Su convertirse en selva
Dijo que a su mamá le habían crecido hojas en los dedos antes de adentrarse en la selva, pero yo en ese entonces no le creí. Ahora, tantos años después, en noches de lluvia como esta, cuando el monte parece un grabado verde en movimiento, me permito dudar, y pienso en ella.
Yo solía disfrutar de mi trabajo de maestra de plurigrado, en aula satélite, en ese rincón remoto de monte en Misiones. Aun viniendo de Posadas, la capital, conocía muy bien la mentalidad callada del colono por mis propios abuelos, y me había adaptado a la vida de pueblo en Caburé como si hubiera vivido en medio de una nada distante toda la vida. Para esto he estudiado, me decía a mí misma cada tarde, mientras volvía por los senderos torcidos bordeando la selva, transpirando en los tramos de sol, mirando cómo ya el polvo empezaba a asentarse en los caminos para la noche. Esto, y las caras de los chicos con su tez oscura, con sus sonrisas, ganándole a cualquier resistencia que hubiera podido tener hacia este pedazo salvaje de tierra. De a poco, los chacareros de dientes irregulares me habían empezado a saludar con la cabeza, en silencio, mientras caminaba por el pueblo de dos calles. Y quizás la más alta distinción, aparte de la sonrisa-de-una-vez-al-año de la supervisora, había sido que la mayoría en Caburé ya sabía mi nombre. “Buenas tardes, señorita Marta, ¿Cómo le está yendo a su techo con esta lluvia?”, me preguntaban, y en la pregunta estaba implícita la oferta de repararlo que muchas veces aceptaba, con esa manera de llover.
Los lugareños se habían adaptado a la Ley 30x30 del gobierno casi enseguida, con la resignación silenciosa de la gente de campo de Misiones: la palabra de los importantes, allá en Buenos Aires, se aceptaba como la de un dios de cualquiera de las muchas iglesias pentecostales o evangélicas que aparecían como hongos blancos o azules cada tanto en la única ruta asfaltada (secundaria, por supuesto). La Ley 30x30 forzaba a cada chacarero a dejar un 30% de su tierra sin explotar, sin tocar, en estado silvestre. Yo lo consideré una movida desesperada en la batalla contra la pérdida de la biodiversidad, y se pasaron bastante de la fecha límite de 2030, que le dio nombre. Pero después de estar implementada por veinte años, nadie –al menos en Misiones– se animaba a preguntar si había funcionado. Más bien resentían que el verdor de la selva hubiera reclamado parte de su tierra, pero quizás se lo tomaban como una especie de justicia o retribución por lo que la habían talado sus antepasados. No quedaban más árboles grandes, maderables o ‘de madera noble’, como les decían; un eventual palo rosa cada tanto, como centinela en un pastizal para el ganado, quizás. Lo que avanzaba a grandes pasos era la ‘capoeira’, con su confusa trama de árboles colonizadores que de a poco iban siendo reemplazados por los de madera más firme, enredaderas, y toda esa mezcolanza de vida entre la copa y el sotobosque que molestaba a todos en esa parte del mundo, menos a los mbyá guaraní.
Yo tenía un par de alumnos mbyá en la escuela, hijos de padres menos reticentes a mezclarse con los blancos. Pero la mayoría de los habitantes de las aldeas más alejadas se educaban a su manera, y venían al pueblo solo en situaciones de emergencia que no pudiera resolver su opygua. Lo curioso era que la de gente del pueblo también iba de consulta a la aldea cuando tenían alguna afección que la medicina blanca no pudiera resolver, y por todo esto, los intercambios se mantenían distantes, aunque corteses.
Tomás no era mbyá, pero de seguro en su pelo y en sus ojos había rasgos guaraníes. Lo mismo con su mamá: una belleza de mujer, con el pelo en una sola trenza larga y negra como los ojos de su hijo. Por los comentarios de él y de algunos de sus compañeritos, supe que habían venido de Paraguay unos años antes de que él naciera, y se habían quedado en una chacra abandonada (acá nadie pregunta mucho sobre títulos de propiedad, de todos modos), y vivían de unas plantaciones pequeñas de tabaco, maíz y zapallo, como muchas otras familias del lugar. Esto hasta que murió el padre de Tomás. Escuché varias historias sobre su muerte que sugerían que había sido culpa de ella, por motivos que no recuerdo, pero en todas las historias nadie se detenía mucho en esa parte, porque enseguida se pasaba a hablar sobre ella. Siempre he sabido de la crueldad que pueden tener los niños, habiendo sido yo misma receptora de algún grado de acoso escolar de chica, por mis notas y mis anteojos. A Tomás lo llamaban a veces “el huerfanito”, “el teju’í” (lagartito en mbyá), y, el peor apodo, “el hijo de la loca”, el único insulto que él no soportaba y que terminaba siempre en una pelea que yo corría a detener, aplicando los retos correspondientes. No podía evitar que Tomás me conmoviera: tenía unos ojos luminosos y una sonrisa enorme que trascendía su labio leporino. Yo había considerado la posibilidad de llevarlo a esos programas provinciales que hacen cirugía estética con médicos voluntarios. Creo que hasta hubiera pagado yo los gastos de transporte, ya que siempre se los hace en la capital de la provincia, pero esto significaba un viaje de dos días mínimo en la semana que yo no me podía permitir: era la única docente a cargo de la escuela, sin ningún reemplazo, de ningún tipo. Cuando me agarraba una gripe, o la vez que me esguincé el tobillo por culpa de una raíz, la escuela quedó vacía hasta que recuperé fuerzas y volví. Y yo no quería empeorar las burlas hacia Tomás agregándole un viaje caro y con la maestra a la capital. Además, necesitaría el permiso de su mamá, del cual yo dudaba, considerando todo lo que se decía de ella.
El problema con Tomás era que uno nunca podía estar seguro de sus palabras: no mentía, pero a veces había que adivinar que había querido decir. Cuando me empezó de a poco a contar sobre su vida con su madre en esa chacra solitaria, la verdad es que me empecé a alarmar; muchas noches tenía que convencerme de que yo no había entendido bien o lo había malinterpretado, o ambas cosas a la vez.
Por ejemplo, yo les preguntaba a los chicos sobre la cena del día anterior y Tomás contaba que su mamá había traído un guacamayo, y todos se reían. O, digamos, estábamos charlando sobre los animales de la chacra, y él insistía en que tenían tres pecaríes silvestres, y un ocelote que vivía con ellos dentro de la casa. Cuando le pregunté qué les daban de comer, me contestó con su sonrisa invencible y torcida “Mamá les da luz de luna en potes cada noche”. Todo esto no colaboraba con su reputación, y por largo tiempo lo descarté como producto de su imaginación y su deseo de llamar la atención, aunque se rieran de él.
Esto cambió una vez que estuvo ausente como por cuatro días y volvió a la escuela más flaco y con el brazo envuelto en una tela. Lo examiné con mis magros conocimientos y detecté que el codo estaba en un ángulo raro. Le mandé una nota a su madre esa vez, y le saqué un turno al hijo con el médico que venía de Andresito una vez por semana para controles de rutina y vacunaciones. No hace falta decir que no hay hospital en Caburé, y me temo que, además, no habría nadie que pusiera el dinero para la nafta o tuviera la voluntad de llevarlo.
En cualquier caso, yo estaba decidida a tener una buena charla con esa mamá de una vez por todas, y hablar el tema del labio leporino, así como su flacura evidente.
Y ella vino nomás ese sábado a la mañana, caminando despacio con Tomás de la mano. Los miré venir de lejos, como envueltos en una nube por el calor del mediodía, y por un momento hubiera jurado que los acompañaba en la caminata un gato grande, pero no lo podría afirmar. Se acercaron hasta la sombra que daba la galería de la escuela y se quedaron ahí, callados. Les ofrecí un tereré y nos quedamos todos en el incómodo silencio en la espera de que llegara el doctor. La belleza de esta mujer era casi como una amenaza.
—Tomás es muy buen chico —le dije como para romper el hielo. A ella la rodeaba una quietud como si su pelo oscuro fuera una corona y ella, reina suprema del silencio entre nosotros.
—Sí —contestó, breve—. Lo aprendió de los árboles —ofreció como explicación.
Hice caso omiso del comentario e insistí.
—Sería muy bueno conseguir un cirujano para el labio leporino de Tomás, si me permite —sugerí. Quizás yo hasta podría llevarlo a Posadas.
—Esa es la marca del Ija, el dueño del monte —me explicó como quien le habla a un niño—. Es un privilegio tener esta marca, y todos los seres del bosque lo saben —sentenció, como si fuera una verdad universal de la cual solo yo no estaba enterada.
—Ah, mire usted le dije —sin saber qué contestar por unos segundos—. Pero ¿cómo es que está tan flaco y cómo tuvo este accidente en el brazo?
No estaba dispuesta a dejar que esta señora se escapara indemne de lo que para mí ya era evidentemente algo más que descuido.
—Es que quiso venirse conmigo adonde yo iba —replicó solamente. Le dije que no lo hiciera.
Casi convencida de que esto era como una confesión de violencia, me puse toda roja y le pregunté:
—¿Y por qué no puede seguir a su mamá si quiere o si necesita?
—Él no puede ir a donde yo voy a ir —me respondió y se encogió un poco de hombros, mirándose las manos en las que los dedos se trenzaban entre sí como si fueran agua.
—¿Y adónde es que usted se va? —quise saber, mientras espantaba una mosca.
—Yo voy al monte a encontrar lo que busco y el monte me encuentra a mí —fue su respuesta. Y con esto, pareció haber dicho todo lo que estaba dispuesta a decir y volvió a sumirse en ese aire de silencio que la rodeaba.
El médico llegó antes de que yo pudiera seguir, pero ya estaba decidida a que no iba a permitir que esta mujer se fuera así nomás, dejando atrás explicaciones entre el misterio y el ridículo.
El brazo de Tomás no estaba roto, sino dislocado. Él sí nos explicó cómo se había caído saltando por encima de una ‘escalera de mono’, una enredadera de monte que le dicen así porque forma una escalerita perfecta y crece tan firme como la madera. Yo la miraba a la madre mientras él nos contaba y el doctor distraía a Tomás del giro súbito con el que le acomodó el codo sin que siquiera pestañeara. “Gracias a Dios”, dije, pero su madre no hizo ningún comentario y en seguida se volvió como para irse, con apenas un “Gracias” entre los labios mientras Tomás nos regalaba una de sus sonrisas más felices. Su cara tenía manchas como si hubiera estado comiendo frutas de la selva con la mano, pensé.
—El hombre del monte dice que no puedo seguir a mamá —admitió ante los tres—pero yo quería verle a los ojos.
Observé a su madre; su mirada estaba puesta en la hilera de árboles por detrás del techo de la escuela. Me empecé a imaginar una trama de violencia en una pareja nueva suya, un cazador furtivo de Brasil quizás, uno de esos que suelen cruzar a Misiones porque nuestra selva se recupera mejor que la de ellos. Y una vez que se formó esa idea en mi mente, no la podía dejar irse sin decirle algo, o amenazarla de alguna manera con lo que fuera que la justicia pudiera ofrecer para asustar a un chacarero en estas tierras.
—Espero que nada le pase a Tomás —le dije, muy consciente de que mi cara se había convertido en una amenaza— o voy a tener que llamar a los agentes del Estado, los de violencia familiar, para que se lleven a tu hijo.
Me miró como quien mira a un grupo de monos chillando en las copas de los árboles, hablando en idioma de mono, y solo me contestó:
—No es al chico al que quiere el monte —Y con esto, se dio vuelta y nos dejó al médico y a mí perplejos e irritados.
Desde ese día, me propuse preguntarle a Tomás cada mañana cómo había sido su tarde anterior, qué había cenado, si habían recibido alguna visita, y si había dormido bien.
De sus respuestas obtuve un cuadro general en mi cabeza que era a la vez difícil de creer y siniestro. La fascinación con la que él hablaba de ella era conmovedora.
Habían dejado de sembrar maíz o zapallo desde el año anterior, así que mayormente cenaban frutas del monte, al que habían dejado crecer hasta su pequeña casa, una cabaña de madera como tantas otras de chacareros en el norte de Misiones. Bebían el agua de un arroyo cercano, donde también se bañaban y donde Tomás pescaba algún pez de vez en cuando, pero no lo cocinaban porque su mamá le dijo que la señora en el agua le había regalado el pez así como estaba, y así debía ser comido. Dormían afuera cuando no llovía, ni siquiera en hamacas, sino sobre el suelo polvoriento que estaba fresco por la noche luego del calor del día. Tenían algunos bananos en el fondo, pero su madre le había devuelto el terreno entero al monte, él explicó. Ella no seguía la Ley del 30x30, sino que iba por el 100%. Tomás amaba escucharla cantarles a las lechuzas de noche, y ver cómo le contestaban, dijo, y a veces cuando rugía un jaguar, ella le rugía de vuelta porque no les temían, ya que eran el monte mismo caminando, decía su mamá.
Comían hojas de árboles, de enredaderas, y flores, y juntaban miel de yateí en algunas colmenas que solo ellos conocían y que habían sido un regalo de los Ija. La aparición constante de esta palabra me intrigaba, así que me puse a investigar y averigüé, por un alumno mbyá, que significa ‘dueño’ o ‘protector’. De acuerdo a ella, había muchos Ija en el monte, y uno tenía que tratarlos con mucho respeto, ya que algunos podían ser malos.
Empecé a soñar con la mamá de Tomás; sueños rarísimos, eran. En uno ella estaba desnuda y su cuerpo estaba todo cubierto de babosas, pero las babosas brillaban con una luz fluorescente, y era todo muy extraño y bello. En otros muchos, yo la seguía al monte sin que se diera cuenta, y la escuchaba hablar en una voz como de vertiente, en susurros. Nunca podía entender lo que esos susurros decían, y cada vez que estaba por llegar a un claro en la selva, había una luz que provenía de una tela de araña, y ahí me despertaba.
Tomás me dijo que lo que más le gustaba era mirar las estrellas en las noches en las que ella no se iba, y cómo le contaba historias de los seres que viajaban en botes de luz por el cielo, y el mito de los mellizos y la madre de los jaguares era su cuento favorito.
—Cuando llueve —contó, con los ojos luminosos y abiertos— el monte viene hasta la puerta y nos lame los pies.
Contacté a mi superiora sobre lo que para mí ya era un caso preocupante, y le dije de un modo casi feroz que el Estado debía intervenir de alguna manera para rescatar a Tomás. Hasta me fui a hablar con el intendente del pueblo, que se rio de mí abiertamente.
—Es la viuda Benítez —dijo—. Ella es argel, dejala así nomás; está loca desde que murió el marido. Esa chacra es una vergüenza, pero también en parte es culpa de esta ley ridícula del 30x30 —y pasó a comentar sobre el festejo de primavera, el nuevo Festival Provincial de la Miel de Mandorí, y cómo quería que fuera la participación de la escuela en el desfile del pueblo.
Una vez, después de una gran tormenta que impidió que la mayoría de mis alumnos vinieran a la escuela, me preocupé muchísimo por Tomás. Sabía que no había nada en especial en la tormenta, pero igual me quedé despierta casi toda esa noche, imaginándome que él estaría quién sabe dónde con su madre lunática e irresponsable, en medio de esa tormenta.
Como la escuela no tuvo alumnos, más que los hermanos Villar que vivían al lado, los mandé a casa y decidí tomar el camino largo hasta la chacra Benítez. Me dije que era mi deber saber cómo estaba ese chico, y que nadie más que yo podía hacer algo por él.
El sendero se curvaba sobre una colina empinada, cubierta de montes de la 30x30. Muchos vecinos habían decidido que la mejor manera de cumplir esa ley era dejar silvestres las áreas más inclinadas, porque de todos modos no las iban a cultivar. El caminito se ponía cada vez más difícil, y para el segundo kilómetro a mí ya me faltaba un poco el aire, y eso que no soy cobarde o “amarillenta”. Mis zapatillas de ciudad se embarraron de rojo, y la oscuridad de los árboles daba un lindo fresco, pero no evitaba que me picaran los mosquitos.
Cuando finalmente llegué a la cabaña con su techo oxidado de chapa, me impresionó ver cómo se había tomado la selva ese pedazo de tierra. El monte llegaba hasta la puerta, como hace si se lo deja solo, y no se encontraban las típicas gallinas en el patio colorado alrededor de la casa. Era como si la casa estuviera en un acantilado, y el precipicio fuera la selva. Siempre me había preguntado cómo sería vivir en esas pequeñas cabañas cercanas al monte denso y alto, que se ve tan oscuro de afuera y da pie a que se creen todas esas historias de pueblo sobre criaturas extrañas, basadas en ciertos mitos guaraníes. Pero siempre hay un espacio despejado alrededor de las casas, un alivio del hambre que tiene el monte, un lugar chato y ordenado, con incluso algunas vacas que contribuyen a la sensación de que, después de todo, la selva se puede controlar. Allí, sentí exactamente lo contrario.
Al golpear la puerta, cedió, y al abrirla casi me caigo. Noté que no había nadie, y que la casa olía a humedad, mustia. No había fuego en la estufa a leña, ni nada que la hiciera parecer un hogar. En cambio, tenía el mismo olor que había afuera, verdoso. Avancé un poco insegura de si debía adentrarme en los misterios de esta mujer, pero envalentonada por el sentimiento de que podría ayudar a Tomás de alguna manera. Había un colchón pequeño cerca de una ventana con una sábana sucia, que supuse sería de él. La otra cama más grande estaba totalmente cubierta de hojas. Literalmente. No había mantas, pero estaba llena de un desorden hecho de hojas que recreaban la copa de los árboles cuando uno las mira desde abajo: una variedad de formas y tonos de verde, una cascada, una madriguera como la de un animal salvaje. Me di vuelta al escuchar un sonido en la puerta, y ahí, en la entrada, como si fuera un ciervito, estaba Tomás, solo al parecer. Estaba llorando y vino en silencio hacia mí. Lo abracé, sintiendo que había llegado justo a tiempo para salvarlo de quién sabe qué.
Lo único que me dijo, y lo último, fue:
—Los dedos se le volvieron hojas y se convirtió en monte, y ya se fue allá para siempre —dijo, y sus ojos brillaban como estrellas tristes. Con el rabillo vi un ocelote, tan claro como lo veía a Tomás, pasar de un lado al otro afuera de la puerta. Se escuchaban tantas vocalizaciones de aves en esa mañana de después de tormenta, tantos sonidos de insectos, que era ensordecedor. Lo único que atiné a hacer fue abrazar a Tomás y llevármelo.
Lo que las autoridades hicieron por Tomás se resumió en mandarlo ese mismo día con unos parientes lejanos, la tía de su padre en Caraguatá, me dijeron. Nunca lo volví a ver después de ese día que terminó para mí en un pequeño puesto de gendarmería a tres kilómetros del pueblo. Los gendarmes me dieron poca cabida y me mandaron a casa, diciendo que ya llegaban las autoridades pertinentes, y ellos se ocuparían de Tomás y de averiguar el paradero de su madre. Todo lo que pude hacer fue sentarme a su lado y decirle que todo iba a estar bien, mientras él se quedaba callado, y miraba los árboles detrás de mí. Ojalá hubiera podido estar segura de lo que le dije.
Muchos años después, cuando ya me había mudado a Puerto Libertad y era directora de una escuela, y tenía familia propia, me crucé a una antigua alumna de esa época que estaba visitando parientes y le pregunté por Tomás. Esta chica, ya en sus veinte, me contó que Tomás había vuelto a Caburé por un tiempo, viviendo en el monte como cazador furtivo, pero que después se había marchado, o eso pareció, porque nunca más lo volvieron a ver. Se había convertido en un hombre de pocas palabras, me dijo con cierta sorna. Le pregunté por la madre de él y la chacra, pero me dijo que había quedado todo igual, solo que ya no se podía ver la casa, que había sido tragada por el monte. Sobre la madre, se encogió de hombros.
En noches con tormentas de las que hacen ponerse a los árboles casi blancos, recuerdo a la mamá de Tomás. Y no es quizás su convertirse en selva lo que me perturba aún, ni la sonrisa torcida de su hijo. Es el momento en el que, por un instante, sabiendo ya de matrimonio y de maternidad, me permito soñar con cómo sería caminar despacio por senderos rojos de tierra en la selva hasta donde no haya más senderos, y uno se vuelva uno con el misterio.
Andrea Ferrari Kristeller
La autora es naturalista, docente y traductora. Su novela "La tierra sin ustedes", publicada por Edunam, representó a Misiones en la Feria del Libro de 2024. IG: aferrari65