La noche de los drones

domingo 14 de noviembre de 2021 | 6:00hs.
La noche de  los drones
La noche de los drones

Oímos la historia en inmediaciones de La piedad, el cementerio. Con esto de que la nueva forma de  leer es escribiendo pareciera que la participación condiciona el interés.

No es nada nuevo eso, escribir para aprender, es más, nada es verdaderamente nuevo, escribir es recordar, decía el gordo, un amigo de mi padre. Se juntan una vez por año con unos amigos a recorrer y observar y discutir tumbas, bóvedas y sepulcros, en una especie de tour necroarquitectónico. Esa vez los acompañé, o insistí a mi padre hasta que accedió a llevarme.

El gordo contó que cuando tenía trece años fue a pasar el verano a la estancia de su tío en San Ignacio. Como nunca había viajado solo y no conocía otra ciudad más que la suya sintió la excitación de algo novedoso. Las mismas casas bajas, la misma chispa popular en la plaza con los mismos altos árboles, la misma gente en las pulperías, la misma tierra en los ojos, pero no hay en toda la provincia, esto lo sabe ahora, un pueblo idéntico al otro.

La primera noche fue invitado por Rufino, el peón de confianza, a mandarse hasta el centro a una bailanta. Ahí fue que al final de la movedura una mujer de trenzas largas, sentada sobre una mesa de madera, estaba relatando lo del ataque aéreo acaparando la atención de todos y en medio del cuento, generando el clamo de milagro, se produce una verdadera invasión de drones.

El cielo se ennegreció, el zumbido era de abejas amplificadas. Desesperados todos corrieron en bloque hacia afuera, levantaron la cabeza y dejaron sus bocas abiertas al divisar la llegada del malón de voladores, el desfile de lo que era como un batallón de mbarigüíes gigantes.

La rebelión venía prefigurándose hacía décadas, sin embargo los tomó por sorpresa el momento y anchura de la movilización.

A lo lejos ladró un verdadero; como en respuesta los drones, posicionados, emitieron un bramido, relincho, balido, rezongo, y atacaron hacia todos los flancos.

Ella tuvo que esconder al gordo en su habitación, más precisamente bajo sus sábanas, donde el miedo se disipó como si lo que no se viera no correspondiera a la existencia. Calentaron sus cuerpos como si el placer físico fuera el escudo a las invasiones o como viaducto a la detención del tiempo y después, fumando en la ventana, observaron cómo el capanga bajaba un dron de un escopetazo e inmediatamente otro de esos robots voladores rompía filas y flotaba apuntando hasta aniquilar al capanga que se desvanecía inerte en el polvo repleto de agujeros en el ancho vientre.

Si la decisión de matar salió del dron o de una mente humana que lo teledireccionaba el resultado era el mismo. La noche clara, intervenida, estaba ahora llena de esas computadoras asesinas.

Moscas metálicas, insectos del futuro, los drones, con sus lucecitas rojas y ese sonido de arrullo ventilador, me arrebataban la noche en que yo había conocido el amor y la colmaban de locura y de muerte. Era una subestimación el mote de sucesor de las grúas y nuevas maneras de acceder a la perspectiva. Lo mismo daba que fuéramos buenos o malos, que ellos fueran de dos o cuatro hélices, mataban.

Más tarde la formación de ansiópteros se alejó rompiendo el viento, desterrando a las aves en su camino. Antes del amanecer tuve fiebre, después me sentí aturdido por un gran río de chicharras.

La primera vez de todo, inolvidable, el gordo la había contado ya mil veces, entonces el mayor recuerdo es el de las palabras.  Fue un despertar pensar en ellas, en su poder de representar y el nuestro de manipularlas, elegirlas y transformarlas. 

Nunca antes los grandes me habían involucrado en sus salidas, nunca antes había escuchado al gordo hablar así, así yo, sin mis juegos de niño a un costado, no de reojo, sino centrado en él como si me hablara solo a mí.

Primero miré al cielo, limpio, repuesto, después centré la mirada en un nicho cualquiera e imaginé, ilógicamente, solo para completar la historia, que era ahí donde yacía el capanga. Los otros cadáveres, los inhumanos, no yacían en ninguna parte, se venían recomponiendo a los ojos de los chatarreros, recicladores y programadores, preparándose para, quién sabe cuándo, volver a volar.

Inédito. Morales tiene publicado los libros La devedeteca de Babel y Papeles de recienvencido

Santiago Morales

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