martes 05 de diciembre de 2023
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Ya no es temprano, pero tampoco es tarde...

domingo 24 de septiembre de 2023 | 3:52hs.
Ya no es temprano, pero tampoco es tarde...

Eran las diez de la noche cuando comenzó esta historia. Si, las diez de la noche, que en realidad es un horario intermedio en la noche, ya no es temprano, pero tampoco es tarde. Abrí la ventana y vi que la luna llena estaba en todo su esplendor. Con la claridad que había y el aire tibio de la primavera me animé a salir a caminar por el borde del arroyo que estaba a corta distancia de la casa. Tomé las llaves, me puse un abrigo liviano sobre mis espaldas y salí por la puerta de la cocina para no molestar a los que ya estaban durmiendo. Después de pasar por el patio, cruce la tranquera, camine por el pasto húmedo del potrero, llegando hasta el borde del monte junto al arroyo. El murmurar del agua se escuchaba nítidamente ampliado por este “no sé qué” que tiene la noche. Un silbido agudo, largo y extendido sonó en medio de la oscuridad. No era de un pájaro, ni de persona alguna, retumbó a lo largo de los montes devolviendo el eco que se multiplicaba por los cerros. El paisaje estaba claro ante mis ojos, iluminado por la serena luna que subía desde el horizonte y apenas se distinguía de entre los árboles de la selva. Ahí, en primer plano, estaba el arroyo desde el cual seguía subiendo el murmullo y un poco más atrás el monte, restos de una selva que fue quedando como lugar de sombras y refugio para las aves, algunos zorros y comadrejas que tenían sus madrigueras en los huecos troncos. Los cerros que bordeaban los cuatro horizontes ondulaban oscuramente alrededor mío haciéndome sentir que estaba hundido en un valle inmenso, donde el mutismo y la oscuridad contrastaban con el reflejo plateado de la luna. Otra vez el silbido, delgado, tendido, como un largo lamento, casi un llanto. Apenas dejó de rebotar en los montes y en los cerros volví a escuchar otro chiflido más. Esta vez más dilatado, más fino y agudo. Seguía sin poder distinguir su origen, ni de dónde venía esta resonancia, tampoco diferenciaba si podía ser de animal alguno.

Tenía ganas de sentarme a la orilla del arroyo para mirar los reflejos de la luna en las pequeñas cascadas que hacía el agua al pasar por entre las negras piedras. Pero la inquietud que generaba la oscuridad proveniente del monte, el silencio que bajaba de los cerros y el largo silbido, que se repetía de tanto en tanto, me inquietaba. Seguí caminando arroyo abajo, espoleado por la curiosidad, pero sobre todo por querer sobreponerme al miedo, aunque decir miedo es demasiado, era como un leve temor, un pequeño resquemor que no llegaba a erizar la piel, pero sí, generaba en mí, un exasperado estar atento a todo lo que sucedía alrededor. De niño tuve mucho miedo. Temor a la oscuridad, a los ruidos del monte, a voces desconocidas y a gritos o silbidos que escuchaba de noche. Los aprendí a superar en esos dos años en que debía cabalgar todas las tardes, desde la chacra de mis padres, a tres kilómetros del pueblo, a repartir las doce o quince botellas de leche a los clientes del pueblo. La leche era la magra cosecha de las cinco o seis vacas que se ordeñaban dos veces por día, como un sostén de la economía diaria para la familia. En esta época, mientras terminaba la escuela primaria en el colegio de monjas, aprendí a rezar, en una noche de tormenta. Aprendí a escuchar a los pájaros, que en los atardeceres desplegaban un abanico de sonidos que retumbaban en la selva y eran contestados por otra miríada de aves. En la noche las lechuzas, algunos búhos e incluso el urutaú, que cortaba de tajo el silencio nocturno con su largo canto. En el camino entre la chacra y el pueblo con sus yerbales, naranjales y despojos de selva me hice experto en distinguir a benteveos, horneros, zorzales, que también en las madrugadas anunciaban el comienzo de un nuevo día. Supe distinguir a los benteveos, que el día en que cantaban mucho al atardecer, anunciaban la próxima y segura lluvia. Los horneros siempre cantan en el mismo instante en que sale, y cuando se pone, el sol. Esta experiencia, de estar atento a lo que sucede, me llevó a no tener miedo a la oscuridad, a no temer a la soledad, en la cual me sumía noche a noche, cuando abandonaba la última calle del pueblo en que había iluminación y me adentraba en la más completa lobreguez en el camino que estaba rodeado de charcas, yerbatales y plantaciones de Tung. En estos momentos había dos posibilidades, fijar la vista hacia adelante y tratar de descubrir atisbos de vida en la calle o mirar hacia el cielo y descubrir alguna de las constelaciones que se dibujaban allí. La paz y la tranquilidad que me daba este momento, sobre el lomo del caballo camino a casa, me introdujeron en la astronomía, donde logré grabarme e identificar a la Cruz del  Sur, a la Osa Mayor y a algún que otro planeta. El camino estaba a cargo de la yegua o del caballo de turno, que lo hacía de memoria llevándome a casa.

Pero volvamos a la noche de luna clara, en la que había dejado la casa tipo diez de la noche. Bajé la calle que rodea el parque y continué luego al borde del arroyo. Sentía que había algo especial, algo raro, algo excepcional en ese silbido que cortaba el aire cada tanto. No había fábricas cercanas, que podrían estar convocando, o en su defecto, despidiendo a trabajadores en ciertos horarios. De un pájaro, ya dije,  no podía ser y de una persona tampoco, ya que por la agudeza, más que un silbido, parecía un lamento que se estriaba de forma lenta y aguda por la noche. También lo podría describir como una mezcla entre un agudísimo grito de socorro y el eufórico grito de un sapucai, que suelen exclamar los hacheros cuando derribaban algún gigante de la selva, pero puedo afirmar fehacientemente que no era voz humana. Superé mi miedo, mi temor y mi aprehensión, y seguí caminando. Me sobreponía, sobre todo, cuando entre las ramas de los árboles se escuchaba el murmullo de las hojas, que removidas por el viento, se quejaban de haber sido despertadas de su aletargado sueño, en este tiempo que ya no era temprano, pero que aún no era tarde.

Allí, junto al arroyo y escuchar el murmullo del agua cayendo por la pequeña cascada de piedras, mis pensamientos, mis fantasías y los recuerdos salieron disparados hacia la lejana infancia. Vino a mi mente y a mi memoria, casi como un embrujo, el tiempo en que construíamos tajamares en el arroyo del potrero. Tarea que comenzábamos apenas iniciadas las vacaciones de verano, aunque también era nuestra ocupación en algunos de los días más tibios de las vacaciones de invierno. Era en esas oportunidades donde soñaba que el agua de la superficie de nuestro pequeño dique se podría llegar a congelar en las noches invernales. Fantaseaba con ver bailar a patinadoras sobre el hielo de nuestra represa y hacer alarde de su destreza. Las caras y los cuerpos de las niñas, compañeras del colegio, se me hacían vividas figuras, vestidas de cortas y blancas polleritas haciendo piruetas sobre el hielo con  sus afilados patines. Estas realidades oníricas seguramente estaban desencadenadas por la propaganda que veía de los festivales de patinaje sobre hielo que estaban presentando sobre una pista en el Luna Park en las revistas Billiken, o Anteojito, que mamá nos compraba mes a mes con el imperativo de leerlo de punta a punta. Claro, excelentes puestas en escena que nunca llegaríamos a ver por nuestra situación de vivir en el interior del interior.

Otra vez el silbido, manso, insistente y largo. Por momentos retumbaba en el monte y en los cercanos cerros como un eco, dando fe y dejando constancia de que era un sonido real. En algún momento pensé que podía ser el chillido de algunos de los pavos reales del vecindario, que tienen este grito, o canto, alargado, melancólico y algo lamentoso, pero no podía ser. No llegaba a descubrir el origen del sonido. Otra vez me distrajeron los reflejos de la luna pálida entre el agua bajando su cauce hacia el bajo del potrero. Repentinamente el silencio se vio interrumpido por el trinar de pájaros y el lejano cantar de un gallo, clara señal de que estaba amaneciendo, ya la noche comenzaba a dejar de serlo y el día empezaba a ser una realidad. La sensación que me envolvía era esa mezcla de exaltación por lo vivido, pero también de una terrible frustración y melancolía, que se debía al hecho de no haber descubierto este misterio, este enigma y esta incógnita que había vivido.

Volví serenamente a mi casa, dejé que las sensaciones se apaciguaran. Al ver asomarse el sol, puse la pava con el agua para unos mates y quedé cavilando. Pregunté una y otra vez a algunas personas si habían escuchado o vivido algo igual. Las respuestas siempre fueron dubitativas. Algunos afirmaban haberlo escuchado, pero que no le prestaron mucha atención. La mayoría me quedaba mirando como preguntándose si yo no estaba hablando sandeces. Nunca pude descubrir el origen del silbido que una y otra vez se expandía en aquella noche, en que no era temprano, pero tampoco muy tarde, para descubrir nuevos misterios que existieron, existen y existirán en nuestros montes y potreros misioneros.

 

Waldemar Oscar von Hof

El autor es pastor y escritor de Montecarlo. Editó varios libros, entre ellos: “Siesta en el río de los pájaros” y “De letra chica y Anotaciones al margen”. Vive actualmente en Córdoba donde sigue escribiendo y ejerciendo su profesión.

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