2021-03-14

Hijo de la tormenta

Aquel es tu padre -me dijo- y no tuve tiempo de ver sino un raudo coche negro, para mí igual a los otros cien que llevaba vistos esa mañana. Entonces volví la mirada hacia ella: no la encontré ni triste ni amargada, acaso tan solo cansada por el incómodo viaje desde Yaguarón. ¡Mi padre! ¡Entonces era cierto! ¡Existía! Desde hacía años yo esperaba el instante de conocerlo. Allá hondo, entre los primeros recuerdos que de mi infancia conservaba, se alzaban las mismas frases “Cuidado, que a tu padre no le gustará”, “Hacelo, tu padre lo quiere” y así hasta el infinito.

Recuerdo también que una vecina, tras una de mis travesuras, me echó de su presencia diciéndome: “Andate, únicamente causas destrozos, hijo de la tormenta”.

Cuando interrogué a mi madre sobre el significado de estas palabras me contestó: “Cuando seas grande lo sabrás” y llenó de besos mi rostro.

No queriendo esperar hasta entonces hice la misma pregunta a una tía, quien me dio esta explicación: “Te dijeron eso porque tu padre conoció a tu mamá en una noche de tormenta”. Aún cuando no lo entendí del todo, esta respuesta me agradó, y por una de esas elucubraciones propias de la niñez asocié a mi padre con la tormenta y me sentí orgulloso de mi origen.

Había venido a la capital por primera vez para inscribirme en un colegio secundario, mi madre regresaría sola a Yaguarón después de hablar con mi padre. Así pues, luego de pasar ante nosotros el raudo coche negro, cruzamos hacia la oficina pública en donde el ejercía las funciones de secretario. Esperamos un buen rato hasta que nos hicieron pasar a su despacho.

¡Estaba ya ante mi padre! Lo miré con incontenible emoción dominando a duras penas mi desordenado anhelo de echarme en sus brazos.

Cuando iba hacia él le vi los ojos y ese santo anhelo fuese derritiendo como hielo en copa olvidada, porque los ojos de mi padre estaban fríos y sus labios se curvaban entre molestos e irónicos.

-El ya debe ir a la secundaria... te ruego lo reconozcas... es necesario que sus papeles estén en orden. -¿Era mi madre esa voz que me llegaba de tan lejos? ¿Por qué ella debía hablar a nadie en esa forma mendicante y ansiosa?

La respuesta llegó restallante:

 -¿Qué seguridades tengo yo de que sea mío? La pálida mudez de mi madre me informó más que nada de la injusticia de ese cargo. Fue en ese instante que dejé atrás, definitivamente, a mi infancia. Comprendí que era yo lo único que le quedaba y me propuse no defraudarla nunca.

-Vámonos, mamá -le dije-, no necesitamos de este señor.

-¡Pero si es hasta tu viva imagen! ¿Cómo podés decirme eso? -casi sollozó ella

-Aquí tenés algo para tus gastos. Lamento no poder darte más. -La ironía aún vagaba en su semblante.

- ¡No lo tomes, mamá! ¡No lo tomes! -la así del brazo llevándola apresurada mente hacia la calle.

¡Mi padre! ¡Dios! ¡Desde siglos me lo pusieron como ejemplo y ahora esto! Me sentí como liberado de un molesto peso. Reconocí que me había estado resultando insoportable el parangón diario con ese invisible y perfecto caballero ante quien yo siempre llevaba las de perder. ¡Ahora estábamos a mano! Él había mostrado su pequeñez, su cobardía lo había desenmascarado y el ídolo rodaba a mis pies sin mayor gloria. Me encontré sin padre, pero tan libre de tabúes que sonreí feliz.

Me inscribí con el santo nombre de mi madre; unos parientes pobres en cuya casa permanentemente había sitio para otros más, me dieron albergue y un puesto de mandadero me proveyó de lo necesario para mis estudios. Allá en Yaguarón mi madre ahorraba a expensas de la propia comida para mandarme algo más.

Así fueron pasando mis años de estudiante. A mi alrededor se alzaron volcanes que no vi; cimas que ignoré. Yo tenía una meta y para alcanzarla debía ser conservador. Las nobles luchas juveniles me tuvieron sólo como observador desapasionado: un hijo de la tormenta no puede permitirse el lujo de actuar en ellas.

Llegó el tiempo del amor. Y aquí también usé la cabeza. ¿Acaso el raciocinio no es el patrimonio esencial del hombre? Las jóvenes se dividen en dos grupos: bellas y ricas, bellas y pobres. Yo no dudé al hacer mi elección. Es cierto que el dinero enloda pero también embellece lo que toca, ¿por qué rehuirlo?

Hubo un año en que dos acontecimientos importantes se sucedieron en mi vida: mi doctorado y mi matrimonio. Culminé así, felizmente, todos los desvelos pasados por mi madre, todas las humillaciones y privaciones que yo mismo había soportado.

Pude hacerme revolucionario y llegar antes, pero mi reinado hubiese sido efímero y mi caída definitiva. Entonces, hice lo de las estrellas, fui andando sin prisa, pero sin pausa. Primero un puesto cualquiera aceptado sólo para ir siendo conocido: después una secretaría: otras más, para terminar controlando varios directorios. Mi nombre figuraba indefectiblemente en cuanta comisión de importancia existía y dominaba dos sociedades anónimas. Había rechazado un Ministerio y en cualquier momento podía contar con el que me conviniera. Nadie se acordaba ni preguntaba por mi origen, unánimemente deseaban relacionarse conmigo. El dinero es casi la única credencial que todos respetan.

La presencia de mi madre, feliz con sus nietos, hacíame olvidar mis antiguos deseos de venganza. La vida me daba más de lo que yo me hubiera atrevido a esperar, ¿para qué seguir incubando rencores? Hasta olvidé que mi situación actual fuera el resultado de la vieja meta propuesta, aceptándolo todo como justa retribución a mis desvelos y dedicación.

Una mañana me anunciaron un visitante, era mi padre, que entró entre azorado y desenvuelto.

- En aquellos tiempos, sabés -hablaba ampulosamente, con los años se había vuelto teatral-, no teníamos la ruta, esa cinta de plata que une a los pueblos acortando distancias. Fui comisionado a Yaguarón y me dejó allá, por días, una interminable época de lluvia. Conocí a tu madre y eso prolongó mi permanencia. Después, sabés, las luchas políticas, el diario batallar, me impidieron ocuparme de vos como debía. Y hoy estoy dispuesto a subsanar esa demora, he venido a decirte que estoy pronto a reconocerte.

Lo miré largamente, lo vi enrojecer paulatinamente y seguí mirándolo aún después de haber bajado sus ojos.

Desplegué entonces ante él un abanico de billetes en los que la efigie del Mariscal López se prolongaba en livideces azulencas y sonreí al decirle:

-Aquí tiene algo para sus gastos, lamento no poder darle más.

-¡De ninguna manera! ¡No he venido para eso! Un error de juventud no debe perdurar. Entendelo, hijo mío.

Y me liberé de todos mis complejos al decirle, mientras lo guiaba hasta la puerta:

-¿Qué seguridades tengo yo de que usted sea mi padre?

De la Colección: Cuentos de Autores de la Región Guaraní publicado por El Territorio. Chaves de Ferreiro nació en Asunción. Publicó las novelas Crónica de una familia y Andresa Escobar

Ana Iris Chaves de Ferreiro

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