sábado 30 de septiembre de 2023
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O buraco

domingo 16 de julio de 2023 | 3:50hs.
O buraco

El animal giró sobre sí mismo un par de veces y se acostó a los pies de su amo, apoyó su cabeza sobre sus patas y cerró lentamente sus tristes ojos. El motor de una balsa a lo lejos, las voces de las personas y máquinas en la ruta, la canción de los grillos entre las hierbas, todo fue disminuyendo, apagándose, mientras cruzaba el umbral hacia el sueño: Preta corría tras su madre que a su vez perseguía un conejo entre los yuyos en un veloz zigzag; los cambios repentinos de dirección no hacían desistir a la vieja y ágil perra. Pero el conejo llegó al monte y la adrenalina por la cacería hizo que su madre no advirtiera el pozo. Luego Preta seguía a su amo, este cargaba sobre los hombros una sucia bolsa de arpillera, que parecía tener vida propia. Su interior palpitaba con los latidos de los pequeños y tibios cuerpos peludos de sus crías.

La oscuridad parecía lamer los pies del hombre, mientras extendía su largo y delgado brazo, luego arrojaba los cachorros a las profundidades ignorando sus lamentos y gemidos desesperados.

Preta esperaba escuchar algún quejido, alguna señal de vida que nunca llegaba. El dolor y desesperanza de Obregón, también colmaba sus sentidos.

Ella nunca tendría un sueño tranquilo; estos se transformaban en pesadillas y la atormentaban apenas se dormía.

La perra caminó hasta la puerta entreabierta y comenzó a ladrar. Tenía las costillas marcadas, las patas largas, flacas y callosas. Sus ojos eran expresivos, la tristeza y melancolía habitaban en ellos. El manto oscuro del lomo, las orejas erguidas y su tamaño marcaban su raza como una perra ovejera mestiza.

Nació en una camada de diez cachorros, que fueron abandonados junto con la madre, al costado de la ruta. Algunas fueron recogidas por distintos transeúntes, otras murieron de hambre y sed, hasta que quedó sola con su madre. Luego de un tiempo, encontraron a Obregón durmiendo sobre su orín en el piso de una parada de colectivos; entonces comenzó una dura lucha por la supervivencia.

Los gemidos lastimeros y lengüetazos que recibía en la cara lo despertaron. Sentía como si le hubieran colocado piedras en el cerebro, un ardor palpitante nacía en su estómago y escalaba hasta la garganta; maldijo a Preta por despertarlo. Eran pocas las veces en que Rogelio Obregón, también de ascendencia brasileña, y el animal, dormían al abrigo de un techo, las continuas borracheras del hombre no lo permitían.

La habitación era pequeña y solo poseía un sucio colchón que yacía sobre el descuidado piso de madera; las paredes hechas con tablones de pino, habían perdido el color de la pintura que una vez tuvo. La parte inferior ya no poseía consistencia y los clavos yacían herrumbrados en los tirantes que alguna vez las sostuvieron con firmeza.

La luz y el viento se filtraban y le daban al cuarto un aspecto fantasmagórico. La cocina era un revoltijo de ollas sucias y envases de vino desparramados sobre la mesa; el fogón hecho sobre la tierra aún tenía una cacerola negra entre las cenizas.

El hombre tenía el cuerpo delgado, marcado por cicatrices de heridas producidas por sus múltiples caídas.

El pelo castaño, enmarañado y duro le caía sobre los ojos grises y opacos, desprovistos estos, de toda esperanza y alegría.

—¡Maldita, cala sua boca, Preta! Me deixa dormir… me deixa. –El hombre buscó con las manos algo para arrojar a la perra, pero solo encontró envases de bebidas alcohólicas. Se incorporó lentamente y le pareció que su cabeza iba a estallar de un momento a otro. Al salir, la claridad lo cegó unos segundos, y le costó orientarse.

Caminó penosamente hacia la letrina, que se sujetaba con algunas tablas, a unos pocos metros de la casa. Más abajo, la ruta serpenteaba por el flanco del cerro, con una excelsa vista del río Uruguay. Escuchó un relincho lejano.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Velho! ¡Velhooo! –gritó, mientras agitaba torpemente las manos a modo de llamada. El jinete lo ignoró. Obregón apuró el paso seguido por su perra.

Trataba de hacer equilibrio entre las piedras húmedas por el rocío; sintió cómo un líquido amargo le trepaba por la garganta y se obligó a detenerse. Preta gimió al percibir lo que vendría: El violento vómito era una mezcla de alcohol y pequeños coágulos sanguinolentos; también sintió el fuerte olor del orín que oscureció la entrepierna del sucio vaquero de su amo. Las rodillas del hombre se doblaron y continuó vomitando arrodillado, mientras la perra desesperada, le lamía el rostro contraído por el dolor.

Obregón pensó que no llegaría, hasta que la brisa le trajo el sonido del motor de una camioneta y voces. Se incorporó y se hizo sombra con las manos; observó al viejo dándoles indicaciones a unos alegres turistas que se habían detenido en un mirador. Comenzó de nuevo su penosa marcha hacia la ruta, sujetándose de tanto en tanto, de los lapachos en flor que él había plantado muchos años atrás. La perra caminaba con el cuerpo pegado a la pierna de su amo.

—Maldito bệbado, bom para nada –murmuró Méndez al escuchar a lo lejos los gritos de Obregón–. Vamos mais de pressa, Crioulo. –Acarició con los talones las costillas del caballo y este comenzó un trote rápido. Tuvo certeza de las intenciones del hombre que veía caminar a los tropezones hacia la ruta.

Una camioneta con turistas lo sobrepasó despacio, deteniéndose unos metros más adelante en un descanso de la ruta. Le pidieron información y disfrutaron unos minutos, de la magnífica postal que ofrecía ese tramo de la ruta. Los viajantes le agradecieron la gentileza y continuaron el viaje.

Méndez tuvo sentimientos encontrados, satisfacción por ayudar y contrariado por lo que le esperaba detrás de la siguiente curva.

Se le ocurrió que podría estar muerto. Obregón yacía recostado contra el barranco con la mirada perdida; la perra le lamía un corte sangrante del antebrazo. Méndez observó cómo se incorporaba lentamente con los brazos extendidos, tratando de aferrarse a lo que fuera para mantenerse en pie. Un dedo sucio lo señaló.

—Vocệ deve me ajudar, Velho… preciso de… –balbuceó Obregón.

—Nao, eu no te devo nada –lo interrumpió Méndez.

Oportunidade vocệ teve muitas; va procurar ajuda a outro lado. –Dirigió al caballo hacia un costado para evitar al hombre, que ahora, le cortaba el paso.

De repente Obregón se sujetó de la silla.

—Vocệ ainda me culpas por lo que aconteceu en el aserradero. Meu trabalho… solo quiero meu trabalho de volta. Aquello foi un accidente. –Los ojos suplicantes del hombre no hicieron cambiar de actitud a Méndez.

—¿Vocệ ya se esqueceu? Alguém morreu porque ibas bebado a trabalhar. ¿Accidente? No, senhor. Debías estar preso agora, por assassino.

Estas últimas palabras despertaron algo en la aletargada conciencia de Obregón. Fue un instante de lúcido odio hacia el orgulloso jinete que lo trataba de apartar como si fuera un leproso.

Pareció sentir la sangre tibia que emanaba del cuerpo de su amigo, el espasmo incontrolable de quien desesperado se aferra a la frágil rama que lo sujeta a la vida. Viajó de nuevo con la mente seis años atrás… En el aserradero su amigo trataba de arreglar la sierra sin fin que se había trabado, cuando hacían tablones del tronco de un timbó; de rodillas sobre la máquina le pidió a Obregón que le alcance una llave para liberarla.

Pudo haber sido el descuido o el cansancio del final del día lo que hizo que Obregón pulsara involuntariamente el encendido de la enorme máquina… Ver caer a su amigo sobre la filosa sierra era una constante que habitaba en sus pesadillas y que no había podido borrar ni con el alcohol.

—¡Eras el capataz! ¡Sabías que a serra precisaba mantención! –La voz le sonó tan fuerte y clara que sorprendió a Méndez–. ¡Pero tu yerno es más mesquinho que vocệ! Sua familia es…

—Nao te atrevas a falar de mi familia, bebado inútil –lo interrumpió Méndez separándolo de su montura con un em pellón. Obregón perdió el equilibrio y cayó de rodillas sobre el asfalto, lanzando un vómito sanguinolento de nuevo–. Eu no quero saber nada de vocệ; sua cachorra tiene mais dignidade –dijo y apuntó con el rebenque a la perra.

Preta se acercó al hombre arrodillado, confortándolo con lamidas; Obregón la separó con un manotazo torpe y comenzó a incorporarse. Hubo un instante de silencio que fue interrumpido por el grito lejano de un tero.

—Eu aviso, Obregón, nao me procure mais. Ya te ayudé muito al no denuncia–lo por ir a trabalhar bebado ese día; vi as pingas que tenías en tu bolsa. –Dijo Méndez, mientras giraba para continuar su marcha.

Parado en el medio de la ruta, el cuerpo encorvado y maltrecho, la mirada cargada de odio dirigida al jinete que se alejaba, Obregón gritó:

—¡Vai a merda velho! ¡Vas a pagar por esto! Eu juro… eu juro.

Una camioneta cargada con raídos de yerba lo esquivó apenas; no pareció darse cuenta. Comenzó a caminar hacia la ciudad, tenía que llegar antes que pase el camión recolector de basura. siempre encontraba algo para comer dentro de las bolsas de residuos.

 

Javier Chamorro

El cuento, (capítulo II) pertenece a la obra La Colmena que fue editada en el año 2020.  Chamorro vive en Puerto Iguazú. Tiene publicado además los libros Cicatrices y el Clan del fuego.

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