2021-07-25

El pescador

El agua imprimía un dulce vaivén a la canoa anclada con un fierro en las piedras. Un pequeño remolino de las dos corrientes que se encontraban en la popa, hacía saltar en pedazos los rayos del sol, que chisporroteaban como la carne sabrosa sobre las brasas. Dos dorados y un pacú tendidos en el fondo de la embarcación, despedían asimismo destellos dorados y rojos, mientras él se sentía como una mancha negra y profunda en el envoltorio de luz. Cerró los ojos y se dejó estar, recibiendo sobre el pecho y la cara des nudos ese sol ardiente, que acaricia la piel morena de sus hijos, mientras la hace saltar en ampollas dolorosas a los gringos invasores y prepotentes.

A lo lejos, entre los pastos de la costa, se escuchó un relincho. Dos teros escandalizaron la mañana luminosa y agudos y apagados en la lejanía, se escucharon los gritos de algunos pescadores.

Luchando contra el adormecimiento, Cardoso se incorporó y retiró el ancla. De pie, bien plantado y con un solo remo que manejaba diestramente en la popa, imitando el gracioso movimiento de la cola de un pez, enfilo hacia la mitad del río, pasando entre las piedras negras que la restinga dejaba al descubierto. Miró lo que dejaba atrás, al alejarse de la costa paraguaya, verde y sonriente en la mañana clara. Entre el verde y el rojo vio el letrero de “Pacú Cuá”, que no podía leer a esa distancia y, separada por el canal, la Isla del Medio, alargada como un gigantesco dorado de esmeralda que hubiera hundido su cola en el río...

Otras canoas de pescadores se aprestaban a la vuelta y eran puntos negros que a veces desaparecían tragados por los reflejos de fuego del sol sobre las aguas, para reaparecer minúsculas y miserables en esta inmensidad.

Lanchones cargados de maderas pasaron a remolque. Cardoso pudo distinguir a los hombres que los tripulaban; torsos desnudos, viejos pantalones remangados abajo de la rodilla y pañuelos rojos en el cuello, que tomaban mate silenciosamente. El paso de las chatas levantó las aguas y Cardoso debió virar su embarcación de proa a las olas.

Navegaba ahora por el centro del río. La costa argentina: empezaba a elevarse, llegando a su punto más alto en Punta Gómez. Asomaban las esbeltas agujas de la torre de la iglesia de Posadas y sobre la barranca verde y roja, empezaron a aparecer los ranchos de los suburbios, con sus alegres notas de color...

Saltó a tierra y cargó el pescado. Previamente lo debía despanzurrar, para cargarlo sobre sus hombros en una pértiga y recorrer las calles para venderlo. Era la parte fatigosa de su trabajo, la que carecía de emoción y belleza y la que le enfrentaba a la realidad de su vida mísera, pero esa era su vida y no estaba en su mano cambiarla

La vieja lo despidió con un gesto silencioso. Cargado con sus peces, que mostraban abiertos sus rojos vientres de granada, enfiló la cuesta. Al pasar frente a un pequeño negocio, sintió clavados sobre él dos ojos negros y volviéndose, vio enmarcada en la puerta la figura de un hombre alto y moreno que lo miraba impasible, con fijeza...

Cardoso desvió la mirada. La luminosidad del día cedió de repente y le invadió la inquietud y el desasosiego... Sacudió la cabeza sonriendo y el día volvió a recobrar sus colores. Empezó a pregonar su mercancía...

Después de dos horas se encontraba libre por el resto del día. Había sacado una buena suma de la venta de su pesca. Volvía alegre, silbando una canción guaraní.

Recordó que hacía varios días que tenía que verse con Ermelindo Soto, el que organizaba la comparsa para el carnaval que se aproximaba y torciendo por una calleja lateral, se dirigió hacia su rancho. Sorteando toda clase de obstáculos, bajando y subiendo cuestas y barrancas, llegó al mísero barrio que formaban una veintena de ranchos, más allá de las vías; miserables viviendas que periódicamente se anegaban con la crecida de las aguas de la Laguna San José.

Cuando llegó al Chaquito, que así se llama el barrio, vio que las aguas inundaban el terreno, aunque la mayoría de los ranchos, enclavados sobre postes no eran alcanzados toda vía. A las puertas de las viviendas enjambres de chiquilines semi desnudos, mostraban su piel del mismo color del barro con que se ensuciaban, mientras chapoteaban en él, rodeados de moscas, que eran más numerosas entre los que andaban comiendo un trozo de mandioca sancochada, o un repulsivo pedazo de “rapadura”.

Algunas mujeres estaban sentadas a las puertas sin salir, por el barro. Tomaban mate y fumaban cigarros de hoja, escupiendo cada tanto y lanzando gritos a los chicos, que a veces pasaban corriendo y las salpicaban con el agua sucia.

Empezaba a atardecer y las aguas de la laguna se iban tornando de un color azul intenso y los charcos se volvían pedazos de cielo caídos entre los juncos y los hierbajos que todo lo invadían. .

Cardoso descalzo, con las alpargatas en la mano, avanzó pisando las piedras que aparecían como islotes en este fango espeso. Después de recorrer así unos metros, enfrentó el rancho de Soto, quien salió a recibirlo diciendo:

-¿Qué tal chamigo. Mbaé picó nde rery coarupí? (1).

-Uté me dijo que viniera por tu casa, que hablamo de la comparsa.

-Pasá, mi amigo, no te quedé peludiando en el “ñaú”.

De un salto ágil Cardoso franqueó la puerta.

Ermelindo Soto era mirado con admiración por todo el barrio de la Laguna, que reconocía en el extraordinarias condiciones de organizador de comparsas, que en los carnavales lucían su boato primitivo, mereciendo casi siempre la mayor distinción. Era alto, flaco, huesudo y desgarbado. Tenía una cara que de frente recordaba al caballo y de perfil adquiría cierta nobleza. De hombros caídos, el pecho hundido, hacía más prominente su vientre pequeño y redondo. Hablaba con voz gangosa y sus ojillos vivaces casi desaparecían cuando se reía, arrugando la cara y abriendo una bocaza enorme de dientes carcomidos y manchados de tabaco.

Sentando en un rincón había otro hombre que miraba fijamente al suelo con sus ojos oblicuos. Cardoso ocupó la única silla vacía, mientras Soto se sentaba sobre un cajón. La habitación era cuadrada, de unos tres metros de ancho. Dos sillas y una mesa componían con la cama todo el moblaje. Encima de la mesa un quinqué de kerosene de tubo ennegrecido. Una cortina blanca con un remiendo de tela floreada, separaba el lecho del resto de la pieza. Ropa col gada de clavos. En un rincón había un ingenuo cántaro paraguayo, azul y rosa, y al lado la infaltable guitarra...

El visitante reanudó la conversación. Hablaba ceceando y la mirada seguía obstinadamente clavada en el piso:

-Mirá don Zoto, zi é que uté quiere que el comparza zea formidable, tenemo que contratá mucho muzicante.

-Pero don Silva -repuso Soto, si lo musicante lo tenemo que pagá entre poco, é mucho peso.

-Mi amigo, hazemo vení lo de la otra orilla y é la mitá la coza.

-Ajá - dijo Soto aprobando la idea. Volviéndose a Cardoso, dijo:

-¿Y uté, mi amigo, ya tené tu traje?

Sí, efectivamente tenía el traje. Estaba listo y para eso había venido a verlo. Como todos los años iría de cacique y, obedeciéndole, cincuenta indios. La gran capa sería negra, con adornos blancos y rojos. Las plumas se habían enriquecido con varias de pavo real, que rematarían su enorme penacho de dos pisos, con sus reflejos metálicos de un verde tornasolado. En el soporte del penacho, que en la frente tomaba la forma de una mariposa, llevaría tres flores naturales, dos blancas y una roja y varios collares de cuentas de colores caerían sobre su cara y bajarían hasta el cuello. El pecho de la casaca sería verde brillante, como las franjas y flecos del pantalón; y las mangas, cinturón y zapatillas del color rojo del caraguatá.

Los otros asentían con visible complacencia. Como todos los hombres de su raza, tenían una rara sensibilidad y un gran acierto en la elección de los colores de los trajes que lucían en carnaval. Su sangre guaraní que circulaba oscureciéndoles la tez, vibraba ante los colores brillantes y vio lentos, estremecida de placer.

Cardoso terminó de hablar. Era indudable que la descripción del traje había impresionado favorablemente y conseguido la aprobación de Soto:

-Ta muy bien -dijo- é má lindo que el que llevaste el año pasado.

-¿Y cómo é tu traje de capitán?

También su traje tenía este año innovaciones. La guerrera abotonada hasta el cuello. Galones rojos en la gorra y en los brazos. El pecho cruzado de alamares verdes, lo mismo que la franja del pantalón. Zapatos negros con polainas rojas y guantes blancos.

Los tres hombres guardaron silencio, saboreando una sensación visual casi de realidad. Podían ver a Soto desfilando al frente de la comparsa. Oían al gentío y hasta les parecía sentir el acre olor de catinga de la multitud...

Una guitarra dejó oir varias notas suaves, como gemidos, en un rancho cercano. Con sus dulces arpegios se mezclaban los agudos silbos de los sapos, que pululaban debajo de las plantas de camalote, a la espera de insectos que ahora, al desaparecer la luz, empezaban a revolotear sobre la ciénaga...

Con el áspero sabor de la caña en la garganta, se despidieron los tres hombres. Soto vio alejarse a sus amigos en direcciones opuestas y escuchó indolentemente la guitarra vecina, mientras veía encenderse las lámparas eléctricas del centro, bajo la inmensa bóveda iluminada por una luz espectral, donde empezaban a parpadear las estrellas...

 

Juan M. Areu Crespo

Fragmento (capítulo V) de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989. Ilustración: Jangada, de Mandové Pedrozo

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