Argentina travestida en Macondo

miércoles 19 de abril de 2023 | 6:00hs.

Hace años relaté un artículo donde decía que Gabriel José de la Concordia García Márquez, “Gabo” para sus íntimos, pensaba escribir una novela inspirado en la moral de Talleyrand, el ubicuo Abad de Périgod en tiempos de la revolución francesa, quien tenía por axioma “si es posible está hecho; si es imposible lo haremos”.

Lastimosamente la intención de su inspirado genio quedó frustrada en el tintero, pues falleció un 17 de abril de 2014 en la Ciudad de México, víctima de un viejo cáncer linfático que lo agarró en la medianía de su vida, perviviendo con ese mal hasta su muerte a los 87 años de edad.  Había nacido en el municipio de Aracataba, un pueblito que actualmente cuenta con 40 mil habitantes, perteneciente al Departamento Magdalena en el norte de Colombia.

También los cataqueros, gentilicio de quienes nacieron en Aracataba, repetían que Gabo en su novela imaginaria rumiaba encabezar con el siguiente non sancto prólogo: “En este mundo gobernado por charlatanes e incapaces, dominado por gente con pocos escrúpulos, puede encontrarse a solitarios políticos que hallaran algunas cosas que chocaran sus sentimientos de la dignidad, pero no mucho que pudieran ofender su moral. En Macondo (pueblo mágico de Cien años de Soledad) era una época de corrupción general para quienes se dedicaban a la política, donde se admitía como natural una recompensa sólida y elevada por sus molestias. El hecho de obtener puestos remunerativos o dádivas efectivas que representaban cuantiosas ganancias, no significaba que hubiesen vendido sus conciencias, sino, simplemente, que exigían un buen pago por un buen trabajo. Como muchos otros sistemas poco morales, este hábito siguió adelante bastante bien hasta que terminó, como era lógico de esperarse, cuando la costumbre degeneró en un descaro escandaloso”.

Pasó como en nuestra Argentina con los sobreprecios de la obra pública, los retornos de los Sueños Compartidos y los de don Lázaro Báez, amén de las bolsas de dólares arrojadas subrepticiamente una madrugada en un convento sin la consabida habilitación eclesiástica. Y ese tipejo, José López, el de las bolsas voladoras que en sus afanes afanó por años sin que supuestamente nadie se diera cuenta, debió actuar por algún secreto mandato para exigir sobreprecios y, a diferencia de otros coimeros que se apropiaban de a mil, él lo hacía por millones pues debía repartir.

No es posible, ni se puede intentar, defensa alguna de quienes han transformado su situación política en una empresa de ganancias privadas, y si la excusa de la corrupción en este tiempo resulta amortiguada, es por el hecho de que en verdad existen hombres y mujeres de la política y en la justicia, que demostraron ser capaces de elevarse por encima del nivel moral que los rodea, estableciendo un ejemplo saludable y alentador para las generaciones futuras (léase hijos y nietos).

Estoy seguro que, en el libro que Gabo no escribió sobre la inmoralidad de los corruptos por su entramado morboso, hubiera superado a Cien años de soledad.

No obstante, como inveterado creyente de posibles redenciones de la política y de los políticos, al límite de que me acusen gil, abrigo la esperanza de futuros cambios saludables para nuestra Argentina, cuando nuestro diario devenir transcurre parsimonioso y plácidamente en el recontra recodo de la vida.

También afirman los cataqueros que bien lo conocían, que Gabriel García Márquez tenía pensado rendir homenaje en su libro póstumo a Sócrates, el filósofo por antonomasia que nunca escribió nada, pero su pensamiento difundido por sus discípulos Platón y Jenofonte iluminó al mundo occidental. Lo mismo Aristóteles, quien no lo conoció personalmente y, debido a su talla intelectual y su relativa cercanía temporal, suele ser considerado como fuente primaria.

 Todos ellos son considerados maestros universales, pero cuidado, también tuvo de alumno a Alcibíades. Joven apolíneo, de rica verba, dúctil funcionario y gran estratega. Pero tenía tres defectos: era soberbio, inescrupuloso y ambicionaba poder. Su ambición lo llevó a traicionar a su patria peleando al lado de los espartanos. Acusado de traición, por estos, se fue con las huestes del persa Darío y luchó contra la magna Grecia. Siempre al lado del poderoso de turno y sin rumbo fijo.

En Argentina también tenemos Alcibíades. No son de temer cuando se tratan de pequeños Borocotó, o simples garrochistas que van saltando de uno a otro lado, como el agrónomo actual o el veleta del mismo apellido de Alicia la insigne Socialista. Porque al final, estos, a lo sumo, deberán rendir cuentas a sus votantes. En cambio, los Alcibíades que se mueven en las altas esferas del poder y ambicionan cargos elevados o ser presidente, son los peligrosos, porque soberbios no conocen el rango de la injusticia y traicionan.  De ellos debemos cuidarnos y, a la vez, rogar que aparezcan muchos Sócrates en nuestra sociedad.

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