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La última carta del padre Sebastián antes del genocidio

domingo 18 de febrero de 2024 | 6:00hs.

Caibaté de las Misiones, 8 de febrero de 1756, año del Señor.

Estimado Padre General, Aloysius Centurione: Cuando usted reciba la presente ya no estaré en este mundo, aunque sí estaré en el lugar que todo cristiano anhela residir después de muerto. Ignoro el momento porque lo mío no es un suicidio, pero presumo será en unos días en el campo de batalla. Mi intención primaria es pedirle disculpas por no haberme despedido en el mismo momento en que decidí regresar a esta tierra, que a la vez es mi patria de adopción. Tenía presente que, de haberlo hecho, usted me habría reprochado mi deserción del Ejército Jesuita, lo cual habría generado discusiones e interpretaciones políticas y filosóficas que en ese momento de crisis moral no estaba en condiciones de tratar. En mi concepto, he abandonado mi puesto en la Orden, ¡no en el Ejército de Cristo!, pues por encima de toda organización, primero está Él y sus divinos mandatos que nos enseñan a amar al prójimo y a defender por siempre a los más desvalidos; en este caso, a hombres y mujeres de las Misiones acosados por la insolencia de reyes inmisericordes. ¿Recordáis la bienaventuranza del Señor que nos dice que los mansos poseerán la tierra y los pobres el reino de Dios? Los misioneros son seres pacíficos con hambre y sed de justicia; sin embargo, la jerarquía de la Orden no se comportó con la entereza comprometida al aceptar el trueque de los siete pueblos al oeste del río Uruguay, por Colonia del Sacramento y permitir la expulsión de sus habitantes. Están penando y no encuentran consuelo, pero, ¡por Dios!, tendrán el bálsamo de los perseguidos: habitar el Reino de los Cielos tras la muerte. No me permitiré juzgar al hombre que dirige la Compañía, ¡no, por favor!; digo nada más que al aceptar la excesiva presión del mandato del rey, os habéis puesto en lugar incómodo. Y yo, ante la alternativa de seguir en Roma, decidí por propia voluntad ponerme al lado de mis hermanos que estaban sufriendo el agravio del desalojo ¡de lo que siempre fue suyo! Lo terrible no es solamente la relocalización obligada, sino el haber destruido un modo de vida distinto, el que Tomás Moro describió en su libro Utopía y que en las Misiones se hizo realidad. Utopía es un país inexistente, imaginario, ideal, fundado en la justicia, la bondad y en la ecuanimidad bajo mínimas leyes. Una sociedad cuyos principios básicos sostienen la libertad, el bienestar general y la solidaridad. El lugar donde no existe la avaricia, la codicia, ni la propiedad privada. En Utopía, trabajo y descanso son obligatorios y lo que se obtiene de la producción comunitaria se distribuye según la necesidad de cada uno. Allí, el núcleo familiar es sostén de la sociedad y a los ancianos se los respeta venerablemente, pues gozan de cuidados especiales y revisten de consejeros sociales. Asimismo, los gobernantes duran un año en su mandato y luego son sustituidos por otros, ¡y si no sirven, los echan! Utopía está ubicada en una isla donde cohabitan cincuenta pueblos con el mismo principio de vida, (las Misiones tiene treinta con igual precepto), y como nadie ambiciona lo que el vecino tiene, no hay guerras. Si cerrarais vuestros ojos y dejarais volar la imaginación tratando de cotejar las características de estos dos Estados: Utopía y Misiones, os aseguro que no hallaríais diferencias. Y si cotejarais estas repúblicas de iguales con las del mundo civilizado de los blancos, comprobareis que existen divergencias extraordinarias. Allá, en la civilización, la envidia, la avaricia, la traición, la falta de libertad, la injusticia y la pobreza están a la orden del día. La ambición desmedida y las intrigas corrompen los sectores del poder y nadie puede estar seguro del lugar que ocupa. El hijo del rey asesina al padre por la corona, o el rey mata a tal pariente para que herede el preferido, y hasta decapita a su mujer para casarse con la nueva agraciada. Si hablamos de los círculos subalternos, el Canciller, los ministros, funcionarios y hasta el mínimo ordenanza temen caer de su pedestal y ser sustituidos por otros expectantes conspiradores. Y quién sabe si vuestro mismo lugar sea objeto de ambición; si no es sí, estaréis observando que grupos poderosos y varias congregaciones están trabajando para destronar a la Orden, quitándole el dominio político que ostenta ante los reinos de Europa y en el mismo Vaticano. Si les fuera posible la borrarían de la faz de la tierra, consecuencia de la gula por la ambición de poder. Estimado Padre General, con este mi escrito os revelo el estado de mi espíritu y la felicidad que embarga mi corazón al haber podido encontrar en la selva mi rincón en el mundo como soldado de Cristo. Lleno estoy de dicha sin igual al exponer que el bienestar general se construye cuando hay buena voluntad en sus habitantes, que aquí en las Misiones se ha logrado como Estado independiente. Allá, afuera, los gobernantes tendrán que luchar muchísimo por hallar el principio de entendimiento entre los hombres que aquí se ha logrado; repito, el principio de entendimiento que los guíe a la senda de la construcción del bien común. Y con esto me despido, rogando de todo corazón que sigáis encontrando en nuestro Señor Jesucristo la fortaleza que todo cristiano necesita, principalmente usted la necesitará, que de aquí en más tendrá que seguir solo en la lucha teniendo como único aliado al Santo Padre.

Padre Sebastián Gamarra

El 10 de febrero de 1756, el Padre Sebastián montado en su alazán ruano, con el torso desnudo, el santo rosario colgado del cuello y la cabellera al viento, permanecía ensimismado en su yo interior como si una orden superior lo instara a la tranquilidad absoluta. Tal vez su abstracción del mundo real fuera la razón que lo hizo percibir vagamente el grito de “a la carga” del cacique Ñeenguirú, los alaridos y sapucay de los bravos que lo escoltaban. De lejos, incluso, sintió las repetidas detonaciones de los cañones acompañadas de agudos silbidos y ayes de dolor. Después del tumultuoso y explosivo pandemónium el mutismo lo fue invadiendo y comenzó a notar que el anterior contorno, predominantemente amarillo, se reconvertía en variados matices glaucos. Una sinfonía de tonalidades verdes alfombraba la sabana con los espartillos incluidos. Los árboles recuperaron su verdor y estaban llenos de flores, y el cerro Caibaté, antes grisáceo, redimió esplendores luciendo renovados musgos de colores aceitunados. La tranquilidad invadía el lugar y el Padre Sebastián, que ya no recibía el caluroso viento, dejó de transpirar y perdió toda sensación irritante que pudiera afectarle al cuerpo. Paulatinamente comprobó que sus compañeros en la lucha por defender la Nación Misionera se ubicaban al lado suyo sonrientes y dichosos, como si estuviesen en otra dimensión protegidos de toda mala acechanza. ¿Estaban en la Tierra Sin Mal? Infinita placidez comenzó a instalarse suavemente en su alma elevándolo a la cúspide del bienestar supremo. Sensación etérea y agradable que nunca sintió en vida y que lo instara a musitar: “¡ay, Dios mío, que sea eterno este sumo bien que ahora me brindas!”.

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