La yarará newiedi

Siendo yo muy muchacho, en el Salto Oriental, asistí a una mordedura de víbora en la persona de un chico de mi edad, picado en el extremo del índice, justamente cuando se inclinaba a beber de un pozo. Éramos cuatro o cinco sujetos, el mayor de los cuales no alcanzaba a diez años.
El chico mordido dio un grito y se incorporó, con algo como piolín grueso colgado del dedo. Comenzó a gritar seguido, mirándonos a todos. Le atamos fuertemente la falange, y alguno, feliz poseedor de un cortaplumas, abrió la mordedura. Uno operaba, y los otros sujetaban el brazo. Tras la espalda del último, el chico forcejeaba, pateaba y nos rompía los oídos a alaridos.
Bien contado, creo que el operador se ensañaba algo en carne viva -efecto del mal cortaplumas. Este muchacho no fue médico ni naturalista, contra todo lo que hacía esperar su tupé; tenía 9 años. Es cierto también que en el Salto, por lo menos en aquella época, las víboras abundaban más que en cualquiera otra parte, y no había muchacho de quinta que no supiera algo sobre las víboras y sus efectos. Por mi parte, era muy raro el día de lluvia que no volviera a almorzar con dos o tres víboras cazadas.
El chico mordido fue, pues, curado, admitiendo que se hubiera tratado de una víbora y no de una culebra, cosa más que probable. Al llegar a la quinta nos libramos muy bien de decir una palabra. Aún creo que nunca lo han sabido, ni en mi casa ni en la de él.
Fue éste el primer sentimiento de duda que haya tenido sobre la determinación de una especie, en casos un poco agudos. Muchos años después, en el Chaco y en circunstancia más bien ingrata, se reprodujo aquélla.
En los esteros del Chaco se encuentran algunas víboras, y no pocas culebras. En los pajonales del Saladito hay serpientes de cascabel a gusto de todos, y en el monte hay otras cosas. Con mi vieja afición a las víboras, yo tenía allá un verdadero arsenal de observaciones ajenas y propias, y no sentía ninguna pereza de galopar cinco leguas para anotar de cerca un caso. Conocía particularmente los efectos del LACHESIS ALTERNATUS (yarará cruzeira de los brasileños, y víbora de la cruz en el sur), y del LACHESIS NEWIEDI, otra yarará menos caracterizada, pero bastante abundante en el norte de la Argentina.
Personalmente, había yo intervenido en dos casos de mordedura de newiedi, desde el momento de la mordedura hasta la curación: iguales síntomas, iguales manifestaciones, igual cuadro clínico en ambos casos. Y las referencias de segunda mano que poseía, muy fieles y copiosas, no hacían sino confirmar la seguridad de que tal caso de newiedi, debía, poco más o menos, encuadrar en tal marco patológico.
Y este es el error. Véase ahora:
Una tarde, ya caído el sol, volvía yo a caballo a casa. Delante del animal, a tres metros escasos, galopaba mi perro, una perra bastarda de policía y setter; ensamble caprichoso, si los hay, pero que afirma un elemento de corazón, nervios y dientes, totalmente maravilloso.
Al entrar en una picada, vi en el suelo, delante de las patas mismas del caballo que se iba sobre ella, una víbora enroscándose. Quise apartar al animal pero ya era tarde. Los cascos retumbaron en la arcilla seca y pasó. Detuve al caballo y volví la cabeza: era efectivamente una víbora, una yarará, que se agitaba aturdida por el retumbo.
Bajé y me acerqué. Pero entonces mi preocupación fue la perra, que volvía también a ver qué era aquéllo. Bien mirado, yo había notado, aún antes de sujetar el caballo, que la perra se había dado cuenta también de que algo había en el camino, y retornaba. Dada la misma línea que llevábamos al galope, había pasado rozando a la víbora -la había tocado acaso; y volvía atrás a descifrar aquello.
La luz, ya crepuscular en el campo, faltaba bruscamente al entrar en la picada. Pero en la penumbra aterciopelada, la yarará (era una newiedi) movía y removía sus roscas sobre la arcilla gris, y la perra quería a toda costa concluir con ella. El caballo, inmóvil y la cabeza vuelta, miraba con las orejas duras.
Me dio algún trabajo evitar un tête-a-tête de mi perra con el bicho del suelo; pero un buen palo concluyó la historia. Metí a la yarará en el bolsillo, pues rayas color salmón como aquéllas, a ambos lados y a lo largo del vientre, no he vuelto a ver en newiedi alguna, de tal vivacidad.
Mi temor principal había sido el caballo; observé una por una sus patas, aparté pelos, apreté; no había nada, fuera de la preocupación de sus orejas, que con la memoria feliz de los animales, se reprodujo durante mucho tiempo cada vez que al oscurecer se veía obligado a galopar por los senderos donde había tortas de estiércol.
Seguro, pues, monté de nuevo y silbé a la perra, reanudando el galope.
Recuerdo perfectamente bien que la perra galopaba ahora detrás del caballo, tan alegre como siempre. Así 15 ó 20 minutos -no más ni menos. De pronto miré atrás, y no la vi. Y en seguida tuve la seguridad completa de lo que había pasado: el galope de la perra en la línea misma del caballo, y la sacudida de la víbora, después de haber mordido precipitadamente y a escape...
Volví, llamando a mi perra. La hallé cincuenta metros atrás. Estaba sentada, meneando la cola y loca de alegría al verme. Pero no podía levantarse. No tenía aparentemente nada, fuera de aquella parálisis del cuarto trasero, que le impedía seguirme, por más esfuerzos que hacía. Me lamía las manos, contentísima siempre.
¿Qué hacer? Estábamos a una legua de casa. Quise examinarla, revisar sus patas, pero era imposible por su agitación para ponerse de pie. Al cabo de un momento no podía manejar las patas delanteras; las tenía estiradas también, y daba tumbos por incorporarse. La moral -diremos- perfectamente bien.
Me quité la camisa, envolví a mi perra y reemprendí el galope. Pero se ahogaba, y bajé de nuevo. Desde este momento se sucedieron sin interrupción convulsiones tetaniformes. Me conocía siempre, y hacía lo imposible por mover la cola cuando me miraba. Murió por fin, la boca y los ojos muy abiertos.
Vale decir, en media hora me quedé solo con mi caballo, sin mi perra que un momento antes galopaba con nosotros. Era allí mismo, en la misma picada nocturna, que comenzaba con una víbora aplastada en un extremo, y concluía con mi perra muerta, en el otro.
Pues bien: todo lo que yo conocía de LACHESIS NEWIEDI, nada tenía que ver con el cuadro desarrollado en mi perra. Un año después, aquí en Buenos Aires, tuve ocasión de consultar el caso con el Dr. Gómez, del Instituto Seroterápico de San Pablo, Brasil, y sin duda alguna la más alta autoridad científica en cuanto a yararás se refiera.
Descartada la mordedura en una vena -habían pasado más de quince minutos antes de las manifestaciones el Dr. Gómez no podía admitir ese cuadro neurotóxico, ya que el veneno de las lachesis, y el de la newiedi en primer término, es eminentemente hemotóxico. Pero yo estaba también seguro de lo que había observado.
-Lo único posible me dijo en conclusión- es que no se trate de una newiedi.
-También estoy seguro de esto le respondí.
El hombre sonrió; porque jamás se ha estado seguro de la determinación de una yarará, familia vasta, confusa y poliforme hasta dar miedo.
-¿Cómo era? -concluyó. Descríbamela otra vez.
Se la describí.
-¿Y la cabeza?
-Tal y tal.
¿Y la comisura?
-Tal y tal.
-¿Y esto y lo otro?
-Así y así.
No hubo modo de entendernos, ni de que él perdiera su sonrisita, ni de que yo sintiera disminuída en un átomo mi certidumbre. Y si algún día voy a Butantan, que es mi deseo final en cuanto a víboras, haré que el Dr. Gómez me enseñe en su serpentario cuáles y cuáles son LACHESIS NEWIEDI, a su alto juicio; y acaso nos pongamos de acuerdo. Porque la mía era una newiedi -Dios me perdone.
Horacio Quiroga
El relato es parte del libro La vida en Misiones. Quiroga vivió varios años en San Ignacio. Algunos de los libros publicados: Historia de un amor turbio; Cuentos de amor locura y muerte; Cuentos de la selva y El desierto.