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El radical olvidado, Elpidio González

miércoles 02 de agosto de 2023 | 6:00hs.

Nació en Rosario el 1 de agosto de 1875 y fue ministro de Hipólito Yrigoyen, Vicepresidente de Alvear y después se ganaba la vida vendiendo ballenitas y anilinas en la Plaza de Mayo.

Hijo del coronel Domingo González, militar que abrazó la causa de las montoneras federales bajo las órdenes del caudillo y general Juan Saá, participó en la sublevación de la zona de Cuyo hacia 1866, considerada la última gran revuelta federal que hubo en el país. También fue un viejo servidor de Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza, quien lo distinguió como buen militar y por ser hombre de férrea voluntad y de una integridad moral inquebrantable.

Esos valores de honor, sacrificio y humildad del coronel González, recogidos por su hijo Elpidio, han merecido la escritura de una de las páginas más ilustres de la doctrina radical de Hipólito Yrigoyen.  Hoy el pueblo deberá exigir la reaparición de decenas, de cientos y hasta de miles de Elpidio González para devolverle a la patria una felicidad y dignidad que hace mucho ha dejado de tener.

Cuando Elpidio llegó al poder, su patrimonio era 350.000 pesos; en 1930 con la revolución de Uriburu se encontró con deudas por 65.000 pesos, motivo por el cual le remataron su casa.

Al enterarse el Presidente A.P Justo, ordenó que le entregaran un sobre con dinero. Elpidio respondió: “No voy a permitir que me ofenda el Presidente ni nadie, por más buena voluntad que haya en el medio”.

Debido a esta circunstancia, se aprueba la ley que establece la pensión vitalicia para los ex presidentes y vicepresidentes.

Cuando le comentan que de ahora en más cobrará 2.000 pesos de jubilación por sus funciones, dio esta respuesta: “No, yo no puedo aceptar eso. Hay que servir a la Nación con desinterés personal, y después de disfrutar el honor de haber sido presidente o vice, no se le puede exigir al Estado que nos mantenga con altos sueldos vitalicios”.

Por esa razón, envía una carta al Presidente de la república: “Cúmpleme dejar constancia ante el señor Presidente mi decisión irrevocable de no acogerme a los beneficios de dicha ley. Al adoptar esta actitud cumplo con íntimas convicciones de espíritu. Jamás me puse a meditar acerca de las contingencias adversas que los acontecimientos me pudieran deparar. Confío en poder sobrellevar la vida con mi trabajo, sin acogerme a la ayuda de la República, por cuya grandeza he luchado, y si alguna vez he recogido amarguras y sinsabores me siento reconfortado con creces por la fortuna de haberlo dado todo por la felicidad de mi patria”.

Una persona que trabajó y luchó por el bien común, con errores y aciertos, pero con la dignidad intacta de haberlo intentado todo, aún en perjuicio de sus intereses personales, merece el respeto de la ciudadanía.

Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero a este hombre que fue hijo de un gaucho federal de Felipe Varela y dice así:

“En un tranvía cierto domingo de un frío invierno, al mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía. Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro. ‘Cantos de vida y esperanza’, un buen libro de Rubén Darío”, le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.

El anciano contaba ahora algunas monedas que había obtenido de la venta del día.

‘Y sí, es él’, pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla.  Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear, el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía.  Sí, era Elpidio González.

El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco.  Se había agitado al agacharse a recogerla.  Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:

‘Si no la uso para limosna, la usaré para comer’.

Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.

‘¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-. Sírvase guardar el libro que le agrada con usted.  Sería un honor para mí que le aceptara’.

El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:

‘Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo.  Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas: … y muy siglo dieciocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y, una sed de ilusiones infinitas…’.

Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia con toda la riqueza de su pobreza guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.

Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos –o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse.

Lo recordamos, rechazó toda pensión del Estado que le correspondiera y había sido: diputado nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República, ministro del Interior y, finalmente, preso político durante dos años, tras el derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen, que él integraba.

Su paso por los altos cargos públicos no había significado para él un enriquecimiento material.  Pobre, muy pobre, hizo frente al violento cambio de la fortuna con estoica simplicidad.

Por ello, toda la gloria y honor para Elpidio González, el radical olvidado.

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