La ciudad extraña

De pronto la ciudad en la que había transcurrido gran parte de su vida le pareció extraña. Era una capital de provincia de cerca de un millón de habitantes, moderna, ordenada, prolija pero desde hacía un tiempo casi impersonal. Algo había ocurrido en ese centro urbano conocido y explorado durante tantos años, para verse ahora distante, huraño e inexplicablemente inhóspito.
Nada quedaba de la ciudad amigable que supo ser refugio de sus sueños durante décadas. La gente iba y venía sin encontrarse jamás, aparecía en una esquina y desaparecía en la otra sin intentar el regreso. Transcurría - como el viento - en un sentido o en otro sin permanecer y cual figuras en blanco y negro recortadas de una añeja revista del pasado, los rostros desconocidos pasaban a su lado en un interminable desfile de sombras.
Intentó ubicar a sus antiguos amigos y compañeros de trabajo, sin encontrarlos. Deglutidos por la ciudad habían dejado tras de sí la estela de jornadas de convivencia colmadas de risas, música y charlas informales, momentos compartidos en días y noches donde la chispa de una sospecha, el comentario por lo bajo, el murmullo de una declaración y la electricidad de una mirada marcaban los encuentros y los llenaban de magia.
El encanto se había ido para siempre del mismo modo que la juventud se va de los cuerpos de un día para el otro… abruptamente… como las aguas del río para nunca más volver.
La vida en la ciudad parecía haberse reducido a la habilidad y paciencia de sus habitantes para formar filas a toda hora frente a supermercados, farmacias, centros de salud, laboratorios, edificios públicos y paradas del transporte. Cinco días a la semana larguísimas colas de ciudadanos congelados en invierno y chamuscados en verano se extendían viboreando sobre las veredas de los organismos de la seguridad social, las telefónicas, las financieras y las casillas de los cajeros automáticos. Todo consistía en tomar distancia y someterse.
Diezmados de dependientes los organismos públicos palidecían y enfermaban en las oficinas de la burocracia estatal. Los escritorios, antes atestados de hombres y mujeres que iban y venían, tecleaban computadoras, atendían al público, sorbían bombillas o se atascaban con las últimas chipas, ahora se veían desiertos. El silencio había desplazado al murmullo, la orfandad a la compañía del otro y el miedo, a la soberbia cimentada en la posesión del cargo en el estado.
Las instituciones bancarias se habían tragado a sus funcionarios y abrían sus puertas para no recibir a nadie. En los espaciosos salones, pequeños grupos de empleados cuyas formas humanas aún no habían sido desplazadas por las máquinas, realizaban tareas administrativas y satisfacían los requerimientos de unos pocos clientes. Dos o tres sobrevivientes del tsunami informático atendían las cajas en soledad, abrumados por la pérdida del status quo y la reducción del grupo laboral diluido en el solvente de las jubilaciones, los retiros y la falta de estímulos para proseguir una carrera inviable.
Los negocios abrían y cerraban al mismo tiempo atendidos por expertos en ocultación de rasgos humanos. Sus rostros, desprovistos de gestualidad, nada sabían de sonrisas, palabras amables, expresiones gentiles o miradas comprensivas. Consagraban la eficiencia personalizada que marcaba, contaba, embolsaba, oprimía teclas y cobraba siempre distante, abstraída por las cajas, los teléfonos celulares, las tarjetas magnéticas y el zumbido intermitente de la operación cerrada.
Policías enfundados en negros uniformes recorrían las calles y se detenían en las esquinas observando el entorno. Estaban atentos. Si cumplían tareas de vigilancia en las cercanías de las financieras y los bancos en momentos en que arribaban a esos establecimientos los vehículos blindados del dinero, se los veía clausurar la circulación en las arterias adyacentes al tiempo que los custodios, con armas largas, se disponían a repeler cualquier eventual amenaza al tesoro transportado.
Las únicas que parecían tener vida verdadera eran las altas y sombrías torres de las antenas de telefonía y de las compañías de comunicaciones que se erguían por decenas aquí y allá dando apariencias de saberlo todo. Las sintió amenazadoras… “Me persiguen con sus platos, sus caños, sus barras, sus aros, sus cajas y sus metales -se dijo- ¿Qué querrán saber de mí? Soy esto, no tengo nada detrás y nada por delante, no voy a ninguna parte, no pretendo adquirir, contratar, suscribir ni peticionar. No me interesa comunicarme con el mundo. No las necesito.”
Les dio la espalda y se alejó sintiendo un incontenible deseo de correr. Una exhalación desconocida empujó sus pasos en dirección contraria a esas frías y grises estructuras diseñadas para emitir y captar señales, ondas y todo tipo de calores extraños...
Intentaría salir de la gran urbe y comenzar a bajar la cuesta… ¿Adónde iría? Sabía que tenía que caminar y si bien no se dirigía a ninguna parte tendría que encontrar el destino. “Dejaré todo en la ciudad y libre de equipaje tomaré la dirección que sigue el río hacia el mar...” – decidió - y sus pies se movieron rápidamente en el descenso aunque luego debió acompasar los pasos, medirlos y fraccionarlos en hitos de obstáculos y logros, acrecencias y pérdidas, aciertos y extravíos. La distancia era larga y la posibilidad de alcanzar la meta dependía de la administración del movimiento.
Al término de la primera jornada de viaje se dio vuelta a mirar lo que había dejado atrás.
A lo lejos, los altos edificios parecían alargadas cajas oscuras haciendo la vertical sobre un suelo inexistente… apuntaban a las nubes pero no era el cielo lo que tocaban sus extremos… Viéndolos así, a la distancia, comprendió el misterio de la ciudad y apuró los pasos para alejarse de ella.
Norma Nielsen
Inédito. Nielsen es cuentista, poetisa y compositora de música. Tiene varias publicaciones y participó en antologías.