2021-05-09

¿Me compra una canción?

Taxco es una feria. Una inmensa feria calidoscópica con un común denominador: plata-turismo-mariachis. Como telón de fondo, las montañas. Casi peladas, ocres, marrones, pardas, contra un cielo siempre azul porque casi nunca llueve.

Las callejuelas, increíbles. Piedra con piedra. Casa con casa. Y escaleras. Y puertas. Y guitarras.

En el mercado subterráneo, sub-humano y subúrbico, un guía hace demostraciones ostentosas de cómo se comen los burritos vivos; caros aún porque no es temporada. Los traen de las montañas, dice, mientras envuelve lo que queda en una hoja de banana y se traga uno que se le escapó por los bigotes. Caras de asco. Y el grupo se pregunta cómo es posible que alguien se coma chinches de monte. Tienen mucha vitamina, aclara.

La plaza podría ser un respiro a tanta gente, pero los ojos acostumbrados a colores más recatados, se cansan con la policromía de mantas y la misma ropa de los lugareños. Además, los mariachis resuenan en cada ángulo como para que nadie se olvide de que se está en México.

La iglesia de Santa Prisca es la atracción mayor. Imponente, con sus dos torres que sobresalen recargadas en estilo churrigueresco. A simple vista invita a la contemplación, a la reflexión sobre quiénes habrán sido los artistas – españoles o naturales- que supieron crear tanta belleza.

A simple vista, porque ni bien uno entra, se da cuenta de que al lugar le quitaron toda la penumbra de recogimiento, todo el santo olor a incienso, todo el aire de viejas beatas, de rezos, de súplicas y lamentos. Ahora es una babilonia donde cada guía se esfuerza en hablar más alto, en un intento por explicar en inglés, en francés, en italiano, en alemán, en ¡menos mal! en castellano cómo se construyó la iglesia del real de Minas de Taxco, quién fue Don José de Laborada y por qué existe una Capilla de los Indios.

Ante turistas indiferentes, que profanan el lugar con remeras escotadas y pantaloncitos cortos, una vieja ora olvidada de todo y de todos.

Salgo afuera, asqueada de tanto consumo turístico, buscando dónde posar los ojos y descubrir lo auténtico, lo autóctono, lo verdadero.

¿Me compra una canción?

Bajo la vista. Un mocosito de apenas seis años, de ojitos achinados y cara redonda insiste:

¿Me compra una canción?

Y sin esperar respuesta, comienza desentonadamente y a los gritos, a repetir la letra de una conocida melodía.

No salgo de mi risueño asombro y ya lo rodean tres o cuatro chiquilines más, que le hacen coro. Uno de ellos, apenas sabe pronunciar las palabras, no puede seguir el ritmo de sus compañeros y se pierde; retoma las últimas sílabas mientras con el bracito se limpia los mocos. Sus grandes ojos oscuros no miran a ninguna parte, están como hipnotizados. Cuando sea grande, seguramente cantará como mariachi. Cuando sea grande, si llega.

Apenas terminada la canción, cinco manitos sucias se estiran. Y se empujan, se pelean, se desesperan ante unas pocas monedas.

Hay para todos. Y la van depositando en latitas, mientras se desbandan en busca de otro comprador de canciones.

No los había visto, obsesionada por encontrar algo típico e incontaminado, pero ellos me descubrieron.

Y me doy cuenta de que son diez, cincuenta, cien cholitos que han aprendido a ganarse la vida explotando su niñez pobre hasta lo increíble, a la compasión que despiertan sus pequeñeces, a la gracias de sus canciones mal entonadas. Santa Prisca niña – con sus trece años- ¿no se sentirá madrecita de tantos niños desvalidos?

El calor agobia y busco un banco en la plaza sombreada. Dos niñas se acercan y con una sonrisa donde el ratoncito se robó dientes, ofrecen, en inglés, una canción. Me sublevo.

¿Por qué no hablás en tu idioma?

¿Me compra una canción?

Son María y Carmencita; dicen que la madre trabaja en un hotel. Del padre, solo silencio. Bonitas, aseadas. Que van a la escuela. Que...Les doy unas monedas en una tácita contribución a esa mendicidad disfrazada. Y me alejo pensando en el circo romano donde fue arrojada Santa Prisca. En el gran circo del mundo donde arrojamos a tantos niños.

Cuando doy vuelta la cabeza, la mayor se ha acercado a una triste mujer, sentada cerca de las rejas de la iglesia, con un bultito en brazos. Las monedas caen en la lata y retumban en no sé qué rincón de la conciencia.

Llega un nuevo contingente de turistas.

¿Me compra una canción?

Santa Prisca, desde el altar barroco y recargado, mira con ojos ciegos, mientras callan los cuatro evangelistas y los doce apóstoles en un mutismo de siglos ante querubines mexicanos que agitan las palmas del martirio.

De “Se me ha perdido una niña” – Ediciones Misioneras 2021. Escalada Salvo ha publicado más de treinta libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

Rosita Escalada Salvo

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