Doña Tota, la curandera

lunes 04 de abril de 2022 | 6:00hs.

La vida nos lleva por muchos caminos, debemos atravesarlos con valor cuando son difíciles y con goce cuando son bellos. En esos caminos, a veces  somos actores principales y otras, actores de reparto o simplemente testigos de  actos que, nos gusten o no, a algún lugar nos trasladan.

Mi situación era simple; no hubiera podido estudiar si no trabajaba. Recorrí muchos caminos, hasta que la fortuna, el azar o lo que debe ser me arrojó una soga de esperanza. Conseguí un trabajo de portero en una escuela en el barrio Guadalupe, de Santa Fe; se me iluminaron los ojos.  El barrio de Guadalupe es uno de los más lindos en la ciudad de Santa Fe.

No era tan sencilla la cosa, el cargo traía consigo la responsabilidad de cuidar la escuela y residir en ella. Además, el lugar era un tanto marginal en comparación con el nivel de vida que llevaban los del barrio residencial. Se llamaba Guadalupe Oeste. Un lugar de gente sencilla, trabajadora, con hogares modestos y también “ladrones”.

Construyeron dos habitaciones en la parte posterior del establecimiento para la residencia del portero que debía cumplir funciones de sereno. El mobiliario estaba compuesto por una cama de una plaza, reciclada de un hospital, con  elásticos vencidos.  Una madera cruzaba en el medio  para que la persona que se acueste, no toque con su cuerpo los barrales de la parte baja. Una mesa, dos sillas, un viejo armario que hacía las veces de ropero y una estufa a cuarzo. No había ni cocina, ni heladera ni ventilador.

La razón por la que se creó el cargo tenía su fundamento en los reiterados desmanes que se producían en la escuela, roturas de vidrios, robos de elementos necesarios para la enseñanza, etcétera Los responsables de tantos perjuicios eran un grupo de muchachos que vivían en el barrio y se aprovechaban de la soledad del edificio fuera del horario escolar.

En la primera entrevista que mantuve con la directora, de nombre Enriqueta, me anotició de que los ingresos de personas ajenas fueron reiterados y, en la última, los ladrones ingresaron a la dirección hachando la puerta de acceso, que era de madera.

–Son los Alarcón y unos primos, que están presos por otros robos y viven a unos 300 metros de la escuela, donde también residían familiares de Carlos Monzón.

–Voy a trabajar de portero, pero no sé si podré enfrentarme a personas con armas decididas a cometer un daño o un robo.

Como dándome a entender que ese era mi problema, me respondió:

–¿Usted no sabe la cantidad de personas que andan buscando trabajo?

El único colectivo que llegaba al lugar era el de la línea 10, de color verde, al cuál con el tiempo con cariño lo llamé “el décimo”.  La escuela era conocida en toda la ciudad como “la escuela de los burritos”, no por su número ni por su nombre verdadero. El apelativo no tenía relación con el nivel intelectual de los alumnos, sino con una situación fortuita ocurrida en el patio. Una yegua dio a luz a un potrillito y fue la causa por la que el imaginario popular la bautizó con dicho nombre.  Uno podría explicar extensamente que estaba trabajando en tal escuela y la gente te decía:  “No sé dónde queda”. Pero si les decía “la escuela de los burritos”, inmediatamente te indicaban cuál era y el lugar donde estaba ubicada.

 En las noches de soledad y de estudio, trataba de elaborar una estrategia para sortear el problema principal de mi trabajo, que era evitar la presencia de los muchachos complicados. Creí conveniente tratar de identificar a los vecinos más cercanos, tratarlos con empatía y buscar aliados para el normal desarrollo de las actividades escolares. Un vecino me comentó un día que familiares de los presos que iban a visitarlos al lugar de detención le contaron que ellos les dijeron:

–Avísenle al portero que cuando salgamos de acá vamos a ir de nuevo a la escuela, esté quien esté!

Empecé a visitar al almacenero, Don Ríos. Me hice cliente. También había una cancha de fútbol, me moría por las ganas de ir a jugar, pero no lo hacía porque muchos de los que allí jugaban venían a tomar agua a la escuela. A la vuelta vivía una chica muy bella llamada Liliana, que andaba noviando con el boxeador Metralleta González. A dos casas del Almacén de Ríos, vivía Doña Tota, un personaje de aquellos y que me ayudó muchísimo en mi trabajo. Doña Tota era curandera, muy respetada en el barrio. Pese a su baja estatura cultivaba una personalidad avasallante. Su casa era modesta y siempre había personas sentadas esperando ser atendidas. Decían que era la única que curaba la culebrilla en Santa Fe, y ella se jactaba de eso. La fui a visitar una tarde y ella amablemente me dice:

–¿Así que usted es el nuevo portero de la escuela?

–Sí, doña, vine a verla porque estoy preocupado por los robos y los daños que hicieron en el edificio escolar.

–Quédese tranquilo, ahora van a terminar.

–Los Alarcón, que están presos, prometieron volver cuando salgan.

–Los conozco bien a esos atorrantes, en vez de buscar un trabajo, andan robando. La madre siempre viene a vencerse! Cuando venga le voy advertir: si me entero de que tus hijos andan por la escuela, no me aparezcas por acá.

 Como el patio del fondo era muy oscuro por las noches, solicité que colocaran una lámpara que se encendiera desde adentro.

Como tenía que ir a la Facultad a la tarde, le dejaba la llave para encender la luz a Doña Tota.

–Vaya tranquilo, yo me encargo no importa la hora que regrese.

Había chicos que cursaban la primaria con problemas de disciplina que entraban los fines de semana a molestar. Uno de ellos era Tarditti.  La curandera lo vio ingresar un domingo por la tarde en mi ausencia, se vino desde su casa y lo expulsó con un sermón. 

–Tarditti, a la escuela se viene a estudiar no a jorobar, no te quiero ver los fines de semana por acá –y éste no apareció más.

Los Alarcón salieron de la cárcel, pero por la escuela no aparecieron más. El respeto que le tenían a la doña y el cuidado que puse en controlar la situación hicieron que no fuera necesario llamar a la Policía por ningún hecho de vandalismo.

 Doña Tota no trabajaba con obra social, sus honorarios eran a voluntad del paciente. Vivía modestamente, pero siempre desbordaba alegría.

Por Ramón Claudio Chávez
Ex juez federal

¿Que opinión tenés sobre esta nota?