Casamiento pintoresco

Cuando nos mudamos a la chacra, pasado un tiempo, empezamos a conocer a la gente de la colonia.
Así fue que, no sólo nos invitaron a un casamiento, sino que pidieron que aportáramos alguna ayuda (transporte, arreglo de mesas, etc.).
Como los novios eran personas queridas por nosotros, ella por ser vecina, y él por trabajar en nuestra casa, aceptamos gustosos.
Se fijó la fecha y comenzaron los preparativos. La unión civil se realizó cuatro días antes de la ceremonia religiosa. Como se pretendía que la novia llegara casta y pura al día que se unieran ante Dios y a pesar que ya estaban casados por civil, se redoblaron los cuidados para que los contrayentes no tuvieran oportunidad alguna de estar a solas.
La novia iba a todos lados con un séquito de cuatro hermanos menores, que no la dejaban ni a sol ni a sombra, cuidados intensificados, si por razones de los preparativos, tenía que venir a casa donde el novio estaba trabajando.
Llegó el gran día de la boda. Se celebraba por la mañana en la capilla de la colonia, previa Santa Misa.
Llevamos al novio y al padre de la novia. Luego irían ella y su séquito de hermanos.
Mientras se realizaba la unión, me quedé preparando el patio. Se colocaron largas mesas hechas con tablones, y debajo de un árbol, una más pequeña para la torta. Algunos parientes preparaban el asado y hervían la mandioca.
Como a las once y media llegaron los novios, quienes fueron recibidos por un bullicioso grupo de chicos y una tía vieja. Los cocineros ni se inmutaron. Comenzaron a llegar los invitados. Venían en carros, camionetas y a pie, y todos sin excepción, para acceder al patio, tenían que batirse a duelo con un montón de gansos que, con sus estridentes gritos y picotazos corrían a los recién llegados.
Pasada la prueba de este “averno” de plumas, escudriñaban la larga mesa dándose besos y apretones de manos, buscando el mejor lugar.
La cabecera de la mesa no estaba ocupada por los novios como se estila, sino por el padre de la novia por derecho jerárquico, quien daba todo tipo de órdenes incluyendo al recién “estrenado” yerno.
Comenzó el almuerzo y con él, las situaciones pintorescas. A la orden del padre, aparecieron los cocineros con el asado, la mandioca, los choclos y la ensalada. En la mesa no se admitía a los chicos, los que entre mocos y tirones de mangas, lograban un pedazo de asado acompañado por la sentencia, con la singular expresión lugareña: ¡… vaye a jugá que usté ya comió…!”
Dos chicos de guardia cerca de la torta, a escobazos espantaban a las gallinas que, en continuos asaltos, estaban empeñadas en picotearla.
Mientras, las damajuanas de tinto, pasaban de mano en mano entre los comensales, y los gritos de “¡Viva los novios!” se hacían más continuos; algunos los acompañaban con sapucay.
Debajo de la mesa, tres perros flacos, que entre patadas y “¡juiiiira perro!”, esperaban el milagro que, como maná del cielo, cayera algo de los platos.
En pleno almuerzo, el “director” del evento (padre de la novia) ordenó a dos de sus hijos: “¡Vayan al piquete que es hora de tomar agua los caballos!”. Entre rezongos y maldiciones dejaron la fiesta. ¡Pobres! El piquete quedaba un kilómetro cerro arriba.
Se cortó la torta para alivio de los que la custodiaban y a eso de las cuatro de la tarde, los novios anunciaron que iban a retirarse. Como si hubieran anunciado un sacrilegio, se dejaron oír los encolerizados gritos de la madre de la novia: “¡Cómo se van a ir si ahora vienen los Ayala a tomar tereré!”.
Resignaron un tiempo más los deseos de estar a solas. Terminada la ronda de tereré, por fin pudieron retirarse a su nuevo hogar, y como despedida de la madre de la novia, sonó en el patio la ríspida acotación ¿No sé qué apuro tienen?
Aida Ofelia Giménez
El cuento es parte al libro: Teyú Cuaré, sonata en sol mayor y verde intenso. Giménez es de San Ignacio. Ha publicado además el libro de cuentos Palíndromo