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Después de la batalla genocida de Caibaté

miércoles 21 de febrero de 2024 | 6:00hs.

Los cadáveres de los hombres de torsos desnudos, esparcidos sobre el campo de espartillos secos, reflejaba el trágico final de la desigual contienda. Todo concluyó en la hora en que el sol arroja sus rayos con mayor fiereza y vuelve locas a las víboras y a las alimañas de la siesta. Pocos pájaros revolotean en desolado tramo, salvo los negros carroñeros de mirada torva y pico curvado que, volando lúgubres en lo alto del firmamento, sopesan el momento de posarse en las deshojadas ramas de los macilentos espinillos. ¿Qué atrae más a estos comensales del aire que llegan al festín sin ser invitados?, ¿los muertos desparramados por doquier, o los pocos prisioneros amontonados miserablemente juntos a otros tantos heridos desangrándose estoicos sin emitir gemidos de dolor? ¿Dolor? Si desde el principio de los tiempos el guaraní que se considera valiente al caer herido en combate no manifiesta dolor alguno, pues el dolor lo acerca a Ñande Yara. Y esto lo trasmitían los Chamanes de generación en generación con la intención de infundir dureza al carácter de los jóvenes guerreros.

 La primera desavenencia entre los jefes atacantes se produjo cuando el gobernador de San Pablo expresó su deseo de enviar a los prisioneros al Brasil. ¡Jamás! Contestó el gobernador de Buenos Aires. Los prisioneros se harán cargo de curar a los heridos y luego asumirán la tarea de cruzarlos al otro lado del río. Debemos instar a que se unan con los suyos y vivan en paz, si es que alguna vez la vuelvan a encontrar. Bastante daño ya les hemos causado como para sumarles otro sufrimiento. Y usted bien sabe que San Pablo significa esclavitud agregó tajante. Quien no participó de reunión alguna fue Joaquín Viana, el gobernador de Montevideo; pues toda discusión y acuerdo los dejó en manos de Andonaegui. –Que se arregle con el lusitano expresó, y se alejó de toda disputa ocupando su tiempo en recorrer los vestigios humeantes que aún quedaban de los pueblos incendiados, y en contemplar la desolada campiña donde poco antes sobresalían las explotaciones agrícolas y ganaderas, inmensa obra creada por los hombres de la Nación Misionera en el medio de la nada. Tantos horrores vistos y las consecuentes miserias generadas del vil atropello lo hicieron exclamar con aire de culpa: Deben estar totalmente locos los que ordenaron entregar todo esto a los portugueses.

En verdad es una tremenda locura. “Locura de horror y muerte que obligó a la relocalización de cuarenta mil misioneros allende el río Uruguay y a la defunción de miles de hermanos caídos durante el penoso peregrinaje del exilio y en los años de dura contienda”, escribiría Ernesto Paiva, el acólito que salvara su vida y cayera prisionero en la carta que dirigiera al Padre Provincial. Allí, contundente, agregaba: “El Tratado de Permuta o de Madrid debería llamarse de dolor y muerte. Muerte que se llevó a la tumba a tantos hombres y dejó un tendal de viudas desamparadas y a miles de niños sin padres. Dolor al ver al contingente de exiliados deambular en silencio como parias abandonados a su suerte. Caminan en silencio arrastrando sus penurias sin queja, sin lamentos, sin ayes. Nadie ha llorado ni llorará; ni los hombres ni los ancianos, ni las mujeres ni los niños, salvo el berrinche de algún amamantado. ¿Y abandonar a los heridos?, jamás. Ahí van con ellos; son hombres que perdieron uno, dos o más miembros; pobres hombres que jamás podrán hacer lo que antes hacían. Desvalidos, vivirán el resto de sus días dependiendo de la atención y caridad de sus hermanos.

¿Adónde irán todos ellos? Un comité de recepción aloja a los heridos en los hospitales, a las mujeres y niños en las cabañas de viudas y solteras, a los hombres en las de solteros y en las cárceles, ¡que por fin tienen moradores! Estos son los que optaron por quedarse buscando amparo en los pueblos de occidente, construyendo a los apurones ranchos provisorios. Otros, en cambio, decidieron volver a la selva, abandonando definitivamente la vida urbana. Regresaban al viejo ambiente selvático y primitivo como vivieron antes de la llegada de los Jesuitas. ¡Oh, Dios mío!, ¿es posible que tanta maldad haya caído sobre estos nobles seres que por propia voluntad supieron construir una envidiable sociedad? Sociedad que vanamente todo aspirante a gobernar en el mundo civilizado promete alcanzar, y que una vez en el poder, éste lo vuelve déspota, soberbio y lo insta a perpetuarse en el mismo porque asume que después de él vendrá el caos. ¿No es acaso esta vil hecatombe el resultado sanguinario de individuos empolvados que viven en regios palacios europeos? ¿Qué clase de reyes son que, en lugar de enfrentarse en contiendas inútiles por poseer más tierras, no se dedican a mejorar la administración de los bienes generales y en bregar por el bienestar de sus súbditos que bastante mal andan, a pesar de las riquezas que les llueven? ¿Son ellos los representantes más conspicuos del iluminismo humanista? Entonces, mi querido Padre Superior, ¿cómo serán los otros que no son humanistas? Como apreciaréis, todo aquí es un remolino de vivencias traumáticas que obligan a tomar decisiones.

Por mi parte, he decidido por propia voluntad internarme en la selva y convivir con mis hermanos misioneros, como ya lo ha hecho el Padre Lucas Marton con la idea de crear una sociedad basada en la anterior. El Padre Lucas se fue al monte con decenas de nativos a quienes inculcará la fe cristiana, pero respetará la creencia religiosa del que quiera adoptar para sí. Estoy convencido de que todos los caminos sirven para llegar al cielo. Verá usted, mi Señor, que en la novedosa Nación Misionera creada por Ruiz de Montoya y sus compañeros en la fe, que abruptamente se desvanece, siempre se han tenido buenos y prudentes gobernantes. Debido a ello, y comparativamente, me pregunto si los blancos alguna vez los sabremos tener. Y, en la actualidad, con vuestras vivencias en grandes ciudades, deberían preguntarles a los hombres si están sabia y honradamente gobernados.

Para terminar, debo confesaros, Padre Superior, que me voy a los montes con el alma reconfortada al tener de ejemplo la valentía moral y ética del Padre Sebastián Gamarra, verdadero siervo y soldado de Cristo. Murió en el frente de batalla defendiendo el ideal de la Nación Misionera y Guaraní, como solía repetir. Dejó atrás la fastuosidad de Roma y la aristocracia selecta de la vanidosa Lima, la ciudad donde nació, por venir a morir en su patria de adopción donde se sentía verdaderamente pleno de felicidad. Logró lo que el Padre Antonio Ruiz de Montoya, por obediencia, no pudo: terminar sus días en Misiones. Él lo consiguió al pie del Cerro Caibaté, dejando en su partida el sublime mensaje de “que la patria no es el lugar donde se nace, sino el lugar donde uno opta por vivir en paz y ser feliz.”

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