2021-06-27

Así escribía Zaratustra

!Al cabo he llegado a vuestras mortales manos! ¡Al cabo he sumido al tiempo y al espacio en el latir de una hora! Si intuyerais acaso, por un ignoto milagro, quien escribe estas líneas, borraréis de vuestros estrechos cerebros la idea de la mortalidad, y gritaréis convulsionados a las laderas de las montañas: Henos aquí, hijos del sol, huestes magníficas de un pasado por venir. Somos la gigante semilla de los antepasados que ha soslayado la vida. Somos el viento que entre el bosque silba la canción del espíritu, somos el trueno que desgarra la copa de los árboles y penetra victoriosa en el misterio de la tierra. ¡Somos, somos, somos!

Si os dijere, acaso, que estoy más allá de varias eternidades, que me he perfilado por encima de todos los instantes para llegar a vosotros, ¿qué opinaréis?, ¿y qué esperaré yo, sino la mordaz sonrisa del que juzga sin conocer?. ¿Qué esperaré, sino el desinterés masivo o quizá el cavilamiento astuto con el que disimuláis vuestra ignorancia?

No espero que me creáis, ni siquiera espero que me leáis, pero para complaceros os contaré la historia desde el comienzo, como a vosotros os gusta, poner principio y fin a las cosas...

Era yo entre el común de la gente algo común y mundano. Acostumbraba caminar fascinado, ahogando mi mirada entre fiestas banales y el pasar sombrío de los días. Quienes me vieron en esos momentos, codiciando las publicidades de las fastuosas vidrieras, aplaudiendo los discursos entre la ciega muchedumbre, o reprimiendo mi líbido ante la imagen encantada, no creo que diera importancia a estos escritos, más bien dirá -tal vez con desdén-: “Te conozco, bien sabes que nadie es profeta en su tierra, ¿piensas trascender el contraste de la vida? ¡Pobre iluso!”.

Y yo, el que era, el que fui, aquel que tuvo que haber sido, no le responderé nada, para que ese alguien algún día me redescubra.

Por aquel tiempo, acostumbraba visitar a mi amada buscando, quizá remotamente, la transparencia del romance, y en sus brazos encontraba yo, muchas veces, el espejo de mis inquietudes.

Un día de esos tantos, en que la vida nos mecaniza con su mediocre ironía, y las horas nos arrastran cual mórbidos engranajes hacia el descanso eterno, me hallaba en espera del beso banal pero rejuvenecedor cuando acontecióme algo extraordinario.

El salón de espera era una habitación medianamente rústica, ataviado de objetos medioevales y recuerdos de familia. Me sentaba justo en un rincón tras de una mesa de fórmica finamente labrada. Pero había allí un cuadro que me llamó poderosamente la atención. Era el retrato de un antepasado que concentraba mi interés en grado sumo. Si bien el retrato de esta anciana no tenía mayores atractivos, fijé la mirada en un extrañísimo anillo que poseía en el índice de su mano derecha. Era un anillo aparentemente de oro, habiéndose labrado en él con una precisión incalculable un grupo de jesuitas que se encontraban construyendo algo así como un templo con otros individuos. El anillo me atraía poderosamente. La escena me atraía poderosamente. En el fondo del templo, un grupo de aborígenes guaraníes alzaban algo parecido a un altar que tenía dibujado, en su parte frontal, un paisaje de la selva misionera. El paisaje era bellísimo, sobre las sierras un pino ostentaba su poderío con su corona de hojas. Grande fue mi admiración cuando entró mi conciencia en una de sus hojas, donde me miraba un extraño bicho parecido a una hormiga, pero de una apariencia inteligente. He aquí que eran los ojos de esta pseudo-hormiga que me atraían infinitamente.

Y me hundí en un abismo espantosamente extraño.

Tanteaba yo a solas aquel abismo, que como un diminuto agujero negro se abría ante mi psiquis. Con temor, di un paso adelante. Entonces, asombrosamente, me sentí parte de la selva. Sentí a los jesuitas como parte de mí mismo y a mí mismo como parte de todo. Yo era todo y nada, y nada y todo era yo, porque mi yo había desaparecido. Había muerto como yo.

Osado, di otro paso adelante, y mi conciencia se expandió a todo el sistema solar. Este ilusorio planeta no era más que una minúscula subjetividad en mi ser. Y vi las ilusiones de las gentes, que como sueños amorfos querían enraizarse en la realidad, pero como esta vomitaba sus fantasías y así caían siempre en el hipnotismo de sus propios conceptos. Y así es como existían sufriendo amargamente por conocer, aunque más no sea en sueños, un resquicio de esta luz; pero la luz estaba muy lejos de aquellos que creían entenderla sólo con el intelecto y usando nada más que su corazón…

¿Queréis, por ventura, que os relate más de lo resumido?

¿Queréis que os cuente cuando renazco en la alborada proyectándome al occidente en cada rayo de vida, reflejando a la aurora la luz de la esperanza?

Cuando con las amapolas abro mis pétalos al arco iris del cielo, cuando cada abeja absorbe mi néctar y la traslada, sonriente, más allá del horizonte.

Cuando en el fugitivo arroyo arrastro melodioso de la brisa el canto.

Cuando corro tras el viento entre el follaje de la selva, portando en mi silencio el misterio de la vida, que reflejan los pinos helados del invierno.

Cuando en un dulce trino del coro de mil aves levanto mi dominio al relámpago y al trueno, que callan reverentes, sumidos de semblanzas, en homenaje al viento que danza con mi canto.

En mi escape de eternos he plasmado estas líneas a la medida de vuestra mente. Si os place, copiad a puño y letra cien mensajes como éste y arrojadlos a las ciegas multitudes como emblema de vuestro ser.

Decidles a esas gentes, que os rebeláis de corazón contra las vanas tradiciones y enarboláis, victoriosos, la bandera del presente.

Decidles, que habéis presenciado el vuelo silente de las aves un día de primavera.

Decidles que sois el fruto dorado de un manuscrito errante.

Decidles, que así escribía Zaratustra.

Aníbal Silvero

“Así escribía Zaratustra” pertenece al libro Cuentos sin Fronteras, publicado por una editorial española. Más textos del autor se encuentran en su blog: silvero.com.ar

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