Ruiz de Montoya y Martín de Güemes, cuidadores fronterizos

miércoles 15 de junio de 2022 | 6:00hs.

E
n este mes de junio se recuerdan a dos hombres que supieron cuidar nuestras fronteras en momentos aciagos y de peligrosa invasión en defensa de la libertad. La libertad entendida en no subyugar ni ser subyugado

Uno, Antonio Ruiz de Montoya, quien nació en Lima, Perú, el 13 de junio de 1585. El otro, Miguel Martín de Güemes, nació en Cañada de la Horqueta, Salta, y murió el 17 de junio de 1821 a los 36 años de edad.

Estos dos hombres, a cuyos nacimiento y muerte los une el signo del zodíaco, supieron en su momento histórico defender las fronteras de la patria. El primero, Ruiz, en la primitiva fundación de la república misionera y guaraní en los confines del Guaira. El nacido en Salta, Miguel de Güemes, supo defender con valentía y tesón el confín norte de la nación que se empecinaba en crecer. Y, para el acertijo, queda en la incógnita de la Ucronía dilucidar, lo que habría pasado si ambos próceres hubieran sido derrotados. 

Pero no fueron derrotados, porque uno y otro tenían voluntad de hierro. Esa voluntad que en el hombre decide su propia conducta. Tratase del libre albedrío navegando soberanamente en su yo interior, que lo inspira y condiciona a realizar conscientemente los actos vitales con total libertad, y resolver las opciones que se le presentan por más grande o pequeña que estas fueran.

Solamente desde esa perspectiva y por medio de la razón puede explicarse de dónde provino la fuerza que impulsó la voluntad del joven Antonio Ruiz de Montoya de 25 años, abandonar la dulzura de su posición económica en la ciudad de los virreyes y plantarla por propia decisión para meterse al convento de la Compañía de Jesús y seguir el impulso de su corazón, que le instaba a cumplir la sagrada misión revelada por su fe.

Hombres así tienen la dimensión de los héroes y los santos apóstoles, capaces de dar todo de sí, inclusive la vida, en la lucha por buscar la verdad, la libertad, la justicia y llegar con lo puesto a lugares alejados, pobrísimos, sin comodidad alguna, con la mística de catequizar y la ilusión de elaborar el bien común.

Fue lo que plasmó Antonio Ruiz de Montoya, el gran héroe misionero olvidado, al sublimar la Gran Nación Misionera. Pues él ideó, primero, la organización en 1612 del gran éxodo guaraní allende las Cataratas del Iguazú ante el avance esclavizador de los luso-bandeirantes. Éxodo jamás repetido en el joven continente. Salieron del hábitat natural en los rincones del Guairá 12.000 originarios de su terruño ancestral en busca de otra tierra sin mal, no de una prometida como a los hebreos, sino encimados en cientos de canoas por el gran río Paraná.

De aquellos fugitivos solamente pervivieron cuatro mil hermanos para refundar el pueblo de San Ignacio a orillas del Yabebiry, baluarte primigenio de los 30 pueblos de la Nación Misionera. Y fue él, en forma personal, quien convenció al rey español, primero, y a la curia romana después, que debían anular la prohibición de armar a los nativos y   permitir prepararlos bélicamente para defender en 1641 la invasión negrera por el río Uruguay. La genial estrategia dispuesta por los curas guerreros en la región de Mbororé, hizo que los misioneros vencieran en esa batalla anfibia, pues se luchó en la tierra y en el agua, y liberaron para siempre el peligro voraz del imperio lusitano por apoderarse de la Mesopotamia, Paraguay y Uruguay.

El segundo cuidador da la frontera, Martín Miguel de Güemes, nació en Salta en el seno de una familia acomodada. Se educó con profesores particulares y, aprendió con ellos, ciencias y filosofía. Luego lo mandaron estudiar al Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires. Al terminar sus estudios se había convertido en uno de los niños bien de la época colonial. Sin embargo, no usufructuó la vida de bacán que le daba su estatus social y se inclinó por la austera y rígida carrera militar, lugar donde joven aún participó en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas del Río de la Plata. Una anécdota lo pinta de cuerpo y alma. Estando al mando de su caballería, decide tomar al barco mercante británico Justine artillado con 26 piezas y tripulado con más de cien marineros El Justine estuvo disparando toda la tarde sobre las fuerzas de la resistencia.  Pero súbitamente encalló y quedó varado. En ese momento, Güemes decide tomar al barco con su caballería avanzando con lanzas, boleadoras, facones, sables y algunas tercerolas. Con sus caballos metidos en el agua hasta los ijares, abordaron al buque de guerra de la marina más poderosa del mundo de aquel entonces, apresándolo. Los ingleses azorados no podían dar crédito a lo que estaba viendo.

Por esta acción de tanta valentía, el gobierno local surgido de la Revolución de Mayo de 1810, lo incorpora al ejército destinado a combatir las tropas españolas en el Alto Perú, bajo la órdenes de Juan José Castelli, donde tuvo su bautismo fronterizo en la batalla de Suipacha.   

De él decían que tenía un extraordinario coraje y talento estratégico, aunque era tildado de rebelde por chocar con sus superiores.

San Martín le pidió encargarse de llevar adelante la “guerra de recursos” con sus célebres “montoneras”, integradas por paisanos de baja extracción social, con quienes el caudillo salteño tenía gran comunicación.

Bartolomé Mitre escribió: Güemes no había dado pruebas de su valor personal, huía del peligro y nunca conducía sus soldados al fuego manteniéndose constantemente lejos de los combates, “lo que en nada disminuía su prestigio”.

Según José María Paz, dicha actitud precavida habría tenido razón en lo que él llamaba la “depravación humoral del físico de Güemes” (hemofilia), porque su médico le había anunciado que cualquier herida que recibiese le sería mortal.

Y en una emboscada fue herido y sobrevivió diez días hasta desangrarse. Antes, reunió a su montonera y les pidió “Juradme que moriréis todos como yo muero, antes que capitular con los tiranos españoles”. Después cerró sus ojos.

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