La clase (1698)

domingo 27 de agosto de 2023 | 3:52hs.
La clase (1698)
La clase (1698)

Los hijos de los caciques están esa mañana en la clase del Padre Joaquín. Es un día luminoso y en la reducción se trabaja a pleno en los talleres, en los corrales, en la cocina y los huertos. Todos los jóvenes, mujeres y varones están ocupados en las más diversas tareas, en tanto el reducido grupo de hijos de caciques, entre los que está Lemé, de quince años, escucha en el aula lo que les explica el Padre sobre la creación del mundo. El Padre Joaquín no hace mucho que se incorporara a la reducción y habla todavía con dificultad la lengua nativa, por eso buena parte de lo que dice no se le entiende, pero pese a esa dificultad se las arregla para explicar lo que dispuso Dios en el Génesis, luego de llamar a la luz Días y a las tinieblas Noche, de distribuir las estrellas en el Cielo, y juntar las aguas para llamar a la parte seca Tierra y a la reunión de las aguas Mares. Luego -les cuenta- cubrió la Tierra con hierba verde, animales y árboles que dan frutos según su género, en tanto hizo salir de aquel Edén un río para regar el huerto y… Lemé mira por la ventana ya ausente de la explicación y contempla los follajes cercanos. Hay allí también, donde ellos están, árboles de toda clase y los animales más diversos, incluyendo las más peligrosas serpientes de las que le han enseñado a cuidarse. Siente que eso mismo que explica el cura ya se lo contó su padre, quien lo aprendiera a su vez de su abuelo. Su padre, que dejara el monte antes que él naciera para vivir en la reducción sin necesidad de salir a cazar todos los días. Su padre, el que desde que él fuera muy pequeño le ha enseñado las plegarias más antiguas de su gente y por las que conoce a Tupá, al que asocia con ese Dios del que habla el Padre y que en un comienzo hiciera esas mismas tareas de distribución de la tierra, el cielo, el agua, las plantas, los animales y le diera al hombre las consignas para vivir en ese paraíso.

-Eso hizo Tupá -recuerda haberle oído decir muchas veces- por el que siempre hemos rogado y por el que alzamos nuestros cantos y danzamos cuando estamos a solas…. Lo recuerda bien porque es lo que aun hacen acompañándose con las flautas de caña cuando los Padres no están presentes. Esas flautas que cambian por aquellos instrumentos de metal que, -según su padre dice-, los han traído de otra parte y al son de los cuales bailan también, pero siguiendo los compases de una música que no es la propia sino que -sigue pensando en tanto el padre Joaquín continua su lección- es la que acompaña nuestros bailes en la plaza, cuando salimos vestidos con capas y turbantes. Al son de nuestras flautas de caña danzamos para honrar a Tupá. Al son de esos otros instrumentos para honrar a Jehová. Pero… ¿Serán diferentes estos dioses?  Por lo que el Padre Joaquín cuenta, aunque tengan distintos nombres, lo que hicieran uno y otro es casi lo mismo, los dos crearon la tierra, los animales, las plantas y luego al hombre, así que deben ser el mismo… sigue pensando absorto mientras su mirada escapa por la ventana del colegio.

-Más tarde, -vuelve la voz del Padre frente al aula- vio Jehová Dios que el hombre en ese paraíso lo poseía todo, pero estaba solo. Y pensó: No es bueno que el hombre esté solo. Así que le voy a buscar una ayuda buena para él. Entonces esperó que se durmiera y le sacó una costilla, cerró la carne en el lugar de donde se la sacara y con esa costilla hizo a una mujer…

Los jóvenes sonríen, divertidos e incrédulos, ante esa historia que se va poniendo entretenida, pero Lemé ya no se distrae y presta la mayor atención a lo que escucha. Y luego -sigue contando el Padre Joaquín-, Jehová le indicó a ese hombre solo que en adelante habría de dejar a su padre y a su madre para allegarse a su mujer y llegar ambos a ser una sola carne…

Y aquí un sobresalto estremece el cuerpo de Lemé, porque si hay algo en lo que no puede dejar de pensar es justamente en cómo allegarse a una mujer, cuando es el deseo el que le enciende el cuerpo. Sus quince años le alborotan la sangre y es lo que más ambiciona, además de salir a cazar y pescar,  aunque lo obliguen a asistir a esas clases de todos los días. Lo que quiere es casarse pronto con alguna de las jóvenes que hilan de mañana bajo las galerías, o con alguna de esas que regresan transpiradas de la huerta a la tarde. El otro padre de la reducción, el padre Nicolás, ya les ha adelantado a los hijos de los caciques que el algún momento habrán de contraer matrimonio en el templo, todos los que ya hayan constituido sus parejas, y todos a un tiempo, pero que todavía no ha llegado el momento para ellos. En esto piensa y se da cuenta que él ni siquiera sabe cuál de las jóvenes de la comunidad será su compañera. Se reconoce apocado, y no se anima a hablar con algunas de las que le gustan, pero con cualquiera de ellas quiere ser bendecido en matrimonio frente al pórtico. De lo que sí está seguro, luego de la explicación bíblica del Padre esa mañana, es que no puede esperar tanto para tener una mujer. La necesita igual que ese hombre al que le fuera adjudicado el paraíso, ese predio poblado de plantas y animales en el que estaba solo y que parece no diferenciarse mucho de este monte en que viven.

Con timidez entonces pide permiso al padre para ir a la letrina, y una vez que el Padre lo autoriza, se levanta y sale. Las letrinas del colegio están detrás de las aulas, en un extremo de la galería, y Lemé camina hasta allí. Luego de un rato sale y se queda mirando las frondas cercanas. Entonces, en vez de retornar al aula, baja por una de las escalinatas de la galería que comunican con el huerto que está allí, a pocos pasos. Camina por entre las plantas de maíz, serpentea luego entre el mandiocal que está al lado y llega hasta la sombra de los primeros grandes árboles que rodean la misión. Sabe que ese es el comienzo del Paraíso del que se hablara en clase, y que él está solo con su mayor deseo y necesita entrar en ese monte, en esa selva que conoce bien y en la que ahora decide internarse hasta llegar a algún sitio donde no puedan hallarlo, pero en el que pueda esperar confiado en que ese Dios, tenga el nombre que tenga, venga en su auxilio y obre el milagro de sacarle sin dolor una costilla con la cual fabricar esa compañera que tanto necesita.

En el aula el Padre Joaquín observa extrañado que Lemé no ha vuelto y manda a buscarlo. Pero Lemé ya está lejos de allí, metido en lo más cerrado de la selva, acurrucado al pie de una enorme guayuvira a la espera de que Dios, tenga el nombre que tenga, venga a darle una compañera nacida de su cuerpo, aunque le duela cuando le quiten la costilla, y regresar con ella feliz a la misión.

         

Rodolfo Nicolás Capaccio

 El cuento es parte del libro inédito Piedras en verde silencio. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam. Ha publicado varios libros entre novelas, de cuentos y recopilaciones.

Ilustración: Pintura de Mirtha Susana Rendon

¿Que opinión tenés sobre esta nota?