2021-08-22

Perfume

Ir a la librería es una de mis actividades preferidas, sin embargo cuando se trata de decidir, me cuesta. Siento que la variedad de libros me satura y suelo irme con las manos vacías. Quizás lo mejor sea ir a lo seguro, aunque como tengo tiempo, podría leer algunas reseñas antes de tomar una decisión. Voy bajando los libros que me interesan, ya sea por el título, por el diseño y, a veces, por el nombre del autor o la autora.

Cuando empieza a dolerme la cintura, miro el reloj y noto que en media hora debería estar en el médico. Estoy lejos. Tenía una hora disponible y no me di cuenta del paso del tiempo. Elijo la obra que creo que puede gustarme y voy a la caja. Mientras espero a ser atendida, saco un libro de la biblioteca que está al lado de mi fila. No conozco al autor, entonces lo giro e intento leer la reseña. El film en que lo han envuelto, apenas me permite leer un fragmento y siento que debo dejar el libro anterior. Quizás me equivoque. Dejo la fila y llevo mi primera elección a su lugar. Cuando regreso, la cajera me pregunta: “¿Ya decidió?” Le respondo que sí y paso mi tarjeta.

Salgo contenta a enfrentar el mundo. Llevo la bolsa de la librería en una de mis manos. Camino rápidamente para llegar a la clínica y esperar mi turno. Sé que la puntualidad no caracteriza a este tipo de profesionales, pero prefiero ir antes. El sol de la tarde me hace acordar que olvidé mi botella de agua así que entro a un kiosco y me compro algo para tomar. Falta solo una cuadra y ruego que la espera no sea larga, aunque pensándolo bien sería un buen momento para iniciar la lectura.

Me acerco al mostrador y le informo mi presencia a la secretaria. Ella me dice que me siente porque el doctor aún no llegó. Me dejo caer junto a una planta artificial, alejándome del aire acondicionado. Supongo que la sala está llena de mujeres menopáusicas porque, de otro modo, no entiendo la necesidad de exponernos a esa temperatura. Hace calor, pero aún es tolerable. Veo pocas personas a mí alrededor así que, pienso que seremos pocas.

Tomo mi bolsa y voy quitando el plástico que recubre al libro. El aroma de la tinta y la textura del papel de la tapa me parecen increíbles. Creo que estoy transformándome en una fetichista de los libros, aunque también disfruto sentir la suavidad de un abrigo de alpaca, la piel de un conejo y hasta acariciar el pelo de mi propio gato. Retomo la lectura de la reseña y pienso en la última vez que tuve un libro nuevo en mis manos. No usado, ni prestado. Hay ciertos hábitos que se transforman en lujos o placeres cuando hay que pagar el alquiler, los servicios y afines. Tiro el envoltorio en la bolsa y abro el libro. El aroma que siento es más que tinta y papel. No sé cómo describirlo. Hay un dejo de madera, humedad y algo cítrico que no parece ser el producto de una imprenta. Trato de recordar a la persona que me atendió. Era una chica flaquita. Supongo que ella no usa ese perfume. Se lo nota muy masculino. Lo hojeo cerca de mi nariz y quiero seguir sintiéndolo. No recuerdo haberme cruzado con ningún hombre en la librería. De todos modos, el perfume está dentro del libro. Quizás alguien, en la imprenta, hizo que su aroma forme parte de las hojas. No voy a pensarlo tanto. Empiezo a leer y viene a mi memoria la cara del escritor que vi en la solapa. Vuelvo a ella y leo sus datos biográficos. No conozco su obra, así que somos dos adultos que comparten, por primera vez, tiempo juntos.

Pierdo la noción del espacio y me sumerjo en la narración, tanto como para olvidar que estoy esperando al médico. Cuando él me llama por mi apellido, levanto la vista y pienso: “Justo ahora, ¿en serio?” Tomo mis cosas y lo sigo al consultorio. Hablo con él y percibo que usa un perfume, diferente al otro. Al menos mi olfato es capaz de notar otros aromas. Lleno mi cartera con papeles que me indican los análisis que debo hacerme, los medicamentos que debo tomar y un estudio con un nombre raro que me asusta. Salgo del sanatorio pensando en ir a la obra social para autorizar todo lo solicitado, pero miro la plaza y la gente me trasmite una sensación de felicidad que hace que me quiera quedar en ella. Entonces, continúo la lectura en un banco de cemento. Hace calor y lo siento cuando mi espalda empieza a sudar. Miro la hora en el teléfono y decido pasar por la farmacia antes de volver a casa. Cambio parte del recorrido de regreso y voy pensando que podría probar algunos de los perfumes de muestra. Quizás encuentre el nombre de ese aroma.

Mientras camino analizo si los estudios que me mandaron a hacer son realmente motivos para preocuparme o no. Me siento bien, pienso y trato de no prestarle atención a esos detalles. Solo son controles exhaustivos de rutina. Cuando llego a la farmacia saco un número y me toca volver a esperar. Decido deambular por los pasillos hasta que llego a los perfumes masculinos. Son pocas las marcas que tienen un probador. Inhalo algunos de ellos y no encuentro ese aroma que siento cada vez que abro el libro. Voy hacia la caja y espero hasta escuchar mi número. La compra supera mis cálculos. De todos modos, pago y me voy a casa.

Durante los días siguientes, solo puedo hacerme un tiempo para leer cuando voy a la obra social y luego cuando espero para hacerme los análisis de sangre. Me olvido del perfume y lo dejo de buscar. Cumplo mis horarios de trabajo y me alejo de la lectura. Ahora recuerdo por qué los libros me duraban tanto. La trama me atrapa, sin embargo no encuentro el momento para continuar la lectura. Con la idea de leerlo antes de dormir, lo coloco sobre la mesa de luz.

El primer día apenas llego a leer tres páginas y me duermo. Cuando giro hacia la mesa siento el perfume y me siento acompañada. Descanso tranquila hasta que el despertador suena. Me preparo un café y lo tomo controlando algunos correos electrónicos. Según el pronóstico, va a continuar el calor así que a la cartera le sumo una botella de agua y por alguna razón que no entiendo dejo caer el libro en ella. No tengo tiempo para leer en mi trabajo, pero ahí va, conmigo.

Cuando llego a mi escritorio acomodo la botella en un rincón y respondo consultas. A través de los ventanales observo que las nubes se van oscureciendo. Supongo que esa es la razón por la cual hay tantos asientos vacíos. Despido a la última persona que atendí y saco el libro. Me dejo atrapar por la lectura hasta que se corta la luz. Voy hacia la ventana y el viento sacude a los arboles haciéndolos perder hojas. No hay paraguas que resista por lo tanto, la gente camina bajo la lluvia ignorándola. Regreso al escritorio y a la lectura. Alguien dice mi nombre y levanto la vista. Es mi jefa. Lo que escucho después no sé cómo interpretarlo: “Así que lees en horario de trabajo” “No hay nadie” me excuso. Siguen comentarios que apenas recuerdo porque lo último que oí anuló el resto. Me dice que el escritor va a participar de unas lecturas en una localidad cercana y decido ir antes de saber la información completa. Reconozco que nunca relacioné a esa mujer con la literatura, pero la escucho hablar y sin pedírselo me explica cómo llegar a la librería.

Durante el resto de la semana, leo velozmente lo que me falta del libro. Lo llevo a todos lados y en los tiempos de espera se convierte en un aliado. Los análisis me tranquilizan. Pienso que quizás me esté volviendo hipocondríaca. El viernes a la noche preparo la mochila con las pocas cosas que considero necesarias para un viaje que dura apenas unas horas. Mi idea es salir antes y recorrer la ciudad.

Duermo parte del viaje y durante el resto miro el paisaje. Llego antes del mediodía y camino por el centro de la ciudad con una tranquilidad que había olvidado. Me pierdo recorriendo las calles hasta que siento hambre. Busco algún restaurante que me convenza y la verdad es que todas las fotos de esas comidas, tan abundantes, hacen que no me puedo decidir. Me gusta todo. Paso de las pastas a pensar en una contundente milanesa con papas fritas. Al final, entro en un lugar pequeño porque veo una mesa para dos vacía. Pido un jugo de naranjas y leo la carta. No hay fotos tentadoras ni nombres poéticos de platos. Elijo comer sorrentinos con crema pensando que la porción no será tan grande, pero me equivoco. Cuando salgo del negocio, habiendo dejado parte de la comida, pienso en lo bien que me vendría tirarme sobre el césped de alguna plaza. Recuerdo haber pasado por una así que regreso sobre mis pasos. Me tiro al sol y uso la mochila de almohada. El sol se tapa, de a ratos, por algunas nubes blancas. Mis ojos cerrados lo agradecen y me duermo.

El ladrido de unos perros me despierta y miro mi reloj. Solo me queda un poco más de veinte minutos para sacarme el pasto del cabello y de la ropa hasta parecer una persona normal. Después, trato de ubicarme en las calles para calcular para dónde debo caminar. No encuentro la dirección de la librería en mi pequeño mapa entonces decido preguntar. El señor que atiende un kiosco me dice que estoy cerca y sacude los brazos para indicarme la dirección. Me ubico y sigo el camino señalado. Llego antes de tiempo. Me siento en una mesa del bar y voy al baño para verificar si sigo peinada. Obviamente me río de mi aspecto cuando me saco el último de los pastos secos que se enganchó en mi cabello.

Desde mi silla veo cómo el lugar se empieza a llenarse. Me pido un café para despertarme y cuando giro para recibirlo veo que aquel señor que aparece en la solapa del libro, está entrando. Coloco el azúcar en la taza y revuelvo. El hombre sigue hablando con varias personas y parece que no va a llegar al sillón que lo espera. Tomo un trago de café y dejo la taza en su plato. La curiosidad que siento me hace querer girar hacia la puerta, sin embargo antes de hacerlo empiezo a sentir aquel aroma que había percibido cuando abrí el libro. Lo veo pasar a mi lado. Es él y, ahora estoy segura, siempre fue su perfume.

 

Noelia Albrecht

Inédito. Albrecht es Profesora de lengua y literatura. Reside en Posadas. Publicó “Lo que escribí mientras no me mirabas”. En junio salió su segundo libro “Sueño de perro”.

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