Opinión: La paz de la soledad
domingo 26 de mayo de 2019 | 8:33hs.
Opinión: La paz de la soledad
Por Gonzalo Peltzer gpeltzer@elterritorio.com.ar
La cima del monte Everest era el lugar más solitario del mundo: hay
que estar aunque sea unos minutos a 8.848 metros, donde no se puede ni
respirar porque no hay aire, se te revientan las venas y te estalla la
cabeza por falta se presión y ni siquiera se puede hacer un mate porque
el agua hierve a los 40 grados. Durante medio siglo el club de los que
habían llegado era tan exclusivo que nos acordábamos de sus nombres como
de Colón o Magallanes. Los primeros fueron Edmund Hillary y el sherpa
Tenzing Norgay, el 29 de mayo de 1953. Hillary era neozelandés y del
sherpa ni se hablaba hasta que, gracias a la nueva sensibilidad, alguien
se acordó de que Hillary subió con un secretario. Pero resulta que
anteayer el Everest se llenó de gente, y había tanta que varios se
murieron de frío por estar esperando un buen rato, atascados en la cola
para llegar hasta la cima. A un cordobés de la fila tuvieron que
evacuarlo en helicóptero porque empezó a escupir sangre y eso que era la
segunda vez que lo intentaba y también la segunda que fracasa cuando le
faltan unos 800 metros para llegar a la cumbre. De paso aclaro que no
entiendo las ganas de subir caminando –o escalando– si se puede llegar
perfectamente en helicóptero.
Todas las expediciones y los récords del Everest son en mayo, así
que estamos en los mejores días para subir y debe ser buena esta
primavera en el Himalaya. A eso habría que agregar que en estos años la
tierra se calentó unos grados y hace menos frío en 2019 que en 1953.
Dentro de poco subirán en monopatín y la cola llegará hasta Katmandú,
así que si quiere ir solo al Everest trate de subirlo en enero, pero le
aseguro que en enero es mejor estar en la playa.
Hablando de enero y la playa, este año estuve unos días en Mar del
Plata. Creo que fue entonces cuando entendí que a la mayoría de la gente
le gusta pasar la vida en una lata de sardinas. Vamos a playas
abarrotadas de gente, donde no se puede caminar sin pisar manatíes
tomado sol. El agua está llena de focas en traje de baño y las calles no
pueden más de rinocerontes en bermudas. Para ir a comer un sándwich hay
que hacer colas de dos horas y ni se le ocurra tener ganas de ir al
baño. Pero no hay que ir a Mar del Plata: alcanza con un trámite
cualquiera en el banco o en la municipalidad, basta con asistir a un
mitin político o a una procesión. Da lo mismo. Todos amuchados a favor o
en contra de lo que sea.
¿Cuándo fue que el mundo se llenó de gente? No lo recuerdo, pero
fue un día concreto de los últimos, digamos, 50 años. Hasta aquel día,
que no puedo ubicar en mi propia historia, había lugar en todos lados.
Se podía viajar, salir a comer, ir al cine, al mercado, al banco, a la
cancha de fútbol o a festejar la primavera. Siempre había lugar… Ahora
no hay lugar para estacionar ni en el desierto, pero no logro recordar
cuándo fue que todo se llenó de gente, sólo intuyo que fue el mismo día
que me di cuenta de que todos los pasajeros del avión eran más jóvenes
que yo.
Los hombres –más las mujeres que los varones por esa inclinación de
los machos al territorio– somos más gregarios que las ovejas. Andamos
en manadas, nos juntamos hasta para las necesidades más íntimas. Nos
gusta estar juntos más que acompañados. Actuamos como las distintas
partes articuladas de una serpiente que se mueve como el dragón del año
nuevo chino. Por eso parece que el mundo se llenó de gente a pesar de
que hay cantidad de lugares donde todavía nadie jamás dejó su huella.
Para las fiestas elegimos lugares donde no sobre espacio para que
parezca que hay mucha gente; casamientos en iglesias chicas para que no
haya lugares libres y velorios contabilizados por la cantidad de gente
de pésame. Así somos.
Algo tenemos los humanos que no nos gusta estar solos. Pero creo
que mejor se explica con lo que no tenemos por lo escaso y que nos
convendría buscar como buscamos la fortuna: se llama paz y suele estar
en la soledad, aunque sea en la de un oscuro calabozo.
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