Piedras en verde silencio (1881)
El señor Alejo Peyret y el baqueano que lo acompaña desmontan de sus caballos ante aquellas ruinas cubiertas por la selva y los envuelve ese silencio que lleva más de ciento diez años sin quebrarse. Un silencio de piedra que se fuera afianzando a medida que las voces y rezos guaraníes se apagaran en cada uno de los pueblos jesuíticos. Un verde silencio en el que irrumpen, como pequeños destellos, trinos entre cortados, el rechinar de alguna rama o, el atardecer, el lúgubre canto del urutaú, cargado de presagios.
Peyret es un francés, criado en Entre Ríos, que ha venido a las misiones comisionado por la Oficina de Tierras y Colonias del gobierno para informar sobre las posibilidades que esta región pudiese llegar a tener, como adecuada, para recibir a inmigrantes de varias partes del mundo. El baqueano misionero en tanto, que masca tabaco negro, pasea su mirada sobre aquellas piedras talladas que afloran, aquí y allá entre lo verde sin otro interés que el de terminar cuanto antes la visita.
Frente a ellos se alzan restos de muros destechados de lo que fuera alguna vez un pueblo cargado de vida, tomado ahora por raíces que envuelven las columnas, por el musgo adherido al asperón rojizo, y por los ysipos que se descuelgan como una cortina desde las altas ramas.
Los caballos, mientras, resuellan desconfiados. Su olfato les ha traído el olor de algún tigre que merodeara por la noche el lugar y un temblor les recorre los ijares mientras resoplan por sus ollares con temor. Todo lo que desean es alejarse pronto de ese sitio, pero allí deberán quedarse hasta que sus jinetes terminen de recorrer las ruinas.
Es un día límpido y la brisa, que apenas remueve las hojas más altas, no llega a sentirse en este mundo en calma de acá abajo. En este mundo verde y húmedo en el que sin embargo se puede percibir que algo acecha, sin que se pueda tener certeza de qué es.
Siglos antes, cuando todo esto no eran estas ruinas sino un pueblo habitado, lleno de voces, cánticos, gritos infantiles, golpes de martillo y aserrado de maderas, el padre Ruiz de Montoya había librado allí, y dejado constancia, de las luchas mantenidas con el demonio en su afán de llevarse consigo cada alma salvada entre esos montes con esfuerzo. Allí, entre esos corredores y galerías había estado el mismo diablo provocando a veces los ruidos más extraños, dejando el rastro de sus pisadas sobre la tierra húmeda, y haciendo oír su voz para aterrorizar y capturar cuantas almas le fuera posible. Por eso la necesidad cotidiana de bautizar gentiles, fuesen niños o adultos, en una lucha sin fin de días y de noches. Una guerra constante entre los ataques del infierno y el poder de la oración librado en medio de estos montes. El Padre dejó testimonio de esa encarnizada lucha en su libro La Conquista Espiritual del Paraguay y allí mismo, en uno de esos lugares donde aquel enfrentamiento se librara, es donde impera ahora este silencio que envuelve a Peyret, el recién llegado que antes de alejarse da unas palmadas en la tabla del cuello a su caballo para tranquilizarlo, mientras el baqueano le dice en guaraní unas palabras al suyo. Luego, machete en mano, ambos comienzan a abrirse paso en busca del pórtico de lo que fuera el templo de aquella reducción.
La mirada aguda y evaluadora del visitante se posa sobre las columnas, sobre los capiteles esculpidos, recorre las hojas de acanto cuidadosamente labradas. Allá arriba ve de pronto un ángel con la bandera en la mano en ademán de señalar el cielo. Miles de lluvias y de soles abrasadores han caído sobre él y, sin embargo, a pesar del desgaste de la piedra tallada, su actitud de desafío en esa lucha del bien contra el mal, permanece inalterable.
Asombrado por la anchura de las paredes del templo, Peyret sale por la abertura de lo que fuera una puerta lateral y lo sorprende, entre tanto verdor de selva abigarrada, el descampado de lo que fuera la plaza, donde no crece un solo árbol y el sol cae a pleno. Recuerda entonces haber leído que los jesuitas pisotearon ese terreno de tal modo que ninguna semilla pudo brotar allí. Su mirada recorre aquel recuadro iluminado y limpio donde se impone con más fuerza el silencio, y del cual ha desaparecido hasta el último eco de las ruidosas ceremonias de las que fuera el escenario. Los festejos para celebrar la visita de los Obispos o Gobernadores, con los jinetes dando vueltas a la plaza alzando las banderas desplegadas al son de las chirimías; las celebraciones con danzas de coreografía militar representando esgrimas y escaramuzas en la inacabable lucha entre ángeles y demonios al son de clarines y timbales. Cientos de niños indígenas con vestimentas de colores esgrimiendo alfanjes, lanzas y saetas. Un despliegue de colores, sonidos y de acción ahora absorbidos por la luz de la mañana cayendo sobre el sitio vacío.
El señor Peyret parpadea y disipa lo que el recuerdo y la imaginación han recreado y sigue al baqueano que, ignorante de todo aquello, ha optado por seguir adelante, solo, y machetea ahora unas ramas que les impiden acceder a lo que fueran las viviendas. Cuartos sin techo pero que conservan todavía, aquí y allá, restos de marcos de ventanas. La vegetación allí es profusa, pero pese a ello asombra, a quien ha venido para informar, el delineado perfecto de las calles, su trazado geométrico que recuerda esa constante de todas las ciudades españolas. Entonces, por sobre la vegetación que obstruye la visión de lo que fueran esas construcciones, Peyret imagina en el futuro ese lugar limpio, vacío, sin la selva avasallante que lo cubre y recorrido por visitantes atraídos por la historia del sitio.
La intensa vida humana que existiera con su bullicio entre aquellas paredes derruidas ha vuelto a ser ocupada por el monte nativo. El mismo monte que esperó con paciencia volver a ocupar el espacio ahora sin gente. Sin embargo, quienes allí habitaran, han dejado un mensaje que no se reduce a los bloques de paredes, ni a los restos de tejas esparcidos y ni siquiera a los postes de lapacho labrado que dan soporte a algunos muros. Es el mensaje vivo de los naranjos, plantas extrañas al medio, pero que se han reproducido con profusión y recuerdan, a quienes acceden al lugar, que allí hubo gente de una diferente civilización, con ideas, hábitos y creencias venidos de otra parte del mundo.
Ahora todo es silencio, y desplazándose dentro de ese silencio Peyret y el baqueano regresan a sus caballos que esperan impacientes. El recorrido por las ruinas ha concluido y el visitante sabe qué habrá de informar al respecto a quienes corresponda. Qué recomendaciones hará con respecto al presente del lugar y su futuro.
Desatan los caballos. El baqueano misionero, contento de haber terminado la tarea, escupe otra mascada de tabaco negro y ambos regresan al tranco por la misma picada por donde llegaran.
Rodolfo Nicolás Capaccio
Inédito. El cuento es parte de un libro próximo a publicarse. Capaccio es licenciado en Comunicación social. Ha publicado varios libros de cuentos y novelas.