Crónica de San Juan

domingo 24 de julio de 2022 | 6:00hs.
Crónica de  San Juan
Crónica de San Juan

Caminé por Martín Fierro, donde dos encendedores, a la altura del herrero, adornaban su vereda. Cercaban tres tapitas de gaseosa hundidas y los pisé con los talones justo cuando quería fuego, fuego para prender un cigarro artesanal. No solo las cervezas están dejando de ser industriales, dejando es un decir si las modas son pasajeras, como yo, pasajero de la Martín Fierro calle del herrero. Salí apurado de la biblioteca popular del barrio donde limpiamos polillas que la noche anterior se habían incrustado contra el mosquitero nuevo, claro, si antes nada se les interponía en su volar, bicho de costumbre. Pero las anteriores las perseguíamos y las aplastábamos, las prendíamos fuego algunas veces para observar el achicharramiento. Lo más insoportable eran otros bichos, los pibes casi no podían leer de tanto espantar, pero ahora todo va  a cambiar gracias a nuestra carpintería.

Esta noche tengo que encenderlo bien.

Para saltar las brasas hay que esperar que las piraustas abunden y pisarlas a ellas como a una alfombra térmica. No son luciérnagas, no lo acarrean, lo frecuentan; no son polillas, son navegantes del calor extremo.  

Primero iba yendo al aquelarre y vi el encendedor encementado, después al llegar no tenía cómo prender la fogata. Re loco. Busqué, no estaba. Pero cómo, si los encendedores enterrados al pasar por la vereda del herrero me despertaron ganas de fumar y prendí un cigarro pensando en la contradicción de intoxicarme y caminar, en la falta de respeto de inspirarme una fumata la fiel actitud de reciclaje del herrero. Se me habrá caído más adelante, al cruzar el gazebo de los pinos. Tuve que dejar que otro prendiera las antorchas, y de paso un faso. Siempre dependí de la amabilidad de los vecinos.

Esta vuelta en San Juan mi abuelo se sentía viejo por primera vez, rondaba lento como sapo en esquina.

—¡Atá Tato! le pasé esa pelota tatá— Escuché, aunque por ahí escuché mal, que le gritaron los bugre en un palíndromo como si avivaran la velada Antonio Faccendini o Juan Filloy, pero el abuelo Tato ni se inmutó.

Al verlo cabizbajo le dije que yo preparaba los mejores fuegos, si quería que yo le preparara un fuego para saltar esta noche. Me observó con cara de lobizón calcinado.

—Ya no sé si me dan las piernas— dijo, pero sentí que era una excusa que escondía algo, lo conozco.

—Cómo —le dije— si todos los años sos el primero en traspasar el humo.

—Ya no.

-Pero en las llamas no hay tiempo, las piernas se encienden.—

¿Habrá un anillo helado en la médula, un brete enquistado? Buscaba yo la causa de la desazón. Después advertí que mi abuelo lentamente se iba alejando de la gente dándole la espalda al resplandor y entendí que mi abuelo no estaba viejo, mi abuelo era correntino. Así que metí un sorbo largo de vino de la botella más a mano y pisotié el fuego de una manera ya no respetuosa ni ceremonial sino con resentimiento y odio, se hacían polvo las cenizas, se quemaba la suela de mis botas provocando el estremecimiento general y el rápido comité de rescate que se abalanzó para sacarme de ahí “sáquenlo de ahí, sáquenlo de ahí” gritaban en coro pero no era para salvarme de la incineración sino para detener la herejía de la herejía. La utilización represiva del calzado. 

Al final sentado en una silla asistido y regañado mientras apretujaba los hielos palparon mi corazón y fue que encontré en el bolsillo de mi camisa deshilachada el bendito encendedor que había estado conmigo todo el trayecto, toda la noche, toda la tragedia conmigo. Al final lo tuve todo el tiempo en mis narices. Y lo tiré para siempre, para que se hundiera y fosilizara.


Inédito. Morales tiene publicado los libros La devedeteca de Babel y Papeles de recienvencido.

Santiago Morales

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