Corazón de erizo
Los limpiatubos me hicieron acordar a mi prima. Estaban espléndidos con esas florcitas rojas, tupidas, finas hebras sobre su cabo verde. Era primavera y me pregunté si esa vez, la última vez que vi a mi prima, era octubre o tal vez no, a lo mejor verano y sin embargo recordaba muy bien los limpiatubos florecidos, todos, en el parque de la estancia. Un camino de flores rojas custodiaba el sendero de entrada que llegaba hasta el casco; por detrás, corpulentos plátanos añosos. Mi prima, a lo lejos, bajaba al parque por la amplia escalinata de mármol. Delgada y nerviosa, su larga solera se abría como una campana en cada saltito; una mano en alto saludaba, aquí y allá. Se movía segura entre los grupos desparramados por el parque, parecía distendida, que nada le era extraño. Extraño era todo para mí; envidié en mi prima esa soltura, ese andar sin anclas entre la gente, su levedad y roce, levantar el mentón, reírse con esas bromas insípidas mientras encontraba de qué hablar con cada uno. ¿Por qué había concurrido a la reunión? Nada me unía a esa gente, excepto mi prima. ¡Ah!, y quizá algo, también, en algún lugar, mi acompañante, que insistió hasta la aceptación, mi aceptación, para ir a la estancia. En la reunión se presentaba un nuevo producto del agro, seguramente un pesticida o agroquímico, quizá un desparasitante animal. No lo sé, tan incómoda estaba dando vueltas de aquí para allá, sintiendo que el vestido traslucía demasiado. Mi acompañante, pipa en mano, caminaba entre los grupos tratando de insertarse, desplegando estudiada simpatía y sonrisa congelada. Quería ganarle en mundano al tío, que convidaba habanos desde una caja de madera de ébano. Mi prima levantó sus brazos allí donde estaba, lejos, junto a un grupo de hombres impecables, delgados, de sacos del color de moda, remeras de marca sobre la piel bronceada. No como mi acompañante de pancita enhiesta y corona de pelo oscuro, flanqueando las orejas, dejando por encima una calvicie poderosa. Nunca me importó la calvicie, pero la de mi acompañante me molestaba. Sería por los chistes que él mismo hacía para disimularla, aromando el humo de su pipa como alguien importante. En realidad, todo me molestaba de él, lo supe después, inmediatamente después de que murió mi prima. Ella levantaba las manos y sus brazos se desplegaban como banderas claras delante de los limpiatubos que estallaban rojos sobre el fondo de los plátanos. Yo quería disimular mi soledad ese atardecer, cuando el sol se ponía tenso y naranja entre los árboles del amplio y cuidado parque, buscando cualquier cosa, un pretexto en la cartera; diciéndome mil veces para qué viniste, para qué te pusiste el vestido de falda transparente que incomodaba tanto. Traté de colocarme de costado y alejarme de los grupos para que mis piernas no se vieran cuando la luz daba sobre la falda. Me protegía en la penumbra haciendo como si buscara algo, o corría a observar detenidamente la flor del limpiatubos, alargada como una boquilla gruesa o un cepillo tupido y cilíndrico, de esos que se usan en los bares para limpiar el fondo de los vasos. ¿Por qué se llamaría así en vez de rosa ígnea o carmesí de flecha o dedos de fuego? Ese arbusto me estaba poniendo poeta y eso era malo. Siempre que me ponía poeta algo incontrolable sucedía, como si al abrirse los poros del corazón se derramase toda la sangre por esos ínfimos agujeros. Mi prima me vio y corrió hacia mí. Su solera manteca se movía entre los limpiatubos, salía y entraba por la hilera roja, un brillo que apenas relucía contra los arbustos. El canesú de piedras opacas formaba un semicírculo ámbar alrededor de su cuello largo. Mi prima llegó y en ese abrazo supe, nuevamente, cuánto nos queríamos. Quizá había ido a la estancia sólo por verla, para agradecerle una vez más su casa, la hospitalidad, sus cuidados durante el tratamiento. Para abrazarla. A ella solamente, no a mis otros primos que desplegaban su dinero como si fuese muralla, ásperos, distantes, ocupados en cosas de importancia que no lograba descifrar. Me apretó fuerte y preguntó, ¿Estás bien? Un resplandor recorrió sus ojos y creí, o me pareció, que se desprendían hilos de agua invisibles al borde de sus párpados. La brisa se coló del este y comenzó a mover las flores rojas, que oscilaron. Entonces, aturdida, pregunté a mi vez, ¿Estás bien? Mi prima sonrió, o trató de sonreír, tomó entre sus manos un cabo lleno de hebras delgadas. ¿No son hermosas? dijo, parece que el aire se desangra, ¡corazón de erizo!, duran un tris fuera del árbol, como la vida, ¿viste? Sin dejar que respondiera me explicó que a esa reunión la organizaba ella, su nuevo trabajo, dijo el nombre en inglés, no lo retuve, algo así como coordinadora de eventos. Mentalmente enumeré el decálogo de trabajos que ella había realizado en los últimos muchos años. Como si viese lo que pensaba, retrucó, No es lo que más me gusta hacer, vos te das cuenta, lo sabés. ¿Qué era lo que yo sabía? Que mendigaba a su padre para sostener con sus brazos delgados esa enorme olla familiar; que se había quedado sin hombre y que sus hijos famélicos sólo sabían pedir y devorar.
Rió, ¡si la fiesta estaba en lo mejor! Entonces hice algo que jamás hubiera hecho: caminé entre las hileras de limpiatubos, en la semioscuridad, hasta la entrada de la estancia, y pedí al primer auto que regresaba que me acercara a la ciudad. No me despedí de mi prima. Un mediodía llamó mi madre. Mi prima había tenido un accidente, grave, dijo, muy grave, aún no se sabía casi nada... Murió, afirmé. Balbuceando, mi madre hizo silencio, se escuchó un sollozo hipado largo, muy largo, después clic. Había mucha gente en el velorio. Charlaban, comentaban, interpretaban lo que había sucedido: cómo, por qué. Volvía de la estancia, dijo una amiga, su auto parecía un living, dijo otra, tenía todo a mano en el asiento del acompañante: la agenda, el celular, los cigarrillos, los anteojos, el agua, los chocolates. Mi prima comía poco, pero siempre tenía chocolates a mano. Me coloqué los anteojos oscuros y traté de pasar desapercibida. La tía lloraba abrazada a alguien; mis otros primos, lejos; al tío no lo vi. Escuchaba restos, hilachas de conversación. Fui la última a la que llamó. El padre no quiso cambiarle los cheques. ¿A vos te parece que el mayor le haga eso? ¿Y la madre? Inauguran la bóveda. ¿Llevaba el cinturón? Jamás lo hacía. Se reía, siempre se reía. Le dieron la espalda, ¿no? Me acerqué despacio hasta el cajón cerrado, acaricié la madera oscura. Acomodé las flores desparramadas y leí al pasar algunas tarjetas. Imaginé entre las manos de mi prima un inmenso ramo de esas florcitas rojas tupidas, Corazón de erizo, había dicho. La tarde comenzaba a caer sobre la sala y el aire parecía desangrarse.
El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.
Patricia Severín