El camino del Aguara-í

domingo 21 de octubre de 2018 | 7:00hs.
Javier Arguindegui
Javier Arguindegui
Roberto Maack

Por Roberto Maack rmaack@elterritorio.com.ar

Lo trajo a la redacción el periodista Galo Veloso, que escribía en la sección Deportes. En el diario andábamos buscando alguien que reemplazara a una pluma que había dejado huellas en la historia reciente del periodismo misionero, Abdón Fernández, con su Mateando… notitas de la madrugada, que ocupó una columna de la página 2 del diario hasta su fallecimiento. Galo conoció a Javier Arguindegui, de él se trata, en el bar Español de Posadas, donde el café era excusa reiterada para hablar de todos los temas y arreglar el mundo.

-No es de acá. Es de Gesell, Buenos Aires, pero sabe mucho y escribe muy bien-, dijo don Galo en la charla previa a la presentación.

El contraste no era un detalle menor. El espacio que venía a reemplazar tenía un consolidado toque misionerista arraigado en la cultura y costumbres locales. ¿Sería capaz un recién llegado a la provincia de estar a la altura de las circunstancias? Puro prejuicio.

La duda que sostenía la pregunta cayó por un error en su base de sustentabilidad: Javier sabía más de Misiones y los misioneros que muchos de nosotros. Y no sólo eso, las vinculaciones y amigos que había hecho en la tierra colorada le certificaban pertenencia más allá de su partida de nacimiento. Es que ese era uno de las grandes virtudes de Javier, hacer amigos y ser mejor amigo.

Algunos de ellos, como el historiador Alfredo Poenitz, José María Barrios Hermosa, Aníbal Silvero, de la Sadem, Rolando Kegler, de la Junta de Estudios Históricos de Misiones, e integrantes del grupo Literario Misioletras que supo integrar, lo despiden en la edición de hoy.

Su empeño, obstinación y fundamentalismo en perseguir aquello que buscaba era otras de las cosas que lo caracterizaba. Así, por ejemplo, pasó horas interminables en las bibliotecas de Posadas rescatando recortes de diarios, libros, citas. Sabía más de la historia misionera que las enciclopedias. Y como en todo lo que hacía Javier encadenó amistades. Al punto que para la gente de la Biblioteca Popular, por ejemplo, Javier era uno más de ellos. Es que probablemente esa era la cualidad -y tenía muchas- que más lo define a Javier, la amistad.

-Hay que buscarle un nombre a la columna. Mateando… notitas de la madrugada ya no puede ser. Habrá que buscar un nombre.

La charla ya había avanzado. Javier asumía el compromiso de escribir una columna diaria para El Territorio.

-Osununú -dijo Javier-, como la reserva donde está el Peñón del Teyú Cuaré en San Ignacio, la tierra de Quiroga. Me gusta cómo suena. Y una cosa más, quiero firmar con un seudónimo.

Así el 11 de diciembre de 2005 salió a la calle la primera columna. Con estilo propio, variedad, frescura y excelente pluma. Sin embargo, por los misterios en que Javier solía transitar, salió sin nombre y con una firma provisoria: Javier Aguara-í. La oficial Osununú y con la firma de Aguara-í, así a secas, se publicó en el primer ejemplar del nuevo año, el lunes 2 de enero de 2006.

Después con los años y ya consolidada, la columna pasó a ser simplemente Aguara-í. (Un dato, que podría ser típico de los misterios y recovecos de la columna de Aguara-í: el día que salió su primera página semanal de Letras, dedicada a la literatura misionera el 14 de diciembre de 2005 que firmó como VIR, se despedía en la página siguiente a Galo Beloso, su amigo y mentor en el diario, que había fallecido repentinamente).

De Javier fue la idea de sumar al artista Mandové Pedrozo al diario. Así los domingos del 2006 El Territorio se dio el lujo de tener obras de Mandové en su página 2 muchas veces en sintonía perfecta con los escritos de Aguara-í.

Así también nació Aguara-í dentro de la redacción y en la gran familia de El Territorio. Porque en la redacción no era Javier, ni Arguindegui, ni VIR, siglas que intentó usar sin continuidad en su página de Letras. Fue Aguara-í y también Aguara, entre los más jóvenes, nombre que sin darnos cuenta se fue transformando en sinónimo de amistad, y que el viernes la muerte vino a recordarnos sin tiempo para despedidas.


Se fue un grande

Javier Arguindegui falleció en la medianoche del último viernes a los 63 años producto de un paro cardíaco, luego de estar internado una semana en el hospital Ilia de la ciudad bonaerense de Villa Gesell.
Sus restos fueron cremados y entregados a su familia. Uno de sus hijos se encuentra en la localidad balnearia, mientras que los otros tres, que residen en Costa Rica, llegarían en los próximos días.

Despidiendo a Javier

Rolando Kegler Junta de Estudios Históricos Cada día del año, ansiosos nos dejábamos sorprender con lo que nos contaría Javier. Tenía la habilidad de investigar y describir tan variados temas que hubiera sido imposible predecir o adivinar alguno, y cuando perseguía un tema no paraba hasta lograr su objetivo.
Horas pudo pasar en la Biblioteca Histórica Clotilde González de Fernández Ramos, de la Junta, buscando alguna información en los diarios como La Tarde.
Si en un principio manteníamos una relación casi profesional ella fue haciéndose cada vez más estrecha, terminando siendo amigos. Es que era un tipo amigable, siempre de buen humor, predispuesto a satisfacer los pedidos de auxilio que le solicitábamos para alguna oportuna publicación.
Incorporado como miembro a la Junta de Estudios Históricos luego de ser evaluado su gran aporte al esclarecimiento de muchos enigmas de la historia misionera, en especial las investigaciones publicadas últimamente los días lunes en las páginas de El Territorio.
Así, uno de sus aportes a la historia de Misiones fue el resultado de un intercambio de misivas.
Con esto queremos despedir al amigo. Al amigo de muchos. Supo cultivar las buenas relaciones. Lo tendremos presente cada día que abramos el diario y no encontremos al Aguara-í, y sus excelentes aportes.
Javier, alguna vez nos encontraremos y seguiremos nuestras largas y amenas charlas. Hasta siempre.

¿Un último adiós?: jamás

Aníbal SilveroPresidente de la Sadem Javier se nos ha adelantado en ingresar al jardín de los senderos que se bifurcan. De alguna manera, el vate se internó a la región del misterio de donde venimos, pero cuyos enigmas -con el espíritu investigador e inquieto que lo caracteriza- ya debe estar descifrando, fascinadamente, maravillado con la nueva dimensión que le toca habitar, tal vez, cara a cara con el Arquitecto. Como todo personaje que viene de lo desconocido, su tránsito por Misiones engendraba también encuentros sorpresivos, creativos, pletóricos de una atmósfera cargada de deslumbramiento.
Porque Javier vivía en un estado de asombro constante, su niño interior seguía despierto dentro de él, y arrastraba su alma - o quizás su alma lo arrastraba a él- hacia los vericuetos más apasionantes del arte y sus creadores.
Su amor entrañable por la Literatura lo llevó a amanecer en las bibliotecas misioneras (su primera noche en Posadas la pasó en una librería, durmiendo entre un universo de libros, y despertando con ellos), buscando datos que hacían más intrigante el pasaje de los artistas universales por este planeta. Su espíritu era indomable, sueltamente irreverente, y predicó con el ejemplo que un apasionado por el arte puede vivir inmerso en el océano de la vida sin prejuicios ni necesidad de atarse a ningún reglamento. Su paso por el grupo Misioletras, primero por la Biblioteca Nicolás Ñeenguirú, luego por La Palma y el Bosetti, impregnaba al colectivo de jóvenes poetas de aportes valiosísimos. Y me van a disculpar aquellos amigos íntimos que bebieron incontables horas de su inquietud infinita, su asombro poético y científico y su compañía vibradora, pero yo no siento pena por su partida.
Es cierto que cruzó el Umbral, sí, pero siempre fue un Caminante, y con seguridad lo seguirá siendo en los infinitos laberintos borgianos que ahora transita. “Javier ya no está con nosotros en este Planeta”, me dicen. Claro, pero también es posible que nunca haya pertenecido a él.

Mi amigo Javier

José María Barrios Hermosa Actor Se me fue mi amigo Javier. Se me fue y no lo voy a extrañar porque ya lo extrañaba desde antes del ayer. Su vida errática y mi vida errática ya se habían encargado de poner kilómetros de distancia entre nosotros. Por eso no lo voy a extrañar más de lo que ya lo hacía. Pero algo, inevitablemente, sentiré cada vez que caiga en la cuenta que nuestros caminos no se volverán a cruzar.
Me es necesario aclarar algo para que se entienda desde dónde me duele su partida: Javier no fue como un padre. Tampoco como un hermano mayor. Teníamos la misma edad. No sé cómo, pero teníamos la misma edad.  Nos conocimos haciendo la mudanza de la librería de don Valerín allá por año 2001. Recuerdo que un acertijo y un libro de Borges nos conectó. Por esos días, 46 y 20 abriles contábamos los dos. Fuimos compañeros de aventuras, cómplices en la búsqueda infructuosa de cosas que no sirven para nada.
Así fue como buscamos el oro de los jesuitas, entierros que nos marcaron los vecinos; el Aníbal Cambas nos vio revisando La Tarde tratando de encontrar huellas de la familia Guevara; a San Ignacio y Loreto fuimos tantas veces para descifrar mosaicos; homenajes a Borges, y la invitación a María Kodama nos desvelaron. Partidas de ajedrez en la plaza a la sombra de los lapachos; horas interminables en el Bar Español con Mandové, Stéfani o Rulo Fernández; nos sumergimos en los anaqueles de la biblioteca Popular recopilando todo dato olvidado; un proyecto ambicioso y absurdo de crear el consulado de Grecia en el Savoy… y así un sinfín de sucesos que tenían solo la intención de ser por ser, nada más.
A Rolo (como lo llamaban sus amigos de la infancia) le gustaba el misterio, las cosas entrelíneas, escondidas en un texto o en un cuadro, o todo aquello que demande un esfuerzo por entender o descifrar. Le encantaba ser uno de los pocos, poquísimos que sabían la verdadera historia de cómo se tomó la decisión de construir el Andresito en la Costanera.  Por eso era común que sus columnas diarias tuvieran mensajes ocultos y referencias a cosas o situaciones reales que él las hacía pasar por meras cavilaciones de trasnoche.
Aguara-í, no era solamente Aguara-í para mí. Quiero decir que lo llamaba con otros sobrenombres dependiendo de la ocasión. Esta especie de ñoñería era un juego que siempre hacía referencia a ese mundo que creamos y en el cual habitaban desde el Martín Fierro y sus personajes, hasta Leónidas y sus espartanos; pasando por Arlt, Macedonio, filósofos griegos, literatos misioneros, jesuitas, jugadores de futbol y el infaltable Borges. El alias con el que más me solía llamar Javier era el de Jaromir, en referencia al protagonista de El milagro secreto.
Hoy, por estas horas, me gustaría ser como Jaromir y, como en el cuento, pedirle a Dios que detenga el tiempo para darte un último abrazo. Un abrazo de despedida, nada más. Después que todo continúe como está designado, como en el cuento.
Pero claramente no soy Jaromir, y Dios… y Dios… bueno…
Me quedo con ese abrazo grande y fuerte de hace unos meses cuando nos vimos por última vez. “-Te quiero”. “-Yo también te quiero”. Y nos fuimos. No sabés lo feliz que me hizo encontrarte como siempre; es decir, sin planes, sin nada premeditado. Porque ni vos ni yo sabíamos que nos íbamos a encontrar. Ahora voy pensando que todo es un cuento de borgeano y que en algún lugar, de alguna biblioteca infinita, y dentro de algún libro todavía no descubierto, está señalado que nos volveremos a ver. Confío en eso.
¡Hasta la victoria siempre, Sargent Cross!

Adiós a un bohemio

Alfredo Poenitz

Por Alfredo Poenitz

Como seguramente les debe ocurrir a muchos adictos lectores diarios de El Territorio, en mi caso personal abrir directamente la página 2 en búsqueda de la columna Aguara-í es un rito cotidiano. Nada mejor que empezar el día con una lectura donde se mezclan, desde un estilo muy original, la ironía, el espanto, la fantasía, el homenaje y el sabor al final del gusto a poco, lo que permite esperar el próximo con mayor ansiedad.

No puedo hacerme la idea de que ese rito diario se haya terminado repentinamente, inesperadamente, con la vida joven de un amigo inolvidable. Un amigo de risa fácil, de un humor contagioso, que tenía la grandeza de saber reírse de sí mismo, como la famosa publicidad de los clasificados de Un Peso, como así de los metamensajes diarios de su columna. Un tipo que gozaba de una inspiración y una pluma exclusiva de muy pocos.

Javier, Aguara-í, el zorrito, fue un escritor que sabía hacer reír y llorar al mismo tiempo con sus escritos, los que, aunque jamás lo haya reconocido, se inspiraban en la memoria de sus propias experiencias personales. Las memorias son las ventanas que vemos a través de la lente de nuestras historias personales, las que rescatan los momentos que han quedado sellados en nuestras mentes y permiten saltar el tiempo mezclando los hechos reales con ficciones. Y como Javier sabía escribirlas muy bien, esas memorias personales que fueron la inmensa mayoría de sus escritos, las leíamos como una buena historia de ficción, aunque sabíamos que eran historias reales y que en algún momento de su vida habían ocurrido.

¡Qué enorme pérdida para el diario! ¡Qué enorme pérdida para las letras de Misiones! Provincia de la que Javier se había enamorado y a la que se adentró estudiando su historia, sus mitos, sus costumbres…las que llevaba a la pluma con un ingenio admirable.

Quienes lo conocimos, sabemos lo difícil que fue para él abandonar un día esta provincia, aunque jamás dejó de conectarse con el mundo misionero no sólo a través de sus contribuciones al diario, sino a través de mensajes y e-mails permanentes con quienes lo queríamos como amigos.

Su curiosidad y sus amplios intereses intelectuales, sumados a su extraordinaria capacidad para escribir, lo convirtieron en un especialista de Saint Exúpery y de Horacio Quiroga, pero también de la historia guaraní-jesuítica o de la historia de la inmigración en Misiones. Y en nada de ello improvisaba este bohemio de las letras que había llegado a Misiones dejando atrás sus tareas en la construcción, a lo que había dedicado su vida en la provincia de Buenos Aires, antes de adoptar esta provincia como su lugar en el mundo.

Voy a extrañar, amigo querido, nuestras largas charlas epistolares que iban desde su amor por los Diablos Rojos de Independiente hasta la labor de algún Jesuita que anduvo por estos lados.

Pero sobre todo voy a extrañar el rito mañanero de ver con qué me sorprendía Aguara-í en el diario del día.