La entrevista

domingo 05 de abril de 2020 | 0:00hs.

Por Santiago Morales Escritor

En un pueblo de Misiones al que debe asistir, no lejos de Posadas, a investigar un crimen, la radio informa que esta mañana no atenderán en la municipalidad debido a que todos van a salir a levantar el árbol que cayó. Hayashi se queda. Le toca trabajar en Posadas, al atardecer. La noticia le viene perfecto porque, a pesar de que le gusta viajar, la salida se venía haciendo costumbre y quedaban muchas cosas para hacer en la casa.
Bien temprano plantan un mango en el sector izquierdo del patio. Entierran junto a sus raíces un papel con las palabras que cada uno eligiera la noche anterior: Bienaventuranza, imaginación y maestra. María la tenía decidida de antemano; él en cambio desistió a último momento de escribir la palabra Serendipity, -poner imaginación fue producto de la más libre imaginación- dijo arrodillado, descubriendo en la hora apretada el gesto espontáneo. Espontaneidad, dijo. Esponja-neidad repitió la hija mayor señalando la planta en el alambre, a lo que respondieron con risas mientras cavaban. -Un descubrimiento fortuito-dijo él. La esponja está un poco más atrás, retirada, subiendo y enredándose en el tejido divisorio. Ese que separa las propiedades, y advierte de no sé qué a los “amigos de lo ajeno” ese apelativo que siempre les divirtió.
Después taparon un agujero que había en el techo clavando las maderas que se habían caído por efecto de la humedad y la lluvia que atraviesa las chapas. En conclusión, dijo María, les hemos construido un piso de parqué a los gatos del cielorraso.
Mientras ellas dormían una siesta en la sombra, soñando con esa futura sombra mayor, la del árbol de cuya rama más fuerte colgarían la hamaca, él salió a recorrer el barrio y conocer un poco el ambiente donde se habían metido.
A pocos metros tres niñas saltaban en cuerdas cantando, acompasadas, bajando y subiendo a la calle. Por las voces mansas de las tres, mientras él se fue yendo también cantaba.
...Abeja
Abeja en guaraní abejita
que viene atraída
por el propóleo
hacia la pava de mate donde encuentra el hueco necesario...
Atrás de la copa de una palta vio un cartel herrumbrado que decía Ferretería Pinocho e inmediatamente paró a verificar el nombre. Comprobó que no estaba viendo mal y que además, a pesar del horario, estaba abierta. No necesitaba nada específico pero no le vendría mal averiguar precios ya que más adelante les iba a hacer falta algunas cosas para terminar la construcción. Entró apocadamente a consultar, más que nada por curiosidad, porque le intrigaba, e imaginaba una configuración infantil del establecimiento comercial. El vendedor le reconoció enseguida -¿le gusta el barrio a su señora?- preguntó -¿se adaptan bien?- No había muñecos de madera ni juguetes ni el ferretero tenía aspecto de titiritero pensó observando un serrucho colgado, la inclinación de los dientes, luego la nariz del dueño, no prominente, no adefésica, no por mentir. Sintió un feo olor a comida proveniente de atrás - feo para mí, pensó, por la mezcla de recuerdos en mi memoria, rico tal vez. No supo diferenciar.
-¿A qué se dedica? Preguntó apoyando el codo en el mostrador, más como un barman.
-Profesor de letras, casi licenciado, me falta la tesis.
-Siempre me pregunto- dijo- qué hace el hombre con su tiempo, su tierra, sus hijos, su pasado, sus muertos, su cuerpo, su basura, los pueblos y sus sueños, los hombres y su entorno. El cliente, en silencio, no entendía a qué se refería -o la basura es un invento de algunos- dijo después. El otro asintió, sorprendido, mirando canillas en un panel, plateadas, brillosas, pavorosamente secas.
-Tengo unos estantes repletos de libros tras este negocio de fierros-. Serendipity pensó él abriendo los ojos.
Abeja, abeja en guaraní abejita que viene atraída por el propóleo hacia la pava de mate donde encuentra el hueco necesario, es lo que entró una niña cantando. – mi hija- la presentó el hombre. También le gusta leer.
¿Esto funciona como una biblioteca popular? Preguntó. Acaso clandestina, pensó mirando los cientos de ejemplares. No, contestó suelto y fraternal, somos un grupo de vagos que nos gusta juntarnos a leer y tomar. Nos autodenominamos Los amigos del ajenjo - los títulos nos divierten, y probablemente volvamos a llamarnos de otra manera. Algunos cambios nos expían. Nos juntamos a tomar ajenjo para descubrir bebidas nuevas, cansados de la birra y el fernet- hizo una breve pausa y siguió- el vino, el champagne y la sidra, el whisky la caña y el ron –al terminar la enumeración, que fue marcando el ritmo de su encorvarse, lanzó una carcajada desmedida- La verdad, no podíamos quejarnos de la variedad, la verdadera causa del amor al ajenjo era que lo bebían los escritores que leíamos. Ante la enorme sorpresa le salió preguntarle Usted escribe. Para nada- contestó- no hago arte. No sé ni tocar la guitarra, si mi viejo supiera se moriría de nuevo, lanzó otra carcajada que retumbó en las concavidades, esta vez inclinándose hacia atrás, y después preguntó:
-¿Se adaptan al barrio?
-Sí, sobre todo mi hija más grande, le encanta la plaza a dos cuadras, la tranquilidad del barrio, sobre todo la escuela nueva. Es la primera vez que asiste a una. Van dos días de clases y nunca la vi tan feliz, todo el día habla de la maestra, los compañeros, la tarea, el patio, las canciones.
Podía haber seguido hablando de ella, del bebé, de su familia a no ser por la prudente interrupción del comerciante para preguntarle si necesitaba algo. Sintió que empezaba a agobiar, entonces dijo que no, que solo estaba mirando. Que ya se iba. Que pronto su hija mayor iba a saber venir sola a hacer las compras, pagó, saludó y encaró hacia la calle mirando al perro, que yacía tendido lengua afuera en el umbral, como trazándole una caricia imaginaria. Se fue pensando en el lado b de un disco de vinilo, que contuviera canciones dedicadas a estereotipos tribales como los de espíritu artístico aunque no produzcan arte, los diletantes, los sibaritas, los melómanos, los locos, los rebeldes, los esquizo, los outsiders, los noctámbulos, los viejita, los under, los alterna, los vanguardistas, los fashion, los estetas, los drogadictos, los borders, los soñadores. Al pasar por una frutería vidriada frente a una ex talabartería meditó sobre una arqueología del ornamento. Sin divisar el nombre en el cartel siguió de largo.
Volvió a su casa justo cuando María subía a la moto. Por la radio anunciaban que ya no se iba a poder salir. Se lamentó porque su entrevista del día siguiente al escritor oculto quedaba nuevamente suspendida. La desilusión de su hija mayor al saber que no tendría más escuela convertía su plan muerto en una nimiedad, un alambre de tristeza e incomprensión surcaba la cara de la niña. Cuando le ofreció la soga para saltar el padre le dijo Yo la sostengo, Pero vos no sabes canciones, Sí que sé, te puedo cantar una que aprendí hace poco.

II
Su cara, párpados caídos, boca reposada y mirada fija en el cielo sin luna del recorte de la ventana, quedaba de perfil a la cámara. Uno de los videoconferencistas le preguntó por qué no participaba de la charla virtual recordando viejos tiempos o comentando los comunicados del gobierno, otro le reclamó atención con un chiste sobre la pandemia, y otro quiso saber en qué estaba pensando. En lo árboles, dijo, en quince días sin pasear bajo las copas de los árboles. Y su repaso del recorrido por los árboles que solía frecuentar en sus caminatas dejó de ser mudo y dijo: pensaba en el árbol que se eleva en la esquina donde convergen la avenida Uruguay y la que tiene el arroyo, arriba del reducto donde Tola vende sus discos y antigüedades; en los seis mangos alineados sobre una misma vereda por el Tiro federal mientras otras cuadras céntricas no tienen ninguno; en los 259 chapeu que hay dentro de las cuatro avenidas según el censo de 1999; en el sonido al aplastar la fruta de una de esas falsas higueras; en el pata de buey florecido que si mal no recuerdo se alza en Chubut esquina Líbano, o la siguiente, y no tiene un tronco sino cinco, el tronco madre es enano, como la palma de una mano de la cual se elevan los dedos hacia el cielo; al lado una ligustrina y un pacurí, pasando el alambrado, en el ordenado patio delantero de una casa, resiste erguido un cocú. Estaba pensando en cómo la estará pasando el níspero en la vereda del club Tokio polinizado por las abejas en tranquilidad y silencio; quién estará sintiendo que acaricia la piel de un caballo al pasar la palma de su mano por el tronco del níspero que abraza a metro y medio un mango, frente al CEP1 de Barrio Yaciretá; quienes estarán sintiendo el aroma a yuyos del pasillo claroscuro y húmedo de La placita; y pensando estaba en un enorme mango que en el medio exacto de la propiedad compensa la proliferación de motores y chapa en un estacionamiento céntrico de Posadas.
Después de esa larga evocación todos se fueron aburriendo y abandonando la conversación multitudinaria con diferentes excusas. Solo el último en irse fue el más sincero y le dijo Mirá también podes navegar por el Google earth. No digo que sea lo mismo pero no te va a hacer mal. En realidad empezó a pensar en los árboles recién cuando le preguntaron, cuando le reclamaron atención, porque antes estaba pensando que él, que salvando sus caminatas, tal vez desde la jubilación, ya era un escritor encerrado desde antes del aislamiento obligatorio, ya no estaba en condiciones de seguir pateando la cita que tenía con el tesista y venía posponiéndose hacía semanas, postergaciones que le habían caído bien al principio por simple demostración de poder pero a la larga le terminaron generando ansiedad y le hicieron temer la declinación del estudiante. No se concentraba en la charla de los chistes, los árboles ni las novedades del gobierno, sino en las preguntas que el estudiante le haría y si lo seguiría considerando un escritor oculto por motus propio o había pasado a ser un rehén más de la situación extrema mundial.
No entró a la aplicación de mapas y fotos en la web sino que cerró los ojos y apeló a la memoria. ¿El exceso de frecuentación determina el olvido? Se preguntó y se cuestionó si atravesar todos los días por el paisaje lo hace invisible; una época debió transitar todas las mañanas sobre la avenida Lavalle casi Centenario donde se da la extraña confrontación de un ampuloso gomero frente a un sauce llorón, sin embargo le parecía tener más frescos los detalles ahora que en aquellos momentos de fugaz pero constante contacto diario.
Buscó el número del estudiante, agendado en el celular en la T de tesista, y le escribió confirmándole que dadas las circunstancias aceptaba por obligación, por fuerza mayor, pero no por convicción, que la reunión se realizara por teléfono o por alguna de las redes sociales.

*Texto inédito. Morales publicó además los libros La devedeteca de babel y Papeles de recienvencido.