Recalca la importancia de no prejuzgar y tender siempre una mano amiga

De sufrir el horror a dedicar su vida a la solidaridad: la historia de Norma Yanzat

Fue secuestrada a los 17 años junto a su madre en medio de la dictadura cívico-militar en Argentina. Después de vivir lo peor, decidió ayudar siempre a quienes más lo necesitaban.
sábado 13 de enero de 2024 | 3:30hs.
De sufrir el horror a dedicar su vida a la solidaridad: la historia de Norma Yanzat
De sufrir el horror a dedicar su vida a la solidaridad: la historia de Norma Yanzat

Dicen que el tiempo cura las heridas, pero hay algunas que persisten al paso de los años y siguen allí, sangrando en lo más profundo. Como esas, las que fueron provocadas durante la época oscura de Argentina, y continúan grabadas en la piel, en el cuerpo y la memoria. Sobre todo en la memoria.

La dictadura cívico-militar se llevó miles de vidas, pero también se deshizo de sueños, ganas y esperanzas. Sólo la resiliencia de quienes lograron vencer al odio logró marcar nuevos rumbos, al grito de Nunca Más. Es la historia de Norma Yanzat, que a los 17 años vivió el horror en carne propia. En esta charla con El Territorio, vuelve a rememorar aquellos días de 1976, de angustia, tristeza y dolor. Pero también cuenta acerca de las fuerzas que la impulsaron a rearmar su vida, una vida que puso al servicio del otro.

Ella está segura que no lo hizo sola, que estuvo acompañada por personas que le ayudaron a tener esperanza, a sentir y amar. Y por eso, no deja de insistir en que a veces, una simple mano al hombro, un oído escucha, pueden hacer por el otro más de lo que pensamos, pueden incluso salvar una vida.

Vamos a situarnos en esa época, Norma ¿dónde fue, cuántos años tenía…?

Vivíamos en Campo Grande, en la colonia. Yo tenía 17 años, para cumplir 18. Tenía séptimo grado, nada más. Una inocencia, ingenuidad. Vivíamos en la chacra y mi padre era delegado del Movimiento Agrario. Por suerte o por desgracia, mi padre falleció ese enero antes del golpe, de haber estado vivo hubiese padecido mucho. Cuando él falleció, nosotros nos quedamos solos con mamá y después vino la persecución. Nos apresaron a mí y a mi madre. Seis meses estuve presa. No hace falta que cuente toda la aberración porque es indescriptible todo lo que vivimos. 

¿Pudo saber dónde la tuvieron?

Primero nos llevaron a un campamento a la orilla del arroyo Acaraguá que hoy es un espacio de la memoria. Después nos trasladaron a Posadas en distintas comisarías, nos llevaban siempre con los ojos vendados. Y después nos llevaron a una alcaidía de mujeres donde estábamos y compartíamos momentos con presas comunes y las niñas que estaban presas, era como un patronato, así lo llamaban.

¿En algún momento les decían por qué las estaban secuestrando?

De hecho, nos secuestraron y nos preguntaban dónde estaba papá. O sea, no tenían información de que ya había muerto. Pero como él era delegado y los cabecillas del Movimiento Agrario eran luchadores por el bien común, y estaban prófugos, entonces buscaban a todos los delegados. Papá murió en enero y en octubre nos apresaron a nosotras. Lo viví con mucho miedo y dolor, mis hermanos eran chiquitos y se quedaron a la deriva. Gracias a Dios había un director de escuela que nos apreciaba muchísimo y se acercó, los contuvo, después los familiares los fueron llevando.

¿Cuántos hermanitos eran?

Eran cuatro los que quedaron, la más chiquita tenía 3, 4 añitos y después el mayor tenía 14, que se tuvo que hacer cargo de todo y se quedó en la chacra. Al resto los llevó una tía porque eran muy chicos. Y ellos pasaron torturas que me enteré después, porque seguían yendo y les decían que les iban a cortar extremidades si no contaban dónde estaban las supuestas armas. Es muy triste, destruyeron el tejido social de esa época. Toda persona que trabajaba por el bien común, en algún centro de vecinos, en alguna comisión cooperadora, era perseguida, apresada, torturada y hubo gente que salió muy mal.

 ¿El maltrato además de físico, también era psicológico?

Sí, psicológico, físico, el tener que ver cómo torturaban a otros, escuchar. Hacíamos nuestras necesidades en latas de leche Nido. Es horrible y es un tormento que no te lo sacan, lo vivís durante años. Es más, en esta época se me viene mucho a la cabeza por toda la violencia verbal que está pasando, es tal cual como hemos vivido.

¿Cómo fue el momento en que las liberaron a usted y su madre?

Uh, para mí fue más duro que haberme llevado presa. A mi madre la liberan un mes antes. Nunca habló sobre cómo fue ese reencuentro con sus hijos, reunirlos de vuelta, porque una estaba con una tía, el otro con otra. Una de esas tías les decía que no íbamos a volver nunca más. Y cuando yo salí en libertad, le llamaron a mi madre para que vaya a retirarme del cuartel porque todavía era menor. Y una mole de hombre –siempre cuento eso porque fue lo que más me traumó y selló para toda la vida – con una ametralladora en la sien me dijo “de lo que viste y oíste, ni una palabra porque te volamos la cabeza donde sea”. Eso a mí me acompañó durante años. Mi juventud, mi lucha después. Me costaba mirar para el costado porque sentía que tenía a alguien allí todo el tiempo. Lógicamente, hablar era imposible después de eso. Contar cómo vi que torturaban a otras personas, que abusaron de mí, que abusaron de otras personas. No podés contar porque detrás de las paredes parecía que había siempre alguien. No hablábamos ni con mamá ni con mis hermanos ni con nadie.

¿Cómo fue su vida después?

Las chicas que iban a la escuela conmigo y me veían en el colectivo por ejemplo, me daban vuelta la cara, no me querían saludar. Porque lo que se sembró es “algo habrán hecho, tenían armas”, lo que teníamos eran libros, porque mi padre era un hombre que leía mucho. Así que fue muy duro vivir en libertad después, que la gente te ningunee, es horrible. Me encerraba, me pasaba llorando. Creo que a los seis meses de haber salido, me vine a trabajar a casa de familia, acá en Oberá. Había una crisis y pobreza en la colonia, así que venía a trabajar todo el mes y a fin de mes tenía que pasar por la comisaría a firmar porque era una libertad condicional, no me tenía que perder. Hoy pienso y digo qué maldad, no hay palabras para que seres humanos con toda la fuerza de las armas cometieran tal aberración. Y después lo que significaba entrar a la comisaría con todos los policías y las cosas que tenía que escuchar, ¡horribles!

Allí empieza una historia que siempre rescato. Les decía el otro día a mis hijos que voy a cumplir 70 años y no quiero que me hagan una fiesta, quiero reunirme con toda la gente que me ayudó a vivir, aunque la mayoría no está más. Yo trabajaba con don Elías Andrujovich y en esa época su hermano también fue detenido junto a su hijo. Entonces don Elías, sin hablar, me contenía, me trataba muy bien y era como un papá. También me refugiaba en la iglesia, porque antes de que me detuvieran era catequista. Había empezado a dar cursos de formación para catequistas, que ahí también fue donde me conocí con el padre Czerepac, que era líder del MAM.  Justo el día que nos detuvieron yo estaba en la iglesia, en una reunión con los papás de catequesis y cuando llego a mi casa, nos acostamos y a la hora más o menos llegaron.

¿Cómo fue ese momento?

Era de noche, nos tiraron a patadas la puerta, era una casita precaria. Entraron con las linternas, no entendíamos nada y así nos sacaron. Después me entero que mi hermano mayor vio cómo rompían las sábanas para vendarnos los ojos, nuestras mismas sábanas. A ellos los apuntaban también. Después de todo eso, seguí en la iglesia porque era el lugar donde me refugiaba. En la San Antonio estaba Víctor Arenhart que llegó a ser obispo. Él conocía mi historia, entonces yo me iba a misa y él siempre me daba una palmada al hombro y eso me hacía tan bien. No hacía falta decir nada, con que me pusiera la mano al hombro era todo, me sentía acompañada. Un día me dijo que no necesitaba ir a misa, que yo tenía una misa todos los días con lo que viví. Eso me iba fortaleciendo. Después fui a estudiar, terminé la secundaria e hice la terciaria. Y ahí sufrí horrores porque se comenzaba a volver a la democracia, se empezaba a mover todo y estaban los jóvenes que hablaban que había subversivos y yo tenía que escuchar sin poder decir una palabra. Iba con miedo y escuchaba cosas que no eran verdad, era muy triste.

Usted sentía que ese maltrato siguió mucho tiempo después de estar libre…

Sí, siguió muchísimo tiempo. Porque el miedo te paraliza. No obstante, yo volví a ser catequista, inclusive de Gendarmería Infantil, porque me casé con Marcos que es viudo y tenía dos hijos, y el varón iba a Gendarmería Infantil. En un momento me convocaron, yo fui y rompí esa barrera, pude hablar con gendarmes que fueron muy comprensivos conmigo, reconocían lo que fue esa aberración. Fue todo muy cruel pero yo tenía mucha fortaleza, siempre digo que hay un ser superior que te da fuerzas. 

Cuando estaba presa recibíamos constantes amenazas, de que no íbamos a salir, que no íbamos a ver el sol nunca más, que no merecíamos vivir, que éramos seres inferiores. Y yo me prometía que si salía con vida de ahí, me iba a dedicar a ayudar al más pobre. Estudié con miedo, nunca hablaba, pero siempre tenía eso de ayudar al que no entendía la materia. Hice la terciaria, estudié Educación para el trabajo y ahí fue donde se concretó la vuelta de la democracia, que fue lo que me paralizó del todo.

¿Por qué lo sintió así?

Es que era una maravilla por un lado, pero yo tenía mucho miedo, tanto que no me permitía ir a trabajar. No pude ejercer. Terminé la carrera con el segundo promedio de 18 chicos. Me ofrecieron trabajo en dos escuelas y yo tenía miedo de ir a trabajar. Y ahora pienso que fue porque todo el tiempo nos decían que no servíamos para nada, que no merecíamos vivir, y yo sentía que no podía ejercer, que tenía que ser la fregona y no salirme de eso.

¿Cómo siguió la vida después de eso?

Fui madre a los 31. Después de trabajar en casa de familia, trabajé en una librería y después en el supermercado Gauze. Fue en ese entonces en que conocí al padre de mi hija, Judith. La tuve a ella, seguí trabajando, luché y traje a mis hermanos para que estudien. Luego conocí a mi marido. Judith tenía tres años y la nena de mi esposo tenía la misma edad, tienen diferencia de meses y había muerto la mamá cuando dio a luz. Él era viudo y nos conocimos una vez que mi nena había caído de la escalera, vivíamos en el barrio Krause y se cortó la cabeza. Él se acercó a ver, no pusimos a charlar y desde allí no se fue nunca más. Él fue muy comprensivo, siempre digo que él es muy humilde y tuvo la tolerancia de ayudarme a ser mujer y disfrutar de la vida, la vida sexual, me ayudó a expresarme, que hasta ese momento era todo miedo y tortura.

Después vinimos a trabajar en Aldeas Infantiles. Allí, todo eso de mi deseo de trabajar por los más humildes se concretó. Éramos una familia ensamblada, con cuatro hijos, porque ahí ya estaban los de él, la mía y el nuestro, Natanael que es el más chico. Y vinimos a trabajar con adolescentes, eran 18, un caos la casa. No había acompañamiento profesional, no había asistente social, era puro corazón.

¿Cuánto tiempo estuvieron allí?

Vinimos en el 99 y salimos hace unos diez años por ahí. Al tercer o cuarto año, empezamos a tener acompañamiento de asistentes sociales. Trabajando en la Aldea estaba muy vinculada en la iglesia y me meto en una pastoral. Tres veces por semana visitábamos la villa con otra chica. Así que nos enteramos de cosas increíbles. Al hogar me traían chicos que habían sido dados en adopción, que la mamá biológica reclamaba entonces el juez me lo traía de vuelta. Cuando pienso todo eso, no sé cómo lo superé.

 Hubo muchas historias, como la de un chico que lo tuvimos como seis meses, que lo queríamos adoptar porque todos mis hijos estaban muy encariñados, pero vino una familia adoptante y se lo llevaron. Fue muy duro porque mis hijos y mi marido lloraban. Siempre digo que a mí me rompieron, me armaron, me volvieron a romper… . Hubo otra historia con cinco hermanitos, que hoy hay uno que está acá, otro en el Sur, en Australia, en Estados Unidos y uno en Brasil, que llegaron incluso a recibir becas internacionales. Son todas historias fuertes.

¿Todo eso fue lo que le dio la fortaleza para dejar atrás el horror?

Sí. Trabajar por el otro y ver que no fue en vano. Que ellos hoy vengan y me digan que nunca habían comido en una mesa y se acuerden que la primera vez que llegaron les cociné varenikes con salsa. Yo no me acordaba pero para ellos fue muy importante.

¿Y cómo es mirar para atrás y ver todo lo que logró también?

A veces me pregunto si tienen que pasar tantas cosas para que uno sea buena persona y creo que no, creo que uno tiene que ser buena persona porque es lindo, porque nos hace bien y hace bien al otro. Me parece que construir tejidos de afecto, de amor, ver que el otro está mejor, me hace estar mejor. Cuando se habla tan despectivamente del pobre no soporto, me hace mal.

En un momento me pasó algo que me llevó a alejarme de la iglesia, donde antes trabajaba mucho. Había una chica que cuando la visitaba con la pastoral, tenía 14 años y un hijo. Le acompañaba, le llevaba comida, ropa. Después, dejé de ir a trabajar y un día viene la chica con otro bebé, yo trataba de hacer de puente y conseguirle cosas. Pero después viene con el tercer embarazo. Le pregunté si cobraba el salario y me dijo que no porque no tenía documento, ni ella ni el papá de los chicos. Me agarré la cabeza.

Fue ahí que decidí que mi diezmo y mi tiempo iba a dedicar a ayudar y les ayudé a hacer el documento. La cuestión es que hoy tienen su casita y me agradecen a mí. ¿Sabés lo que es eso? Estaban a cinco cuadras de la iglesia, entonces ¿qué hacemos como cristianos? De eso me siento orgullosa. Son gente que labura, seguirán teniendo sus problemas, pero saben que pueden contar conmigo. Yo siempre estoy.

¿Qué es lo que más le motiva de eso?

Saber que ese prejuicio también lo viví yo, del dolor de las palabras cuando te denigran, cuando te desprecian, es muy hiriente.

Cuando estudiaba en la facultad, andaba arrastrando los pies y no se me salía de la cabeza el hecho de suicidarme. Estaba mal económica y emocionalmente. Y me acuerdo un día que Roque Gentile que era el rector, me abraza y me empieza a hablar de su familia. Y parece que se me abrió el cielo. Una hermana de él también estuvo presa y yo sentí ahí que no estaba sola. Me salvó la vida, me sacó de ese pensamiento. Porque había empezado a caer, escuchaba todo lo que se decía con el regreso de la democracia y el miedo era latente. Siempre digo que es tan importante poner la mano al hombro. Una sonrisa, un abrazo.

¿Cuándo fue que pudo empezar a contar su historia?

Cuando regresaba la democracia, empezó la gente a hablar. Balero Torres fue uno de los primeros que me visitó y escribió el libro Nunca Más. Él me hizo la entrevista, yo tenía un miedo de hablar, pero le fui contando. Después de a poco nos fuimos encontrando quienes estuvimos presos, como Susana Benedetti que ahora falleció, que era como mi hermana; también Nina Somariva; Nilda Fiedler que era más chica que yo, que fue exiliada en Alemania. Hay una chica que está en Córdoba que salió a los siete años y a ella la secuestraron con una bebé, que nos la llevaron a nosotras cuando estábamos presas, diciendo que la encontraron a la orilla del río. Mi mamá era la que le cuidaba a esa bebé ahí adentro. Por suerte, los abuelos de la nena la buscaron y se la dieron. Antes de la pandemia la chica nos visitó, y el año pasado fuimos nosotros a visitarla a ella. Cuando nos encontramos nos abrazamos como si fuésemos familia de toda la vida.

Hoy, por momentos, hay cosas que siguen marcándome. Eso de que yo no merezco vivir me acompañó toda la vida. Por eso repito la importancia de poner el hombro, el oído. Quizás uno ve personas con la cabeza gacha y prejuzga, pero no sabe por lo que está pasando. Y a veces sólo basta ese gesto para salvar una vida, como pasó conmigo.

A pesar de todo lo que me tocó vivir, hice lo que quise que es ayudar y ser solidaria. Y logré cosas que hoy miro y no puedo creer, quizás sin darme cuenta, pero sé que fui dejando huellas en los demás. Eso me hace sentir bien y me hace ver que cuando uno quiere puede hacer y ser feliz a pesar de todo. 

 
 
 
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