros livianos para protegerse de la resolana. Las dos son de Buenos Aires, compañeras de trabajo, una viuda, la otra separada, y han llegado a ese lugar por primera vez.

Luego de años de compartir horas en la misma oficina -que desde allí perciben remota- se han hecho, como se dice, hermanas del alma, y en estas vacaciones han decidido venir a conocer Misiones.

Desde hace mucho lo saben todo una de la otra, penas, alegrías, frustraciones, anhelos... Una vive hacia el oeste de la ciudad y viene a su trabajo en tren. La otra hacia el norte de la capital y debe a diario, sin remedio, esperar el subterráneo de la línea D en la estación de Plaza Italia. Conoce ese lugar de tránsito como su casa, y entre las imágenes cotidianas que tiene grabadas, después de tanta espera, están esas reproducciones de cuadros hechos en azulejos que ocupan un gran sector de la pared.  Nunca ha tenido la ocurrencia de preguntar qué representan, pero una de las imágenes, en particular, por pararse junto a ella cada día, mientras espera el subte, podría reproducirla de memoria. Ese cuadro muestra un largo corredor con columnas que sostienen un tejado con fuerte caída, soportado por gruesas vigas de madera. Al fondo, el corredor acaba en un pórtico con relieves. A la izquierda un patio como de monasterio, muy iluminado en la mañana, y a la derecha, bajo la sombra de la galería, el muro lateral de un templo con una puerta por donde se asoma un sacerdote que, a juzgar por la indumentaria que luce, acaba de terminar la misa. Frente a él, una fila de hombres jóvenes, con aspecto de indígenas, vestidos con chiripá y ponchos listados. Son catorce, los ha contado muchas veces, en fila para besar la mano del sacerdote. Los cinco primeros están bajo la sombra de la galería mientras los otros nueve aguardan bajo la luz del patio. Pero debe haber por lo menos tres más, ocultos por las gruesas columnas, conversando entre ellos hasta que les llegue el turno de besar la mano.

Pocos momentos antes, mientras caminaban por el interior de la antigua reducción, la amiga ha tenido que ir al baño y ella ha quedado sola, parándose en el exacto lugar donde ochenta años antes otra mujer, una francesa, montara el caballete y desplegara su pequeña banqueta para sentarse, dispuesta a pintar la escena que la turista tiene ahora grabada en su memoria.

De pie, mientras aguarda el regreso de su amiga, pasea su mirada por aquellos muros y comprende que está frente al escenario representado en la pared del subterráneo. Falta el techo de la galería, falta el sacerdote en la puerta y la fila de indios dispuestos a besarle la mano, pero allí permanecen las columnas del patio, el muro del templo a su derecha y el pórtico al fondo, cerrando la perspectiva.

Allí mismo, ocupando el espacio físico que ella ocupa ahora, fue donde la francesa aquella preparó sus pinturas a la guache mientras sus ojos claros comenzaban a recorrer el mismo encuadre que ve ahora la turista, sólo que dentro de aquel predio sin gente, y con las piedras rojizas de las paredes cubiertas de helechos.

Ambas han fijado los ojos en la misma dirección, sólo que mientras la turista comienza a recrear los detalles del cuadro que lleva en su memoria, la francesa se dispone a crearlos. Y mientras esta mujer, que aún no había nacido cuando se pintara aquella escena oye el murmullo de otros visitantes, la francesa, listas ya las pinturas y pinceles, sólo escucha el canto de los pájaros del monte que cubren aquella solitaria reducción.

 Como en otras salidas por lugares que guardan historias, la francesa, que se llama Léoni, comienza a tomar apuntes, inmersa en el paisaje que luego evocará en su estudio para darle definitiva resolución al cuadro. Así lo ha hecho siempre, desde los bosquejos tomados en esquinas porteñas, imaginando el pasado de esas calles, hasta en perdidos pueblecitos de la puna. Nada escapa a su retina entrenada en la Academia de Arte de París donde fuera, a los quince años, la primera mujer en ser aceptada.

Con esa habilidad generada por años de práctica artística, esboza   imágenes que habrán de dar vida al pasado. “-Así era en sus orígenes la Plaza de Mayo”, dirá alguien. “-Así era la costa del Río de la Plata detrás del Fuerte”, dirá otro. “-Así era la vida en las misiones jesuíticas”, dirán quienes vean esto que está pintando ahora.

Ahora. En estos momentos en que está en el patio interior de la antigua reducción, o lo que queda de aquel pueblo invadido por la selva.

Pero Léoni no sólo cuenta con su habilidad pictórica. También tiene presente todo aquello que ha leído sobre los jesuitas. Todo lo que le han contado quienes estudiaron con apasionamiento acerca de esa empresa. Por ejemplo, lo que le hablara Lugones del lugar, con sus ojos ávidos, detrás de aquellos anteojos circulares. Él había estado allí, a comienzos de siglo yendo de una a otra reducción a caballo, acompañado por Horacio Quiroga y publicado luego un libro como resultado de ese viaje. Un libro que Lugones le obsequiara en la Biblioteca Nacional mientras decía:

-Tal vez le sirva para entender lo que va a pintar si va alguna vez para allá, pero le adelanto que no vale la pena el viaje. Lo mejor de aquello es la selva, pero cuídese del sol, y si anda entre esos escombros no deje de mirar el piso. Se puede encontrar con una víbora en cualquier momento… Por eso busque en San Ignacio a Quiroga, y que la acompañe. Él se ha convertido en un buen salvaje entre esos montes, sabe mucho de víboras, y podrá asesorarla…

Ese libro, “El Imperio Jesuítico”, le dio un marco para comprender aquella experiencia histórica de ciento cincuenta años en medio de las selvas, pero poco sobre la vida cotidiana de ese experimento de dos o tres curas mandando sobre miles de indígenas. De allí que en este momento en que le llegan chistidos, arrullos y cantos de pájaros que no puede ubicar entre el follaje, venga a su memoria el recuerdo de cuando le informaron que  Quiroga, al que pensaba conocer en Misiones, se había suicidado tiempo atrás en Buenos Aires, de modo que no tiene ahora allí quien pueda contarle sobre víboras. Pero, mientras tanto, ya ha trazado las líneas de la perspectiva de la galería y esbozado el cuerpo de cada columna. 

 La turista se apantalla la cara con el sombrero mientras espera el regreso de su amiga y sigue viendo la fila de caciques esperando su turno para besar la mano del cura. Los ve allí, conversando entre ellos, porque Léoni ya ha trazado la silueta de cada uno sobre la tela y el perfil del cura que adelanta el brazo, mientras le llega remota, a su memoria, la voz de aquel Lugones que consideraba todo aquello como los restos de un fracaso humano devorado por el monte. Pero también escucha, y mucho más cercana, otra voz, la de Manucho Mujica Láinez que la visitara antes del viaje. Su voz hilvanando una tras otras referencias sobre escritores, pintores y escultores. Su voz en aquellas entretenidas charlas, como si fuese un hijo más de los suyos, allá en el jardín de Turdera, en ese barrio arbolado y apacible mientras toman el té y él sigue refiriéndose a cuadros, monumentos y museos del mundo. Sobre todo, la voz de Manucho llevándola por momentos de retorno a su patria, cuando le habla en su francés materno. Su lengua querida y extrañada, revivida gracias a ese interlocutor, tan joven y tan culto que la regresa por instantes a su Troyes natal. Manucho, el que nunca disimuló la admiración que le tiene, y que  jamás vaciló al decirle que, gracias a ella, los argentinos habían podido reconstruir su historia, y vivir los hechos que nunca vieron gracias a sus cuadros.

 Ella siempre sonrió ante aquello que le parecía una exageración. Lo mismo que cuando le comenta sobre su rostro de rasgos tan suaves, sus ojos azules y su pelo siempre atado con una cinta de color. Esos comentarios que no se priva de hacerle, aún en presencia del esposo, ese español retratista junto al cual cría sus nueve hijos y que sonríe, complacido, cuando Manucho dice:

-Léoni, los argentinos vemos nuestro pasado gracias al milagro de tus manos sobre la tela… gracias a ti, que te has escapado de un cuadro de Puvis de Chavannes para venir a mostrarnos lo que fuimos…

Pero ahora es la turista la que oye la voz de su amiga, que ha vuelto del baño:

¿-Estás bien? -le dice un poco preocupada al verla allí, apantallándose con el sombrero-

-Estoy dentro de un cuadro -le contesta ella sin que la otra entienda de qué le habla- de ese cuadro frente al que me paro todos los días en el subterráneo. Y comienza a describírselo.

Léoni ya ha resuelto todos los elementos de la imagen que acabará en su taller cuando regrese, impregnada con las vivencias que sabe ocurrieron en aquel lugar. Aquello que le trasmitiera el padre Furlong, tan opuesto a los comentarios de Lugones, mostrándole que aquello no fue un fracaso sino un triunfo de la espiritualidad, germinado en el aislamiento, lejos de todo otro contacto que no fuera la selva presente y el cielo futuro. 

Pero ya es pasado el mediodía y Léonie Matthis se siente un poco agobiada. Es el mismo calor que sofoca ahora a la turista y decide regresar a la pensión donde se aloja. Ya tiene todos los componentes de lo que habrá de llamarse “El besamanos de los caciques”. Limpia los pinceles, levanta el caballete y se va con sus cosas hacia la salida de las ruinas, pero, por las dudas, mira atenta el piso. No vaya a ser que alguna de esas víboras que mencionó Lugones…

La amiga sonríe sin entender cuando, la que ocupa el mismo lugar que Léoni acaba de dejar, comienza a caminar junto a la pared del templo y a decirle:

- Estamos dentro de ese cuadro- mientras lo describe: aquí en la puerta el cura, aquí los indios haciendo la fila… La amiga sonríe y le dice:

-Se ve que lo tenés bien memorizado… ¿Y de quién es el cuadro?

- No tengo la menor idea...

De “Piedras en verde silencio”. Inédito. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam. Ha publicado los libros Pobres, ausentes y recienvenidos y Sumido en un verde temblor (novela) entre otros.

Rodolfo Nicolás Capaccio

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